NO LO PIENSES

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Cillian llega a todo correr, pero Ben se le adelanta y le grita:
—¡No lo pienses!
Luego se vuelve hacia mí.
—No lo pienses tú tampoco. Tápalo con el ruido. Escóndelo.
Escóndelo lo mejor que puedas. —Me ciñe los hombros con las manos y me aprieta tanto que logra ponerme aún más nervioso.
—¿Qué está pasando? —digo.
—¿Viniste atravesando el pueblo? —me pregunta Cillian.
—Claro que vine atravesando el pueblo —le espeto—. ¿Qué otro maldito camino pude haber seguido?
El gesto de Cillian se endurece, pero ello no se debe a que le haya
sentado mal mi contestación, sino al miedo, un miedo que oigo gritar en el ruido. Nadie me reprocha mis malos modos, lo que me hace temer algo terrible. Manchee se ha puesto a ladrar como un loco:
—¡Cillian! ¡Silencio! ¡Maldito! ¡Todd!
Sin embargo, ninguno de nosotros se molesta en hacerlo callar. Cillian
mira a Ben.
—Ha llegado el momento.
—Lo sé —contesta Ben.
—¿Qué pasa? —pregunto, exaltado—. El momento ¿de qué? —Me doy la
vuelta y los miro a los dos.
Ben y Cillian intercambian una mirada y luego me observan.
—Tienes que marcharte de Prentisstown —afirma Ben.
Escudriño las expresiones de ambos, pero su ruido no revela más que una
desazón cuya naturaleza desconozco.
—¿Como que tengo que marcharme de Prentisstown? —inquiero—. En el
Nuevo Mundo no hay otro lugar que no sea Prentisstown.
Vuelven a mirarse entre ellos.
—¡Dejad de miraros de una vez! —protesto.
—Vamos —dice Cillian—. Ya te hemos preparado la mochila.
—¿Ycómo es posible que me hayáis preparado la mochila?
Cillian le dice a Ben:
—Es probable que no tengamos mucho tiempo.
Y Ben le dice a Cillian:
—Puede bajar por el río.
YCillian le dice a Ben:
—Ya sabes lo que eso implica.
Y Ben le dice a Cillian:
—Sí, pero el plan sigue siendo el mismo.
—¡Qué puñetas está ocurriendo! —rujo, pero claro que no he dicho
«puñetas», sino algo peor; entiendo que, dadas las circunstancias, las
palabras malsonantes son las más apropiadas—. ¡Y qué puñetas es ese
plan!
Pese a ello, no se alteran.
Ben baja la voz, y comprendo que trata de poner un poco de orden en su
ruido.
—Es muy, muy importante que borres de tu ruido lo que sea que haya
ocurrido en la ciénaga, ¿comprendes? —dice.
—¿Por qué? ¿Es que los zulas vienen a matarnos a todos?
—¡No lo pienses! —tercia Cillian—. Ocúltalo, tenlo guardado en lo más
hondo hasta que te encuentres lo bastante lejos del pueblo como para que nadie pueda oírlo. Y ahora, ¡vámonos de una vez!
Y echa a correr hacia la casa, a correr como si se lo llevaran los diablos.
—¡Venga, Todd! —dice Ben.
—Primero quiero una explicación.
—Ya tendrás tu explicación —contesta Ben, tirando de mí—; sabrás más
de lo que nunca quisiste saber.
Y es tanta la pesadumbre de su voz que opto por callarme y seguirlo.
Manchee nos pisa los talones sin dejar de ladrar.
Cuando llegamos a la parte trasera de la casa, me asalta la idea de que…
No sé de qué. De un ejército zulaque saliendo del bosque. De los
hombres del alcalde Prentiss formando y sacándoles brillo a sus armas. De nuestra casa incendiada, derrumbándose. ¡Yo qué sé! Ben y Cillian no sueltan prenda, mis propios pensamientos bullen como la lava de un volcán y los ladridos de Manchee se suceden sin dar un respiro, de manera que ¿cómo entender algo en medio del jaleo?
Con todo, no vemos a nadie. La casa, nuestra casa, está en calma, como
siempre. Cillian traspone la puerta trasera, corre a la pequeña sala de rezos, que nunca utilizamos, y empieza a retirar los tablones del suelo. Ben se encamina a la despensa, en donde llena un saco de tela con alimentos deshidratados y frutas, y después va al baño y coge un botiquín, que también va a parar al saco.
Yo me quedo quieto como un bobo, preguntándome qué demonios
Ocurre Sé lo que estás pensando: ¿cómo es posible que no lo sepa si durante todo el día, cada día, oigo los pensamientos de esos dos hombres que se encargan de llevar la casa en la que vivo? Sin embargo, así es. El ruido es solo eso, ruido. Es estruendo y runrún, es una prodigiosa mezcla de sonidos que, en muchas ocasiones, no permite sacar nada en limpio. La
mente de los hombres suele embrollarse, y el ruido actúa como la cara visible, el testigo patente de ese desorden. Contiene certezas, creencias,
imaginaciones, fantasías y, al tiempo, todo lo contrario, y a pesar de que la
verdad también esté en él, ¿cómo distinguirla de la falacia si la una y la otra se entretejen en el ruido?
El ruido es un hombre sin filtrar, y un hombre sin filtrar es un caos
andante.
—No pienso marcharme —anuncio, mientras ellos se afanan. No me
hacen caso—. ¡Que no me marcho! —insisto cuando Ben pasa junto a mí
para ir a la sala de rezos a ayudar a Cillian a levantar los tablones.
Después de un rato, Cillian saca de debajo del suelo una vieja mochila
que yo creía perdida. Ben la abre y, mientras examina el interior, distingo que allí hay ropa mía y algo que parece un…
—¿Es eso un libro? —pregunto—. Se suponía que que masteis los libros
hace mucho.
Pero ellos hacen oídos sordos, como si yo no hubiese hablado. Ben toma
el objeto entre las manos y advierto que no es un libro, sino, más bien, una especie de diario forrado de cuero cuyas páginas, que Ben hojea, son de color crema y están llenas de líneas de texto escritas a mano.
Ben cierra el diario con gesto solemne, lo envuelve en una bolsa de
plástico para protegerlo y lo introduce en la mochila.
Ambos se dan la vuelta y me miran.
—No voy a ninguna parte —afirmo.
Alguien da un golpe en la puerta principal.Durante un instante, nos quedamos callados, paralizados. Manchee, que adolece de una incontrolable necesidad de expresarse, acaba ladrando:
—¡Puerta!
Cillian lo sujeta por el collar con una mano y por el pelo con la otra, y lo
hace callar. Sin saber de qué manera obrar, nos miramos los unos a los otros.
La puerta sufre una nueva sacudida y una voz atraviesa las paredes.
—Sé que estáis ahí.
—Maldita sea —dice Ben.
—El puñetero Davy Prentiss —deplora Cillian.
El Señor Prentiss Junior. El defensor de la ley.
—¿No os dais cuenta de que oigo vuestro ruido? —pregunta el señor
Prentiss Junior desde el otro lado de la puerta—. Benison Moore. Cillian
Boyd. —La voz hace una pausa—. Todd Hewitt.
—Bueno, pues se acabó el esconderse —afirmo, cruzándome de brazos,
todavía molesto por la confusión.
Cillian y Ben se miran de nuevo, y luego Cillian suelta a Manchee, nos
ordena al perro y a mí que nos quedemos donde estamos y va hacia la puerta. Ben agarra el saco de tela, lo mete en la mochila y la cierra. Me la acerca.
—Ponte esto —susurra.
Hago ademán de desobedecer, pero él me lanza una mirada muy seria y
decido hacer como dice. La mochila pesa una tonelada.
Oímos que Cillian abre la puerta principal.
—¿Qué quieres, Davy?
—¡Para ti soy el sheriff Prentiss, Cillian! —responde el señor Prentiss
Junior.
—Estamos comiendo, Davy —arguye Cillian—. Vuelve más tarde.
—Me parece que no. He venido a conversar con el joven Todd.
Ben me mira, consternado.
—Todd tiene mucho que hacer en la granja —explica Cillian—. A juzgar
por lo que oigo, diría que en este momento está saliendo por la otra puerta.
Esa es una señal para que Ben y yo nos pongamos en marcha, claro. No
obstante, me empeño en oír lo que ocurre y desatiendo los gestos de Ben, que me ordenan dirigirme hacia la puerta trasera.
—¿Me tomas por tonto? —inquiere elseñor Prentiss Junior.
—¿De verdad quieres que te conteste, Davy?
—Detecto ruido a pocos metros de ti. Ben también está en casa. —Su voz
cambia de tono—. Solo quiero hablar con el muchacho. No es por nada
importante.
—En ese caso, ¿por qué has traído un rifle, Davy? —pregunta Cillian, y
Ben, tal vez en un acto reflejo, me agarra el hombro.
Tanto la voz como el ruido del señor Prentiss Junior experimentan un
nuevo cambio.
—Tráelo aquí, Cillian. Ya sabes por qué he venido. Al parecer, el
muchacho, a buen seguro que sin proponérselo, ha estado paseándose por el pueblo y dejando rumores tras de sí. Tan solo queremos saber de qué se trata; eso es todo.
—¿Queréis? —inquiere Cillian.
—El excelentísimo alcalde desea mantener una charla con el joven Todd.
—El señor Prentiss Junior alza la voz—. Vais a salir de ahí de una vez, ¿me
oís? No hay ningún problema. Será solo una conversación amistosa.
Ben hace un gesto con la cabeza y comprendo que no debo oponerme.
Empezamos a caminar hacia la puerta trasera con suma cautela, pero
Manchee ha estado callado más tiempo del que puede soportar.
—¿Todd? —ladra.
—¿No estaréis pensando en escurriros por la puerta de atrás, verdad? —
pregunta elseñor Prentiss Junior—. ¡Aparta de en medio, Cillian!
—Sal de mi propiedad, Davy —le espeta Cillian.
—¡No voy a repetírtelo!
—Diría que ya me lo has repetido al menos en tres ocasiones, Davy, así
que, si se trata de una amenaza, creo que queda claro que no conseguirás
nada con ella.
Se produce una pausa, pero el ruido de ambos sube de volumen, y Ben y
yo sabemos que algo está a punto de suceder. Acto seguido, se
desencadenan los acontecimientos: oímos un fuerte golpe y luego, casi al
instante, otros dos, con lo que Ben, Manchee y yo echamos a correr hacia la cocina. Cuando llegamos, todo ha terminado. El señor Prentiss Junior yace en el suelo sujetándose la boca, que sangra en abundancia. Cillian,
que le ha arrebatado el rifle, lo encañona.
—¡He dicho que abandones mi propiedad, Davy! —dice.
Tapándose la ensangrentada boca, el señor Prentiss Junior le dedica una
mirada fugaz y luego repara en nosotros. Como ya he dicho, es apenas dos años mayor que yo y le cuesta decir una frase sin tartamudear, pero, con todo, ya ha alcanzado la mayoría de edad y, nos guste o no, es nuestro
sheriff.
La sangre le embadurna esa mínima franja de vello que él denomina
bigote y que el resto preferimos no nombrar.
—Eres consciente de que esto confirma nuestras sospechas, ¿verdad? —
Escupe sangre y también un diente, que cae en el suelo—. No vamos a
detenernos. —Me mira a los ojos—. Has encontrado algo, ¿no es cierto,
muchacho?
Cillian sitúa el cañón del rifle frente a la cabeza del señor Prentiss Junior.
—¡Fuera! —le ordena.
—Tenemos planes para ti, chico. —El señor Prentiss Junior me sonríe y
se pone en pie—. El último niño del pueblo. Solo te falta un mes, ¿no?
Miro a Cillian, pero este se limita a amartillar el arma para manifestar sus intenciones de manera inequívoca.
—Volveremos a vernos. —Finge firmeza, pero la voz se le quiebra; sale corriendo hacia el pueblo tan rápido como puede.
Cillian cierra la puerta con fuerza.
—Todd tiene que irse ahora. Por la ciénaga.
—Sí —dice Ben—. Tenía la esperanza de que…
—Yo también —interrumpe Cillian.
—¡Eh, eh! —me quejo—. No voy a volver a la ciénaga. ¡Allí están los
zulaques!
—Procura dominar tus pensamientos y mantenerlos a raya —me aconseja
Cillian—. Es muy importante que hagas lo que te digo.
—¡Claro! Dado que no sé nada, no me va a costar mucho esfuerzo —
ironizo—. ¡No voy a moverme de aquí mientras no me digáis qué está
pasando!
—Todd…—dice Ben.
—Van a volver, Todd —interviene Cillian—. Davy Prentiss va a regresar y no vendrá solo. Nos va a ser difícil protegerte.
—Pero…
—¡Basta de discusión! —grita Cillian.
—Vamos, Todd —me anima Ben—. Manchee irá contigo.
—Ah, qué bien. Así ya no tendré de qué preocuparme —digo.
—Todd —dice Cillian; lo miro y veo que su actitud ha cambiado un poco.
Hay algo distinto en su ruido, una tristeza que se asemeja al dolor—. Todd
—repite, y entonces, de pronto, me abraza con brusquedad. Me lastimo el labio con su ropa, suelto un quejido y me aparto.
—Es probable que nos odies por esto, Todd —me explica—, pero ten en
cuenta que lo hacemos porque te queremos, ¿lo entiendes?
—No —respondo—, no lo entiendo. No entiendo nada.
Cillian, como siempre, no presta atención a lo que estoy diciendo. Se
levanta y le dice a Ben:
—Vamos, idos. Los retendré tanto como pueda.
—Regresaré por un camino diferente —responde Ben—. A ver si logro
que sigan el rastro equivocado.
Se dan la mano, y luego Ben me mira y dice:
—En marcha —y, mientras tira de mí hacia la puerta trasera, veo que
Cillian sostiene el rifle y capto en su expresión y en su ruido, en toda su
pose, un gesto que interpreto como un adiós, un adiós sentido y
emocionado, como si esta fuese la última vez que espera verme, y entonces abro la boca para decirle algo, pero la puerta se cierra y dejo de verlo.

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