El sueño de la razon produce monstruos

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Cuando la familia de Gèrard estaba demasiado ocupada para recordar su existencia, le había criado una nana, como él quería llamarle. Durante mucho tiempo lo consideró lo más cercano a una madre que pudo, porque la verdadera actuaba más como una desconocida que como tal. Se llamaba Mamen, y si pensaba en cualquier momento importante de su vida, ella había estado presente.

Cuando se rompió la pierna. Cuando le dejaron plantado por primera vez. En las peleas con Anajú. Cuando le preguntaba porque sus padres no le querían. Que qué había hecho mal para que ellos no le quisieran. Ella se preguntó para sí misma con miedo que niño con 10 años le pregunta a su cuidadora porque sus padres no le querían.

Con los años iba perdiendo la memoria y cada vez era menos consciente de lo que hacía y para quien lo hacía. No recordaba el camino a su casa y era su hijo mayor quien tenía que asegurarse de que llegaba bien y hacerle un recordatorio de porqué estaba allí. Que era la cuidadora de los hijos de una familia importante. Su consejera.

— Aunque no recuerdes nada de ellos, escúchalos cuando te necesiten. Se lo prometiste hace muchos años— su voz sonaba lejana a través del teléfono. Había empezado a tener un deje de Pamplona desde que se había marchado allí y había conocido a alguien. Bruno parecía otra persona distinta al que vio marchar aquel dia en la estación de Atocha.

— Me gustaría que estuvieras tú aquí cuando no sé qué decirles, cariño.

— Te prometo que si esperas un poco más, cuando tenga suficiente dinero ahorrado, y podamos mudarnos a un sitio mejor, te traeré conmigo, ma. Solo espera un poquito más.

Por las mañanas se dedicaba a limpiar un poco el salón, y cuando los hijos se levantaban, se sentaba a desayunar con ellos. Anaju solía ser la que más hablaba, mientras que Gèrard era el que comía algo rápido antes de marcharse. De pequeño hablaba mucho más, y no era tan tonta como para no darse cuenta que paró de hacerlo en cuanto sus padres le dijeron que hablaba de más. Que así nadie le aguantaría.

Le extrañó que aquel Martes, siendo ya las diez de la mañana, nadie hubiera pisado aún la cocina. Los señores de la casa habían llegado tarde la noche antes — Había ido Anaju sola a buscarles, y en cuanto entraron, no se molestaron en preguntar por su hijo. Dejaron las maletas y se fueron directamente a dormir. Las cosas así le enfurismaban. Odiaba a la personas prepotentes, y más aún las que se creían con derecho suficiente para tratar a personas de su misma familia como si no lo fueran.

Diez minutos después, Anaju se sirvió la tostada con la cara pálida. No le extrañó, porque aunque tenía recuerdos borrosos, era consciente de que la chica llevaba años ya luchando contra la leucemia. Lo sabía porque ella misma le había puesto las inyecciones cuando le consideraban capaz de hacerlo. Ahora llevaba un tatuaje cerca de las venas cardinales del brazo llenas de marcas.

— ¿Cuánto tiempo lleva ahí ese sauce llorón, Mamen? — se había sentado con las piernas cruzadas y el té en medio de ellas. El sol le daba de pleno en la cara y ambas cerraron los ojos. Solo se escuchaba al agaporni de la familia cantar.

— Si no estoy equivocada, su padre pidió que lo plantaran poco después de casarse.

— Recuerdo que cuando era pequeña, y Gèrard estaba aprendiendo a andar,a Noemí le gustaba que nos sentaramos ahí abajo a comer — hacía tiempo que había empezado a llamar a su madre por su nombre de pila. No sentía que tuviera una razón para no hacerlo — Tuve mi primer desmayo ahí, de hecho.

— Nos dio un susto de muerte. Pensamos que la habíamos perdido para siempre — un pájaro se posó al lado suyo. Un vecino había empezado a poner un vinilo. Reconoció Lonesome Town de Ricky Nelson.

Dispositivos fútiles | GeranneDonde viven las historias. Descúbrelo ahora