Los dedos de Júlia

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Mi abuelo era una persona muy especial, le encantaba darnos lecciones con un poco de humor contando 'recuerdos' que no podían ser verdad, pero como eran tan bonitos siempre le escuchábamos con credulidad.

Una cierta mañana, una bien aburrida de vacaciones invernales, mi abuelo y yo decidimos ir a buscar setas, como hacíamos cuando yo era más pequeño. Al llegar a nuestro destino, me fijé en el mal estado del bosque. Habían restos de papeles y latas de refresco desteñidas aquí y allá, y parecía que no se oía el rozar de las hojas de los árboles ni el chirriar de los insectos escondidos; el bosque estaba sucio y algo más muerto.
-¡Ya podrían venir los basureros a recoger este desastre, que para eso están!
Mi abuelo pareció sorprendido de mi involuntario comentario, así que armando sus dotes narrativas, me empezó a contar una historia de aquellas que aún recuerdo como si fuera ayer:
"-Mucho antes de que tu nacieras, cerca de estos bosques, había una pequeña aldea. En ella vivíamos antes de mudarnos a las ciudades, y abandonada se quedó. Por aquel entonces, una de sus habitantes se llamaba Julia y era una de las niñas más hermosas que he visto jamás, pero torpe como un elefante en bicicleta -reí ante esa comparación, y al poco prosiguió-. Ella era aplicada y ayudaba en la casa pero también era distraída, mucho, y sobretodo lo era con sus manos y dedos, que lo pagaban todo.
Cuándo estaba fregando platos se quemaba con el agua hirviendo, cuando plantaba hortalizas excavaba sin guantes siquiera, cuando remendaba calcetines se pinchaba por no llevar dedal... ¡Imagínate que zarpas más feas y rudas!
Las niñas de su clase siempre se burlaban de ella y cantaban:
Hermana Julia llegó
¿dónde están sus dedos?
Un, dos.
Se fueron a Japón
a buscar otro señor.
¡Adiós!
Y los demás compañeros nos reíamos del estribillo y de la pobrecilla Julia.
Pasaron los años, y las manos de Julia en vez de lucir femeninas parecían palas hechas a medida; y ella aún con quince primaveras así las escondía, de la vista ajena y de su propia vergüenza.
Pero algo sucedió una noche, algo... extraño. Mientras Julia dormía las manos aprovecharon para quejarse entre ellas hartas de la situación, luego hablaron con los dedos, y éstos llamaron a las uñas, para que no se sintieran excluidas.
-¿Qué hacemos familia, vamos a dejar que traten así a la persona que nos dió vida, trabajo, y algo por lo que vivir? - decían las manos enfadadas.
-!Abajo los tiranos! !Revolución! - gritaban dedos y uñas indignadas.
Así que decidieron saltar de su cuerpo y arreglar los problemas que la niña no sabía resolver.
Fueron esos fríos y sucios en mi cara los que me despertaron y los que me hicieron gritar de puro horror y asco.
-¿Por qué te ríes de nosotras y de nuestra Julia?
Yo continuaba atónito, ¿acaso estaba soñando?
-¿Que tus orejas también se han enfadado contigo? ¡Que por que te ríes de nosotras!
Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo, ¿eso eran manos lo que me estaban hablando?
Rápidamente miré hacia abajo por si eran las mías pero mis blancas y finas manos seguían pegadas a mi.
Supongo que la somnolencia me hizo ser sincero:
-Manos de Julia, ¿cómo no me voy a reír de vosotras? Estáis sucias y sois muy feas, además estáis cubiertas de heridas y golpes.
-Mira tus manos, tan bonitas y perfectas. !Cómo se nota que no ayudas a tu madre a limpiar, ni a tu padre con el huerto! !Son manos de egoísta! Nosotras hemos hecho eso y mucho más, puede que no seamos tan bellas y puras pero trabajamos y ayudamos, y nos enorgullece ser parte de alguien generosa y responsable.
Entonces miré hacia mis manos de nuevo, efectivamente eran preciosas pero ya no me gustaban tanto y no me sentía orgulloso de ellas, ni de mi mismo por burlarme así de Julia..
Y mientras pensaba en eso me volví a dormir; al fin y al cabo, era sólo un mozuelo.
A la mañana siguiente pensé que todo había sido un sueño y nada más. Me lo repetía y repetía pero sin convencimiento, y al rato salí de mi casa y me encontré lo imposible. Todos aquellos niños que alguna vez se habían burlado de las manos de Julia ahora estaban barriendo las entradas, otros los veía aguantando las herramientas mientras su padre arreglaba el coche, había que simplemente llevaban la compra o peinaban a su perro recién lavado, pero todos trabajaban."
Miré a mi querido abuelo, se le estaba derramando una diminuta lágrima; me volví y recogí una lata del suelo para ponerla en mi cesta de mimbre.
Desde aquel día creamos una nueva tradición; íbamos al bosque y mientras toda la gente arrancaba las setas para llevárselas, nosotros recogíamos basura y luego la reciclábamos.
No siempre era divertido hacerlo, pero nunca se nos fue la sonrisa de la cara y nos unió más. De mi abuelo aprendí muchas cosas pero una muy importante es que todos dejamos una huella en este mundo, de nosotros depende si es buena o mala.

Per als meus rossegadors de llibres

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