Capítulo 1

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Tres horas y cinco minutos

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Tres horas y cinco minutos.

Ese es el tiempo que tengo para llevar a cabo la misión que la propia Iglesia, desde el Vaticano, me ha encomendado. No me gusta seguir órdenes, menos de personas a quienes, francamente, no soporto. Pero no me queda de otra. Es mi manera de ganarme la vida. Es un trabajo, y todos los trabajos son dignos, ¿verdad? Unos venden periódicos en las esquinas, a otros les gusta el telemercadeo. A mí me pagan por aniquilar demonios, ¿qué hay de malo en eso?

Estoy sentada en la parte trasera de una camioneta a la cual hice autoestop hace casi una hora. El viento silba en mi rostro, haciendo que el único mechón azul de mi pelo negro cayera sobre mis ojos igual de azules. Antes, para no ser presa de la inclemencia de los vientos fuertes de invierno, me equipé un abrigo negro, el cual recién ahora me fijaba que no tenía cierre. O lo tenía, pero simplemente no funcionaba más. Pero descuiden, el frío no me va a matar.

No hay nada que pueda matarme. Lo sé, porque en el pasado he intentado matarme yo misma. Cuando descubrí que era... diferente. Cuando descubrí que gozaba torturando, degollando, asesinando. Es cierto que la mayoría de la "gente" a la que maté eran demonios, ¿pero eso lo hace mejor? ¿Me convierte en una especie de heroína acaso?

Solo hay una cosa que me mantiene con vida, claro, aparte del hecho de que no puedo morir. Y es éste: asesinar. Por eso es que una chica como yo trabaja para el Vaticano, por eso soy lo que ellos llaman... Cazadora.

Hago lo que más me gusta, matar. Y mis presas son demonios, seres que la propia Iglesia no puede hacer frente. Yo me divierto, les limpio la basura, ellos me pagan, y me mantengo en el anonimato. Nadie sabe que una chica dulce y tierna mató a un ser espantoso en la casa del vecino, ni lo sabrán jamás. Los demonios se desvanecen al matarlos, como volviéndose cenizas que el viento se lleva, haciéndolas bailar en el aire alegremente, a veces. Con temor, las demás.

Dos horas y cincuenta y cinco minutos.

Si alguna vez me vieran por la calle, que no les sorprenda mi apariencia de chica adolescente rebelde de diecisiete años. En realidad sólo luzco así, pero tengo más de cien años. ¿Ciento uno? ¿Ciento cinco? No lo sé. Hace decenios perdí la cuenta. Sólo sé que, un día cuando tenía diecisiete, cuando aún era... humana del todo, se me apareció en sueños. Como un reflejo en el espejo, una especie de otro yo. Me dijo lo que era en realidad, la hija de una mujer y un demonio. Nefilim, creo, era el nombre que usó para designar a personas como yo. No quería creerla, pero eso explicaba ciertas cosas. Como el color de mis ojos.

Sí, mis ojos. Hace rato dije que eran azules, ¿verdad? Les mentí. Típico de un ser maligno, engañar. Pero son sólo ventanas falsas, que ocultan lo que en realidad son: aterradores ojos carmesí, que brillan en la oscuridad con la intensidad de cien soles. Luego, la maldita marca que apareció de la nada en mi pecho: un pentagrama abierto. Investigué, cuando el Vaticano me había ofrecido asilo –era una pantalla, y yo una ingenua. Sólo me reclutaban para convertirme en su máquina asesina-, y descubrí que esa marca era la de los nefilim.

La Hija del MalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora