Las mañanas congeladas

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A Gèrard le gustaba tener libros en la mesilla, aunque llevara meses sin leer más de la mitad de cada uno, y empezaran a acumular polvo en los relieves de las portadas. Rafa decía que era su manera de hacerse el interesante, y él le respondía medianamente indignado en que no tenía donde ponerlos.

También le gustaba dedicar los domingos a tomarse un café y maldecir la resaca de los sábados, prometiéndose, como cada semana, que nunca más volvería ni a probar una gota de alcohol. Ni siquiera le gustaba, pero siempre había tenido la sensación de que estaba obligado a beber, a fumar, a hacer todas las cosas estereotípicas para no parecer un palo andante que no sabe dónde se ha metido.

Tenía el pelo algo sucio y largo, y le vino a la mente que tarde o temprano debería volver a contárselo, para el desagrado de Anaju y de Marina, la chica de Derecho Romano que le había echado ojos más de una vez, para su desagrado y para la alegría de Jesús, que llevaba más tiempo del que podía contar con los dedos de una mano intentando que se echara novia.

Pensó en la chica de ayer. No se acordaba apenas de su nombre, pero sí de su pelo, de sus pecas, de sus lunares y de sus ojos verdes que decía haber heredado de su padre. Le recordaba al verano, a volver a casa, a la paz de cantar cuando nadie le escuchaba. Le acompañó a la parada del metro — Le comentó que se bajaba en Paral·lel. Ni siquiera vivía en un barrio medianamente cercano al suyo. No compartían facultad. No compartían casi nada.

¿Y le daba rabia? Aún no se había aclarado sobre si sí, o si no.

Notaba una gota de sudor cayéndole por la espalda. Había salido a correr temprano, para no perder rutina antes de quedarse leyendo o estudiando. Le gustaba profundamente el horario de Otoño porque podía permitirse no morir excesivamente ni de calor ni de frío. Los niños aun salían a la calle a pasear con sus padres, y de tanto en tanto podía escuchar a algún que otro grillo cantar.

— ¿Ya estás despierto? — Anaju parecía que se hubiera acabado de levantar, a juzgar por su tono de voz suave y somnolienta, la taza de café descafeinado y la bata que no había sido capaz de atarse bien a la cintura.

— Si, ¿te sorprende?

— Bueno, a juzgar por cómo no podías subir apenas las escaleras, pensaba que ibas a dormir hasta el mediodía.

Ella siempre había sido más de tés que de cafés, de ukeleles que de guitarras, y de tranquilidad antes que peleas. A los quince ya sabía cómo pedir la declaración de la renta para cuando sus padres estaban demasiado ocupados como para pedir favores al abogado de la familia, y cuando las cosas que pusieron algo feas por deudas que ni siquiera sabían que existían, aprendió a solicitar un erte al gobierno sin que nadie le dijera que pasos seguir ni dónde consultar.

A veces sentía que le habían robado una parte de la adolescencia que nunca iba a volver, la de pasarse los Sábados en discotecas de mala fama en Barcelona en vez de leyendo libros sobre el Diseño Gráfico. Empezó a estudiar esa misma carrera en la Elisava dos años después. 157 euros el crédito. Vaya tontería de sistema universitario que era capaz de sacar casi diez mil euros al año incluso a los que apenas podían permitírselo por el simple hecho de querer estudiar lo que a uno le apasiona.

— No te vi en la fiesta — repuso el pequeño mientras le tomaba otro sorbo de café que empezaba a quedarse frío de tanto tiempo sin ser tocado. Lo había acompañado de esas galletas de canela que servían en los bares y que se metía en el bolsillo de la sudadera para poder comérselas con calma en días como aquellos.

— Que va, me quedé en casa con Nía, estuvimos escribiendo un poco. Te he dejado algo encima de la mesa, a ver si puedes ponerle acordes y hacerla más cuqui, ya me entiendes.

Dispositivos fútiles | GeranneDonde viven las historias. Descúbrelo ahora