CAPÍTULO ÚNICO.

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Omnisciente.

- ¡Tú! -habló desde su trono.

- ¿Y-yo? -preguntó aquella chica de tez morena y de cabello negro azabache.

- Si, tú. ¿Que tienes para ofrecerme?

- N-no tengo nada, su majestad. -dijo nerviosa, pues esto se trataba de vida o muerte.

- ¿Nada? -preguntó el chico de piel pálida, cabello rubio recogido en un chongo con adornos dorados y con largos aretes de oro en sus orejas. La miraba con esos ojos, y en uno de ellos tenía una enorme cicatriz que horrorizaba a cualquiera.

- No, mi señor

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- No, mi señor... Lo siento mucho.

Era un día soleado en el pueblo reinado por un hombre poderoso. Todos trabajaban en agricultura, comercio y en la ganadería. Alguien tenía que ser el sostén de cada una de sus familias, y también del rey, quién era algo exigente con sus caprichos.

Literalmente todos los habitantes de ese pueblo tenían que ofrecerle algo al rey para que se esté satisfecho. Ya sea comida, armas, animales, joyas y piedras preciosas o hasta personas, quienes se convertirían en sus esclavos.

Si la civilización no ofrecía nada a su señor, este los masacraba de manera horrorosa. A cada uno de diferente forma :

A los hombres les cortaba las extremidades o les tumbaba los dientes con una piedra, mismos que eran enterrados o quemados.

A las mujeres les cortaba la cabeza o se las reventaba de un balazo.

Y a los niños los dejaba vivir, solo que los torturaba quemándolos de la espalda o haciéndoles recibir fuertes latigazos en las piernitas. Sí, hasta los niños sufren.

- ¿Qué hacemos, señor? -preguntó uno de los guardias que cuidaba aquel casi oscuro lugar.

- Ya saben, decapitarla. No vale la pena. -dijo con toda la tranquilidad del mundo.

- ¡No, por favor, se lo ruego! -aquella pobre chica se puso de rodillas, rogando para que no la maten.

El ambiente se puso algo pesado y tenso.

- Cuando lo hayan hecho, quiero que me traigan su cuerpo y cabeza en un costal. Lo usaré después para alimentar a mi lobo. -sonrió con maldad demasiado expresiva.

- ¡Sí señor! -respondió uno de los hombres de el rey.

- ¡Maldito enfermo! ¡Das asco! -dijo aquella mujer, pues si la iban a matar, mínimo que diga lo que piense de ese hombre, ¿no?

Con una mirada asesina, el rubio volteó a verla a los ojos.

- No se molesten en asesinar a esta zorra. -dijo.- Lo haré yo mismo.

Se levantó de su asiento tallado de oro para después tomar de los cabellos a aquella pobre chica.

- ¡Suéltame! -trataba de soltarse de aquel agarre, pero el rubio tenía mucha más fuerza que ella.

Daechwita | Agust DDonde viven las historias. Descúbrelo ahora