Capítulo 27

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El timbre grita que ya soy libre. Voy corriendo a casa, más deprisa que Forrest Gump. Paso por callejones y calles secundarias, evito el río de gente que sale del mercado. Luego, de repente, algo se me enreda en los pies y levanto el vuelo.

– ¡Me cago en la puta!

Se me han roto las gafas. Mi madre dirá: “Tenían que romperse; es el destino.” Para ella siempre es el destino, no se puede hacer nada para evitarlo, sólo seguir por un camino ya trazado. Y eso me cabrea un montón.

Me toco la rodilla y compruebo que tengo todos los huesos en su sitio. El fémur sí, el cúbito también, el metacarpo sí… Sí, no falta nada. Me levanto. Entre los pies veo el objeto que me ha puesto la zancadilla. Debe de tener unos veinte centímetros de longitud, quizás más; el lado derecho está abollado. ¿Lo han tirado? ¿Así? ¿En mitad de la calle? Bueno, no sé si es que tengo algo de pordiosera o que respeto todo lo que los demás desprecian, pero me meto esa porquería de hojalata en la mochila.

Subo las escaleras corriendo. “hola, mamá”, y cierro con llave la puerta de mi habitación. Me siento sobre el parquet, con las piernas cruzadas y la espalda apoyada en la cama, y le doy vueltas y más vueltas a esa ridícula cosa abollada. Pero ¿qué será? ¿Una flauta? Sólo tiene dos agujeros, uno en cada extremo. Y además es demasiado curvado para ser una flauta. ¿Qué es? Algo mágico, algo destinado a mí. Si no, ¿por qué iba a tropezarme con él precisamente yo? Estoy hablando como mi madre… Es absurdo, el destino no existe y tengo que tirar este objeto. No lo puedo tirar así, no puedo hacerlo. Para tirar algo tienes que poder llamarlo de alguna manera, tienes que saber que no lo vas a necesitar. Quién sabe, quizás este artilugio de hojalata tenía que ser mi descubrimiento, mi secreto, mi varita mágica, mi lámpara de Aladino. Quizás, si pienso un deseo… ¡Ojalá! Porque un deseo sí que lo tengo. Siempre es el mismo, desde hace unos años: me gustaría ser como mis compañeros de colegio, guay. Me gustaría ser más como los demás, porque así me siento fuera de lugar. Como esas respuestas estúpidas que no tienen nada que ver con la pregunta.

Miro este trozo de hojalata y no sé si creerlo. Hasta ahora he confiado mis deseos a estrellas demasiado distantes para que pudieran oírme, a un Dios demasiado ocupado. Y los resultados han sido bastante decepcionantes. Me he puesto en manos de otros; las mías no, son pequeñas y escurridizas. Mejor en manos de otros, pero ¿de qué otros? Las manos de los hombres son inestables, cogen algo y lo tiran. Ahora puedo probar con esta lámpara de Aladino, frotarle la barriga y decirle: “Quiero ser como ellos.” “Por intentarlo que no quede”, decía mi abuela. Sí, pero cuando lo intentas y la cosa no te sale bien, te reconcomes.

Muy bien, no pasa nada. Limpio con la manga el borde de esta chatarra y apoyo los labios encima. Soplo fuerte, con los dos pulmones. Un extraño olor empieza a esparcirse por la habitación. Olor a hojas secas y a niebla. Me lo saco de la boca y capturo otra vez el olor con la nariz. Me mece durante toda la noche y me vuelvo de algodón. Ligera.

¿Cuánto debo de haber dormido? Horas y horas, días, meses… Me he despertado con un extraño sabor en la boca, sin ganas de hacer nada y la impresión de saberlo todo de este mundo. Cojo un jersey limpio del armario, me pongo las lentillas, me meto dos tostadas en la boca, la mochila en el hombro y… ¡a la calle! Empieza el juego de equipo. En el terreno de juego: brazos, piernas, pulmones. Mientras, el tiempo se abre paso a codazos; él también quiere llegar el primero. Pero yo soy de goma; si el adversario se estira con prepotencia, yo me escabullo, me adapto a su presencia. Ocho y treinta y dos…, treinta y tres…, seis… Ya se ve la puerta: me está esperando. Un último tirón…

– ¿Carla Rossi?

– Preeeeeeeeeeeente –los pulmones chupan aire y gramática–. Presente.

Las estrellas se pueden contar (versión lésbica)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora