XVIII

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VEINTE SEIS AÑOS ATRÁS

Alba estaba sentada entre una cama y otra en la habitación que compartía con Marina mientras tenía el cuerpo de su hermana presionado contra el de ella. La más joven temblaba tanto que hacía temblar también a Alba que intentaba, en la medida de lo posible, calmarla. Pero si tuviera que decir la verdad, no sabía si estaba haciendo un buen trabajo porque ni ella podía mantener la calma.

Incluso con la puerta cerrada, era posible escuchar los gritos provenientes de la habitación de al lado, aunque ninguna podía entender exactamente lo que decían sus padres.

- Tata, tengo mucho miedo...

- No es nada, Mini. Verás que ya pasará.

Había alguna duda en su voz porque no tenía forma de saber si lo que decía era verdad. Intentaba en vano convencerse a sí misma, pero cuanto más se decía que todo saldría bien, más gritos provenían de la otra habitación. Pensó que últimamente esas peleas parecían hacerse más largas y altas y su cabeza infantil no podía encontrar un porqué para todo lo que estaba sucediendo.

Lo único que sabía era que su madre se parecía cada vez menos a su madre desde que Manuel había muerto.

Primero habían sido varios días de silencio, uno que solo papá podía romper con sus bromas y sesiones de canto. La casa parecía triste, pero Miguel Ángel hacía de su misión personal hacer felices a sus dos hijas.

Luego llegó una indiferencia que hería a Alba dos veces. La primera cuando estaba dirigida a ella, la otra aún peor cuando era con Marina. La niña de seis años entendía aún menos lo que pasaba y extrañaba la presencia de su madre, a pesar de que todavía vivían bajo el mismo techo.

Con la indiferencia de la mujer, otras cosas también comenzaron a suceder. Varias píldoras de medicamentos comenzaron a aparecer por toda la casa, olvidadas sin mucha preocupación. Dos veces la niña mayor había recogido a su madre mirando fijamente el frasco de medicina en sus manos y aunque la mujer le aseguró que no era nada, las dos veces se sintió tan mal que le apretó el estómago. La tercera vez quién había visto a mamá con las medicinas fue papá, y luego vinieron los gritos. Era todo lo que Alba necesitaba para asegurarse de que el mal presentimiento que había sentido las primeras veces tenían una razón.

Ahora noches como aquella se estaban volviendo comunes en la residencia Martínez Reche.

Alba, en sus 10 años, entendía poco sobre todas las mudanzas que estaban sucediendo en su vida, pero si había algo que sí sabía, era que deseaba que todo aquello terminara. Estaba cansada de consolar a su hermana en las noches de peleas y no porque no la quisiera, sino porque también quería que alguien también la consolara, quería un hombro donde llorar cuando sentía que ya no podía más.

Solo que, en noches como esta, parecía que su deseo estaba cada vez más distante de ser realidad.

*****

Alba amaba a su abuela Mercedes. Solía ​​pensar que ella era como un ángel, solo que sin alas. Era una mujer baja y gordita a la que le encantaba poner a sus nietas en su regazo, peinarse y cantar las canciones de su tiempo mientras enseñaba a las chicas a cocinar los pasteles que mas les gustaban. Alba solía decir que Mercedes era la mejor abuela del mundo.

No podía decir lo mismo de Lucía, la madre de su madre.

Lucía era una mujer con una expresión cerrada y la cara de pocos amigos. Era estricta y no hacía ningún intento por ocultar su disgusto con el matrimonio de su única hija con Miguel Ángel. Alba a veces se sentía malcriada, pero celebraba el hecho de que vivían lejos la una de la otra y por eso apenas podían verse.

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