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Y estas son tan solo las palabras, pues luego están las voces, que hablan,
gimen, cantan o lloran. Y también hay imágenes, que, por mucho que te
propongas evitarlo, te inundan la mente con recuerdos, fantasías,secretos, planes y mentiras, mentiras y más mentiras. Porque el ruido también recoge las mentiras, puedes mentir a pesar de que todo el mundo sepa lo que estás
pensando, puedes ocultar algunos pensamientos en otros, guardártelos
para que nadie los perciba eludiendo reflexionar sobre ellos o
convenciéndote de la idea que se les opone, ya que ¿cómo distinguir entre
gota de agua y gota de agua en las turbulencias de la corriente?
Los hombres mienten, y lo peor de todo es que se mienten a sí mismos.
Pongamos un ejemplo. Nunca he visto una mujer o un zulaque con mis
propios ojos. Los he podido observar en vídeos cuando estos estaban
permitidos, y también, sin cesar, en el ruido de los hombres, pues ¿en qué
van a pensar, sino en el sexo y los enemigos? Sin embargo, los zulaques que capto en el ruido son más corpulentos y viles que los de los vídeos, y las mujeres tienen los cabellos más rubios, llevan menos ropa, tienen los pechos más grandes y expresan sus afectos con mayor efusividad. Por tanto, lo que conviene recordar, lo más importante de todo lo que yo pueda decir es que el ruido no es la verdad como tal, sino lo que los hombresdesean que sea verdad, y la diferencia entre ambas cosas es tan grande que, si no tomas precauciones, comprobarás que puede acabar contigo.
—¿Casa, Todd? —Manchee se me acerca para hacerse oír sobre el ruido.
—Sí, es adonde vamos —contesto. Vivimos del otro lado, hacia el
noreste, de modo que, como vamos a cruzar el pueblo, podré enseñarte
unas cosas y otras mientras caminamos.
Para empezar, la tienda del señor Phelps. Está en decadencia, la tienda,
como el resto del pueblo, y el señor Phelps dedica su tiempo a
desesperarse. Incluso cuando estás comprando y él trata de mostrarse tan cortés como puede, su desesperanza chorrea sobre ti como el pus de una
herida.Final, dice su ruido,es el final de todo, y Trapos, trapos
y más trapos, y Julie, cariño, Julie, querida; su esposa, que él
siempre se imagina desnuda.
—Hola, Todd —dice al vernos pasar a Manchee y a mí.
—Hola, señor Phelps.
—Un día magnífico, ¿verdad?
—Estupendo, señor Phelps.
—¡Día bueno! —ladra Manchee, y el señor Phelps se ríe, pero su ruido
insiste en lo de Final, Julie y trapos, y también en imágenes que
ilustran lo que él añora de su esposa, lo que ella solía hacer, como si ello
tuviese alguna relevancia.
Mi ruido no contiene pensamientos concretos sobre el señor Phelps, a no
ser los típicos que no pueden evitarse. Aun así, debo admitir que tengo que
concentrarme en él con mayor ahínco del acostumbrado para tapar el
recuerdo del agujero que he encontrado en la ciénaga, para bloquearlo con un ruido más intenso.
No sé por qué lo hago, no sé por qué tengo que esconderlo. Pero sigo haciéndolo.
Manchee y yo apuramos el paso, pues nos aproximamos a la gasolinera y
al señor Hammar. La gasolinera no funciona desde que el generador de
fisión que produce el combustible se estropeó el año pasado y quedó
reducido a un armatoste grande y feo junto al que nadie quiere vivir,
excepto el señor Hammar, quien, por tener la costumbre de embestirte con
su ruido, es peor que elseñor Phelps.
Y es un ruido malo, un ruido iracundo: imágenes de uno mismo en circunstancias en las que nadie querría verse, imágenes violentas y
sangrientas contra las que lo único que se puede hacer consiste en elevar el volumen del ruido propio, tratar de sumarle el ruido del señor Phelps y
enviarlo todo hacia el señor Hammar. Manzanas y luego Final y también
Venga y Dale para después seguir con Ben y Julie y ¿Día bueno,
Todd?, y más tarde El generador está fallando, trapos, calla de
una vez y, en fin,Mírame, chico.
Y miro, a pesar de no pretenderlo, porque ya se sabe que a veces uno se
despista y baja sus defensas, miro, decía, y ahí, en la ventana, encuentro al señor Hammar, que me está observando y Un mes, piensa, y hay una imagen en su ruido en la que me veo de pie, más solo que la propia soledad, pero no sé qué significa ni tampoco si es real o tan solo una mentira deliberada, de modo que pienso en un martillo que choca contra la cabeza
del señor Hammar una y otra vez hasta que él, aún en la ventana, me dedica una sonrisa.
Más allá de la gasolinera, la calle tuerce para arrimarse a la clínica, en la que el doctor Baldwin se enfrenta a los sollozos y lamentos de los hombres, que se quejan ante los médicos, a pesar de que no les pasa nada. Hoy, el
señor Fox deplora lo mal que respira, lo que, de no ser por su afición al
tabaco, inspiraría compasión. Y luego, una vez que la clínica queda atrás,
rayos y truenos, se llega al odiosísimo bar, que, incluso a esta hora del día,
es una verdadera barahúnda de ruido, pues ponen la música a todo
volumen con la intención de aplacar el ruido, pero solo consiguen
redoblarlo, empeorar todavía más ese ruido de borrachos que te golpea
como si fuera un mazo. Gritos, aullidos y llanto de hombres de rostro estático embebidos en horripilantes recuerdos del pasado y de las mujeres que conocieron. Un auténtico aluvión de alusiones a esas mujeres perdidas, y todo sin sentido, ya que el ruido de los borrachos es como quien lo produce: confuso, letárgico y violento.
Es tanto el ruido que te carga los hombros que se hace difícil caminar por el centro del pueblo o pensar hacia dónde te diriges. Para ser sincero, no sé cómo hacen eso los hombres, no sé cómo voy a hacerlo yo cuando sea un hombre, a no ser que, algún día, pase algo que lo cambie todo.
La calle asciende y gira a la derecha para correr a lo largo de la comisaría
de policía y la cárcel, que ocupan un mismo edificio, más abarrotado de lo
que cabría esperar en un pueblo tan pequeño como este. El policía es el
señor Prentiss Junior, apenas dos años mayor que yo y, pese a ello, ya todo
un hombre consagrado a su labor, cada vez más eficiente, y en la celda que guarda estará quien quiera que el alcalde Prentiss haya elegido para que el señor Prentiss Junior le administre el castigo ejemplar de la semana. Se trata, esta vez, del señor Turner, que no cedió la parte estipulada de su cosecha
de trigo «para uso y disfrute de todo el pueblo» o, dicho con otras palabras,
quien se negó a dar trigo gratis al señor Prentiss y sus hombres.
Así que has atravesado el pueblo con tu perro, y tienes todo ese ruido
detrás de ti: el del señor Phelps, el del señor Hammar, el del doctor Baldwin,el del señor Fox, el del bar, que los supera a todos, el del señor Prentiss
Junior y el de las lamentaciones del señor Turner. Sin embargo, no creas que el ruido del pueblo se acaba ahí: todavía queda el de la iglesia.
La iglesia es el motivo por el que nos encontramos aquí, en el Nuevo
Mundo, y, todos los domingos, se oye a Aaron predicando sobre por qué
abandonamos la corruptela y el pecado del Viejo Mundo para procurarnos
una vida de pureza y hermandad en un Edén nuevecito.
Pues sí que nos salió bien la jugada.
En todo caso, la gente sigue yendo a la iglesia, en gran medida porque es
obligatorio, si bien el alcalde no suele molestarse en acudir y nos deja a los
demás escuchando el sermón de Aaron, que nos repite que en la vida solo nos tenemos los unos a los otros y que debemos fundirnos en una única
comunidad.
Si uno de nosotros cae, todos caemos con él. Esa es su frase preferida.
Mientras caminamos junto a la puerta de la iglesia, Manchee y yo
intentamos ser sigilosos. Desde el interior nos llega el ruido de las plegarias, que tiene algo de especial, un algo purpúreo y enfermo como si manase de las venas de los hombres, y que, pese a mantenerse invariable, no cesa nunca. Ayúdanos, sálvanos, perdónanos, ayúdanos, sálvanos,
perdónanos, sácanos de aquí, oh Dios, por favor, por favor, Dios, pero, que se sepa, nadie ha oído el ruido de ese dichoso dios.
Aaron, que ha regresado a la iglesia tras su paseo, está predicando
mientras los demás rezan. Oigo su voz además de su ruido, y, en resumen,
todo consiste en sacrificio por allí y escrituras por allá, bendiciones
por un lado y santidad por el otro, y es tal el fervor de su salmodia que no
logro discernir nada en su ruido. ¿Será que Aaron trama algo? El sermón quizá tenga el propósito de ocultar sus intenciones, y yo me pregunto cuáles serán esas intenciones.

Y Entonces, en el ruido, distingo un ¿Joven Todd?
—Apura, Manchee —digo, y nos largamos a la carrera.
El último lugar de la visita, en lo alto de la colina del pueblo, es la casa del
alcalde, responsable del ruido más extraño y rotundo de todos, y es que el alcalde Prentiss…
En fin, el alcalde Prentiss es diferente.
Su ruido es espantosamente nítido en el más espantoso de los sentidos.
Porque, verás, él cree que es posible poner orden en el ruido. Cree que
podemos dominar el ruido; que, si logramos domesticarlo de algún modo, podemos usarlo a voluntad. Y, así, cuando te encuentras en las cercanías de su casa, lo oyes a él y a quienes lo acompañan, sus concejales y demás,
practicando ciertos ejercicios mentales, contando, imaginando formas perfectas y profiriendo cánticos metódicos al estilo de YO SOY COMO EL CÍRCULO Y EL CÍRCULO ES COMO YO, sea lo que sea lo que
eso signifique, y tienes la impresión de que está dándole forma a un
pequeño ejército, de que se está preparando para algo, de que está forjando
algún tipo de arma de ruido.
Parece una amenaza. Parece como si el mundo cambiase y tú te quedaras
atrás.
1 2 3 4 4 3 2 1 YO SOY COMO EL CÍRCULO Y EL CÍRCULO ES
COMO YO 1 2 3 4 4 3 2 1 SI UNO DE NOSOTROS CAE, TODOS
CAEMOS CON ÉL.
Pronto seré un hombre y los hombres no se dejan vencer por el miedo,
pero, aun así, le doy un empujoncito a Manchee y echamos a andar aún más rápido que antes. Damos un amplio rodeo que nos mantiene separados de la casa del alcalde y tomamos el sendero de gravilla que conduce a nuestro hogar.
Después de un rato, el pueblo desaparece a nuestras espaldas, el ruido empieza a moderarse (aunque siempre persiste) y podemos respirar con un poco de tranquilidad.
—Ruido, Todd —ladra Manchee.
—Sí, Manchee, sí —digo.
—Silencio en la ciénaga, Todd —repone Manchee—. Silencio, silencio,
silencio.
—Sí —insisto, pero pienso un momento y me entran las prisas—. Cállate,
Manchee. —Y le doy una palmada en el lomo.
—¡Ay, Todd! —exclama él, pero, en lugar de contestarle, me vuelvo y
observo el pueblo. No hay modo alguno de remediar el ruido, y, si
estuvieses aquí, me pregunto si serías capaz de ver el agujero en el ruido
que flota en el aire que me rodea, que se zafa de los pensamientos con que
trato de resguardarlo; apenas una minucia que no es sencillo discernir en
medio del fragor del pueblo, pero, en cualquier caso, allá va, allá va, de
vuelta hacia el mundo de los hombres.

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