Esperanza

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Saltar siempre ha sido mi sueño, lo confieso. Eso fue lo primero que pensé cuando, siendo aún un cachorro, la joven que me encontró trajo del veterinario esa carpeta, gris como ninguna otra, que traía dentro el diagnóstico: rotura de columna... No necesitaba realmente que alguien me dijera que mis patas traseras no servían. Ese día había estado corriendo por horas, tantas que mi lengua ya no recordaba cómo mantenerse dentro de mi boca. No recuerdo la explosión, solo lo frío de la mesa de operaciones y estado de confusión y alarma en el que me encontraba. Después de aquello perdí por completo mi brújula interior: no sabía qué quería, qué necesitaba; no quería saberlo tampoco. Poco a poco fui creciendo, inmóvil, inexistente casi, hasta que un día mi dueña dejó de moverse también. Había estado tomando cerveza hasta tarde esa noche; mirado en perspectiva, fue una mala idea no llamar un taxi. Fue entonces que supe, por primera vez, lo doloroso que era ver a alguien a quien quieres caer vencido por un par de patas inservibles, como si el camino se hubiera roto también. Entonces corrí, todo lo torpe que puede correr alguien con un carrito de apoyo que casi no ha utilizado, y comencé a ladrar, y a ladrar, y a ladrar, hasta que aquella mujer inmóvil miró en mi dirección, entonces comencé a dar vueltas con mi carrito hasta que ella empezó a reír mientras me perseguía con su silla de ruedas. Ahora todos los días corremos juntos hasta que terminamos ardientes de tanto ejercicio, casi tanto como la taza de té que ella disfruta con una sonrisa por las noches, mientras acarcicia mi cuerpo, ya no tan inmóvil.

                                 Willow

Historias absurdas para entretener cuerdosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora