Capítulo 19

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Ya estamos aquí. Es el día de la primera prueba. Y mientras las madres de los demás se despiden de sus hijos con besos y consejos, la mía todavía está en la cama. Le ha cogido una enfermedad extraña desde que papá se fue y no hace otra cosa en todo el día que dormir.

Me preparo la mochila, me tomo un yogurt, le estampo un beso en la frente a Milla y voy al cuarto de mi madre.

– Mamá, hoy tengo los exámenes. Me voy al colegio.

– Cierra bien la puerta. –Y se vuelve del otro lado.

Nada de “que te vaya bien”, nada de “buena suerte”. Y yo, en mi interior, me contesto igualmente “gracias” y salgo.

Carla ya está ahí, delante del colegio, y deja que Paolo y Andrea la desconcentren con sus chorradas. Un saludo distante, hace días que no respondo a sus mensajes.

Todos saben ya el tema, les ha llegado un soplo, dicen. Yo me alejo y me siento en mi muro, no me dejo contaminar por el nerviosismo de los demás, con el mío me basta y me sobra. Andrea viene y me ofrece un cigarillo.

– Te irá bien. Ten, calma.

– ¡No, gracias, sabes que no fumo!

Y pienso que esta generación usa demasiados trucos para calmarse, no tiene el coraje de vivirse. Por suerte, Carla ha dejado sus “magias”.

Las puertas del gimnasio se abren y todos corren para ocupar los sitios más alejados de la mesa de los examinadores. Andrea se me pone al lado.

– Ya sabes cómo funciona –le advierto en seguida.

– Claro, primero acabas el tuyo y luego haces el mío.

Silvia Di Giosio también dice: “Primero acabo el mío y después hago el tuyo”, pero a ella, no se sabe por qué, nunca le da tiempo. Andrea confía en mí; ya sabe que habrá tiempo para hacer el mío y para hacer el suyo. Está comprobado.

Malari reparte las hojas oficiales. Me da la mía y dice:

– ¡Vigile la ortografía, Saricca!

– ¡Claro, profesor! –Y subrayo ese “profesor”, para decirle que se mantenga alejado, al menos a diez kilómetros de distancia, para recordarle que es un profesor, porque el otro día se le había olvidado.

Doy un rápido vistazo a los enunciados: “¿Existe todavía la poesía en la sociedad de los medios de comunicación de masas?” ¡Esta es para mí! ¿Ha desaparecido la poesía en la sociedad de hoy? No, no ha desaparecido, sólo ha cambiado de modo de vestir, se encuentra en las estrofas de algunas canciones, en los 160 caracteres de un mensaje de texto, en la velocidad de los correos electrónicos… en los ojos con los que Carla me mira. No, creo que quizás sea mejor que esa última frase me la guarde para mí. Pero ellos también son poesía, sí, también esos ojos. Todo lo que te infunde valor es poesía, todo lo que te coge de la mano y te explica el mundo, lo que te hace sentir menos solo, lo que te ayuda a entender y a entenderte. Y entonces esos ojos también son poesía, ¡poesía pura!, ¡poesía en píldoras!, más concentrada que la que muere en los libros. No, la poesía no está desapareciendo, porque el hombre no puede estar solo, no se basta, necesita sentir la vida, de cerca.

Han pasado dos horas, firmo la redacción. Silvia Di Giosio se levanta. Ha hecho el comentario de texto, ya se esperaba que iba a salir Pirandello; va a la mesa de los profesores, entrega el trabajo y se va a su casa. Yo también he terminado, pero todavía no me puedo ir. Tengo que hacer la redacción de Andrea y además tampoco tengo muchas ganas de volver a casa. Andrea me pasa su hoja y yo le doy la mía, para que parezca que él también está haciendo algo. Hago el enunciado sobre los regímenes políticos, con mucha historia, datos, anécdotas e interpretaciones, pero poco sello personal. Es decir, un tema de temario. Andrea lo quiere así…, sin desequilibrarse ni salirse del gris. Después de seis horas entregamos el examen. Es primero ya está.

Nos quedamos en el patio, alumnos y profesores. Algunos comentan el papel de Italia en los Mundiales y se calientan recordando un penalti no pitado; alguien fuma tranquilamente un Diana rojo; otros llaman a casa para tranquilizar a un padre aprensivo; pero, sobretodo, de lo que se habla es de exámenes. Carla se acerca. No me pregunta por qué he apagado el móvil, por qué soy fría y distante. Para ella no ha cambiado nada.

– ¿Qué tema has hecho?

– El de la poesía. –Y no digo nada más.

– Hoy eres mujer de pocas palabras… –Sonríe y me coge de la mano.

Una mano que no siento desde hace diez días pero que soy capaz de reconocer con sólo rozarla. La piel tiene una memoria de hierro. Me abandono al contacto, aprieto fuerte esa mano, vuelvo a sentirla mía. Entonces veo esos ojos de sangre apuntándome. ¡El pánico! Malari condena en seguida esos dedos entrelazados. Si se huele que salimos juntas también machacará a Carla. Y tú no deseas eso, ¿verdad, Alice?

– ¡Tienes que dejarme!

Me libero, me desprendo de esa mano honesta y me voy corriendo a casa. Carla recoge su mochila y viene detrás de mí. Me detiene, recupera el aliento y se me queda mirando con unos ojos que no comprenden. Le hago una señal para avisarla de que a su espalda está el enemigo: Malari nos espía desde el patio del colegio. Carla me mira y sigue sin comprender. Respira pesadamente por la carrera. Se acerca es intenta besarme. Quién sabe si esos labios todavía saben a rosa y a lavanda. Le doy una bofetada y salgo corriendo. Malari entra en el colegio, satisfecho. Carla se toca la mejilla y se queda de piedra. Todavía no lo sabe, quizás no lo sepa nunca, pero esa bofetada la salvará. ¿Lo ves, Carla? Yo no soy como Giorgia, yo sé sentir las emociones. Y también quiero vivirlas, porque sé que tú también las sientes y que son las mismas que las mías. Sólo es cuestión de posponerlas.

Las estrellas se pueden contar (versión lésbica)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora