LAS ALTERNATIVAS DE UN CUCHILLO

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Está a tres pasos de nosotros. Antes de que me dé tiempo a escapar,
extiende las manos, me agarra por el cuello y me empuja contra el tronco de un árbol.
—¡Maldito pedazo de basura! —brama, y me presiona la garganta con los pulgares. Me revuelvo, trato de herirlo con el cuchillo, pero una de las correas de la mochila, que se me ha caído, se me engancha en el brazo y me lo retiene contra la áspera superficie del tronco, con lo que Aaron bien puede tomarse su tiempo para estrangularme cuanto quiera.
Tiene la cara destrozada de un modo tan abominable que sé que, si salgo
de esta, jamás la olvidaré. Los cocodrilos le han arrancado la oreja izquierda y gran parte de la mejilla. A través de la hendidura le veo las encías y los dientes, por no hablar del ojo izquierdo, que amenaza con salírsele de la órbita. Tiene más rajas en la barbilla y en el cuello, las ropas hechas jirones y sangre por todas partes, e incluso un diente de cocodrilo hincado en el hombro, medio descarnado.
Estoy bloqueando en busca del aire que me exigen los pulmones, y no te
imaginas lo mucho que duele la asfixia, cómo el mundo empieza a dar vueltas alrededor, la cabeza se nubla, se enloquece, y entonces concibo la estúpida idea de que Aaron, en realidad, no ha sobrevivido a los cocodrilos, sino que está tan furioso conmigo por haberse muerto que, desafiando las
leyes de la naturaleza, ha venido a matarme.
—¿De qué demonios te estás riendo? —aúlla, y noto que me salpican la
cara pequeñas partículas de sangre, saliva y carne. Me aprieta el cuello con
más fuerza, y ya es demasiado. Me acometen arcadas y espasmos, me fallan las fuerzas, la luz y el color de lo que me rodea se va fundiendo en un torbellino y siento que me estoy muriendo, que voy a morir.
—¡¡¡Aaaah!!! —De pronto, Aaron da un salto y me suelta. Caigo al suelo,
devuelvo todo lo que tengo en el estómago y, al fin, tomo una poderosa bocanada de aire que me hace toser durante un rato que se me hace infinito.
Levanto la vista y veo a Manchee, cuyas mandíbulas se han cerrado sobre el cráneo de Aaron como una tenaza de acero.
Buen perro.
Aaron aprisiona a Manchee con un brazo y lo lanza hacia los matorrales.
Oigo el golpetazo, un aullido y después:
—¿Todd?
Aaron gira sobre sí mismo y viene hacia mí, pero yo no puedo dejar de
mirarle el rostro, las espantosas heridas a las que nadie, pero nadie, podría haber sobrevivido.
A lo mejor sí que está muerto después de todo.
—¿Dónde está la señal? —inquiere con un tono de voz tomado por el
pánico, mirando alrededor.
¿La señal? La…
La niña.

Yo también miro. No está.
Aaron escudriña en una dirección y en la otra, y luego veo que oye lo
mismo que yo: los crujidos y chasquidos de un par de pies que corren, y, sobre todo, el silencio, que fluye hacia nosotros. Sin pensarlo dos veces, echa a correr y desaparece entre la maleza.
Y, así, me encuentro solo.
Así, sin más, como si yo no tuviera nada que ver con lo que sucede. Está
siendo un día verdaderamente absurdo.
—¿Todd? —Manchee se me acerca cojeando entre los matorrales.
—Estoy bien, compañero —respondo entre toses—. Estoy bien.
Con la frente apoyada en el suelo, me concentro en respirar mientras toso
y escupo una mezcla de saliva y vómito.
Sigo respirando trabajosamente, y entonces me asaltan ciertos
pensamientos, que me ocupan la mente sin que yo se lo pida.
Porque, a lo mejor, todo ha terminado, ¿no? Quizá hemos tocado el fondo de la cuestión, así de fácil. Vamos a ver. Evidentemente es la niña lo que Aaron persigue, sea lo que sea lo que quiera decir eso de «la señal».
Evidentemente, la niña es lo que todo el pueblo persigue, y por eso el jaleo
con el silencio en mi ruido. De modo que, si Aaron se la queda o, lo que es
lo mismo, si el pueblo se la queda, entonces ya está, ¿verdad? Asunto
zanjado. Que hagan lo que les plazca y que me dejen en paz, y así podré
regresar a mi casa y todo volverá a ser como antes. Vale, a la niña no creo
que le convenga mucho, pero quizá contribuya a ahorrarles a Ben y a Cillian un destino incierto.
Y También a mí.
Solo estoy pensando, ¿vale? Dándole al coco y nada más. Tal vez esto se
acabe tan rápido como empezó.
—Fin —murmura Manchee.
Pero en ese momento oigo un grito terrible, desgarrador, que, desde luego, me permite entender que la huida de la niña ha terminado mal, y esa
es mi elección, ¿o no?
El siguiente grito me llega un instante después, claro que yo ya estoy
corriendo sin siquiera pensar en lo que hago, desembarazándome de la
mochila, inclinándome un poco hacia delante, tosiendo y abriéndome paso
con el cuchillo.
Es sencillo seguirles la pista. Aaron ha arrollado los matorrales como lo
haría un buey, y su ruido barbulla y ruge, y, además, también está el silencio
de la niña, que percibo con nitidez, pese a los gritos que lo menoscaban.
Unos momentos más tarde, durante los que Manchee y yo corremos al
límite de nuestras fuerzas, llegamos, y las anteriores dudas se han
desvanecido de mi fuero interno. Aaron ha acorralado a la niña en una
charca no muy profunda, y la empuja hacia el tronco de un árbol. A pesar de que la agarra por las muñecas, ella presenta resistencia, patalea y lucha con él, si bien el terror que le barre el rostro es tal que a duras penas logro decir algo.
—Suéltala —la voz me chirría, pero nadie me oye. El ruido de Aaron
chirría con tanta intensidad que no estoy seguro de que un aullido
obtuviese mejores resultados. EL SANTO SACRAMENTO… LA
SEÑAL DE DIOS… EL CAMINO DE LA SANTIDAD… e imágenes de la niña en la iglesia, de la niña bebiendo el vino y comiendo la oblea, de la niña transformada en ángel.
De la niña siendo sacrificada.
Aaron le sujeta las muñecas con una sola mano y, con la otra, se quita el
cinturón y lo emplea para atárselas. La niña responde con patadas, pero él le abofetea la cara con el dorso de la mano.
—¡Déjala en paz! —insisto, elevando el tono de voz.
—¡Paz! —ladra Manchee, cojo aunque feroz. Este sí que es un buen
perro.

Doy un paso hacia delante. Aaron sigue dándome la espalda como si no
le importase mi presencia, como si ni siquiera me considerara una amenaza.
—¡Que la dejes marchar! —grito, y acto seguido tengo que toser. Aun
así, no hay respuesta. Aaron no se inmuta.
Voy a tener que hacerlo, voy a tener que hacerlo, ay, ay, ay, que voy a
tener que hacerlo.
Voy a matarlo.
Levanto el cuchillo.
Tengo el cuchillo levantado.
Aaron se da la vuelta, se da la vuelta como si alguien hubiese gritado su
nombre. Me ve frente a él, con el cuchillo en la mano, quieto como el idiota desdichado que soy, y sonríe, y, oye, hay que ver, no sabes lo espantosa que puede ser una sonrisa en una cara tronzada.
—El ruido te delata, joven Todd —me dice, soltando a la niña, que está
atada y dolorida y no hace intentos de escapar. Aaron avanza un paso.
Reacciono retrocediendo otro paso (cállate, por favor, cállate).
—El alcalde se disgustará cuando sepa de tu prematuro abandono del
mundo terrenal, chico —afirma Aaron, dando un paso más. Lo imito, y el cuchillo sigue en el aire, inútil—. Sin embargo, Dios prescinde de los
cobardes —agrega—, ¿no crees, muchacho?
Rápido como el rayo, me da un golpe en el brazo y me arranca el cuchillo,
que sale despedido, y después me propina un puñetazo en la cara. Como consecuencia, me caigo de espaldas y me hundo en el agua. Una vez allí, noto que se pone de rodillas sobre mi pecho y que, para rematar la faena, me aprieta el cuello con ambas manos, pero, teniendo en cuenta que tengo la cabeza sumergida, esta vez no será necesario que se esfuerce demasiado.
Forcejeo, pero sé que he fracasado. He fracasado. Tenía una oportunidad
y la he desperdiciado, así que me lo merezco, y, aunque siga forcejeando, las fuerzas no me asisten y noto que se acerca el final, noto que me estoy rindiendo.
Me rindo.
Me he rendido.
En ese instante, mis manos tantean una roca en el agua.
¡Crac! La levanto y, en un abrir y cerrar de ojos, la estrello contra el
costado de la cabeza de Aaron.
¡Crac! Un golpe más.
¡Crac! Y otro.
Noto que se le afloja el cuerpo, que se derrumba; medio ahogado, levanto
la cabeza y logro sentarme, pero todavía vuelvo a darle con la roca en la cabeza. Él se queda estirado en el agua, muy quieto, con los dientes
asomando por la raja que le cruza la cara. Tosiendo y escupiendo, encuentro fuerzas para embestirlo, pero él se queda ahí y se va hundiendo poco a
poco.
A pesar de que la garganta me escuece como sise me hubiese partido por
la mitad, expulso el agua y aspiro aire sin demasiada dificultad.
—¿Todd? ¿Todd? ¿Todd? —dice Manchee, a mi lado, lamiéndome y
ladrando como un cachorrito. Como todavía no puedo hablar, le rasco entre las orejas.
Entonces, ambos percibimos el silencio y, al levantar los ojos, vemos a la niña, quien, con las manos atadas, está a unos metros de nosotros.
Tiene el cuchillo entre los dedos.
Me quedo inmóvil durante un segundo, y Manchee gruñe, pero
enseguida comprendo. Tras recuperar el aliento, alargo un brazo, agarro el
cuchillo y le corto el cinturón que le muerde las muñecas. Callada, sin dejar de mirarme, lo tira y se frota las rozaduras.
Se ha dado cuenta. Sabe que me he salvado por pura casualidad.
«Maldita sea», pienso, «maldita sea».
Ella mira el cuchillo. Luego observa a Aaron, que yace en el agua.
Todavía respira. Regurgita agua, pero respira.
Aprieto el mango del cuchillo. La mirada de la niña se debate entre el
cuchillo, Aaron y yo mismo.
¿Me lo está pidiendo? ¿Me está pidiendo que lo haga? Aaron está
indefenso y tal vez acabe por ahogarse.
Y yo tengo un cuchillo.
Me pongo de pie, un súbito mareo me hace caer y me vuelvo a levantar.
Camino hacia Aaron. Alzo el cuchillo. Una vez más.
Advierto que la niña contiene el aliento.
—¿Todd? —ladra Manchee.
Y el cuchillo ya se encuentra sobre Aaron. Vuelvo a tener una
oportunidad. De nuevo, el cuchillo está suspendido en el aire.
Podría hacerlo. Nadie en todo el Nuevo Mundo tendría motivos para
culparme. Estaría en mi derecho.
Podría hacerlo, sí.
Pero un cuchillo no es solamente un objeto, ¿verdad? Es una elección
entre alternativas. Sí o no, cortar o no cortar, matar o no matar. Un cuchillo
recoge la decisión que tomes y la convierte en un hecho real, tangible, que ya no puede remediarse.
Aaron va a morir. Tiene la cara desgarrada, y la cabeza, que ha recibido fuertes golpes, se le va hundiendo en el agua sin que él intente levantarse.
Ha intentado matarme, ha querido matar a la niña, ha montado un lío
espantoso en el pueblo, ha sido él, sin duda, el que ha enviado a Prentiss a
la granja y, por tanto, es a él a quien hay que responsabilizar de la suerte
que hayan corrido Ben y Cillian. Merece morir. Lo merece.
Pero no consigo hacer que el cuchillo ponga punto y final.
¿Quién soy yo?
Todd Hewitt.
Soy la criatura más insignificante, minúscula y superflua del género humano.
No puedo hacer esto.
«Maldita sea», pienso.
—Vamos —le digo a la niña—. Tenemos que salir de aquí.

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