BEN Y CILLIAN

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—¿Puedes explicarme dónde has estado? —pregunta Cillian al vernos a Manchee y a mí en el sendero de gravilla. Está acostado en el suelo, junto a nuestro pequeño generador de fisión, frente a la casa, arreglando la avería de turno. Tiene grasa en los brazos e irritación en el rostro, y su ruido zumba como una abeja enloquecida, lo cual, pese a que todavía no pueda decirse
que he llegado a casa, basta para que empiece a enfadarme.
—Fui a la ciénaga por las manzanas que me pidió Ben —le explico.
—Con todo el trabajo que tenemos, el muchacho va y sale a jugar. —
Vuelve a mirar el generador y, tras oír un sonido metálico, añade—: ¡Maldito trasto!
—¡No he ido a jugar, por si no lo sabes! —protesto, casi a gritos—. ¡Ben quería manzanas, así que fui a buscarle las condenadas manzanas!
—Ya —contesta Cillian, cuyos ojos se centran en mí de nuevo—. Y
entonces, ¿dónde están esas manzanas?
Advierto que, en efecto, no traigo manzanas. No me acuerdo de haberme deshecho de la bolsa, pero supongo que debí de tirarla al suelo cuando…
—Cuando ¿qué? —inquiere Cillian.
—Deja de escuchar lo que pienso —rezongo.
Profiere el suspiro característico en él y allá va la retahíla:
—No es que te exijamos mucho, Todd…
Mentira.
—…pero no podemos llevar la granja nosotros solos.
Verdad.
—Ya Un en el caso de que alguna vez lograras acabar tus tareas, cosa que
nunca sucede…
Otra mentira; me tienen esclavizado.
—… seguiríamos teniendo problemas para abarcar todo lo que ha de
hacerse, ¿no te parece?
Otra verdad. El pueblo ya no puede crecer más. Irá menguando sin
remedio, y nadie vendrá a ayudarnos.
—Presta atención cuando te hablo —dice Cillian.
—¡Atención! —ladra Manchee.
—Calla —le ordeno.
—No le hables así al perro —me reconviene Cillian.
«No le hablaba al perro», pienso, alto y claro para que lo oiga.
Cillian me clava la mirada y yo se la clavo a él; como siempre, nuestro
ruido enrojece, se carga de disgusto y exasperación. Nunca me he llevado
bien con Cillian. Ben desempeña el papel amable mientras que Cillian se
encarga de las regañinas, que se vuelven insoportables a medida que se acerca el día en que por fin me haré un hombre. Entonces no tendré que aguantarlas.
Cillian cierra los ojos y aspira aire por la nariz.
—Todd —dice, aumentando el volumen de la voz.
—¿Dónde está Ben? —pregunto. Su expresión se endurece.
—Las ovejas paren la semana que viene, Todd.

—¿Dónde está Ben? —insisto, impertérrito.
—Ve a dar de comer a las ovejas y a meterlas en el aprisco, y luego quiero
que repares la entrada del campo del este de una vez por todas, ¿estamos,
Todd Hewitt? Ya te lo he pedido al menos en dos ocasiones.
Planto los talones en elsuelo.
—Y bien, Todd, ¿cómo te ha ido en la ciénaga? —digo con todo el
sarcasmo del que soy capaz—. Pues de maravilla, Cillian. Gracias por
preguntármelo. ¿Viste algo interesante por allá, Todd? Pues qué curioso que me lo preguntes, Cillian, porque estoy seguro de que vi algo que explica este corte en el labio sobre el que, por cierto, no has dicho nada, ¡pero supongo que la respuesta tendrá que esperar hasta que las ovejas hayan comido y yo haya arreglado la puñetera valla!
—Cuida tu lenguaje —dice Cillian—. No tengo tiempo para tonterías. Ve a
ocuparte de las ovejas.
Aprieto los puños y me saco de la garganta un sonido gutural con el que espero que Cillian comprenda que no soporto su tozudez ni un segundo más.
—¡Vamos, Manchee! —digo.
—¡Las ovejas, Todd! —grita Cillian mientras me alejo—. Primero, las
ovejas.
—Sí, ahora va con las malditas ovejas —murmuro. Enervado, acelero el
paso, y Manchee, que percibe el estruendo que me recorre el cuerpo,
empieza a excitarse.
—¡Ovejas! —ladra—. ¡Ovejas, ovejas, Todd! ¡Ovejas, ovejas, silencio,
Todd! ¡Silencio, silencio en la ciénaga, Todd!
—Cierra el pico, Manchee —contesto.
—¿Cómo? —inquiere Cillian, y hay algo en su voz que nos hace darnos
la vuelta. Está sentado al lado del generador, observándonos con expresión atenta, y el ruido que sale de él apunta hacia nosotros como un láser.
—¡Silencio, Cillian! —ladra Manchee.
—¿Qué significa eso de «silencio»? —Los ojos y el ruido de Cillian me
examinan de arriba abajo.
—¿Qué importa? —Le doy la espalda—. Primero debo ir a alimentar a las
ovejas de marras.
—¡Espera, Todd! —exclama, pero entonces el generador emite un pitido y él se lamenta—: ¡Diablos! —Tiene que centrar su atención en el aparato, y yo percibo todo tipo de interrogantes en el ruido que me persigue, cada vez más débiles mientras me adentro en los campos.
«¡Que se vaya al cuerno!», pienso, más o menos con esas palabras y con
otras peores al tiempo que camino a grandes trancos. Vivimos al noreste del pueblo, a un kilómetro aproximadamente, y dedicamos la mitad de la granja a
las ovejas y la otra mitad al trigo. El trabajo que exige el trigo es más duro, de modo que Ben y Cillian se ocupan de él en su mayor parte. En cuanto a mí, atiendo a las ovejas desde que crecí lo bastante para superarlas en estatura. Pero, claro, me refiero a mí y no a Manchee, porque uno de los pretextos que me dieron al regalármelo fue que podía educarlo como perro pastor, lo que, por motivos obvios —hablo de la estupidez supina que lo
caracteriza—, no ha resultado como se esperaba.
Las alimento, les doy agua, las esquilo, asisto los partos, e incluso,
cuando es necesario, las castro y las sacrifico, nada menos. Somos una de
las tres explotaciones que producen carne y lana en el pueblo; antes éramos una de las cinco y pronto seremos una de las dos, ya que, aquejado de cierto problema relacionado con el consumo de alcohol, el señor
Marjoribanks va a morir un día de estos. Cuando eso ocurra,
incorporaremos su rebaño al nuestro. Mejor dicho, incorporaré su rebaño al nuestro, tal como hice cuando desapareció el señor Gault hace dos
inviernos, y entonces habrá más ovejas que sacrificar, castrar, esquilar y encerrar en el redil en el momento oportuno. ¿Y me darán las gracias por
todo? Qué va.
«Me llamo Todd Hewitt —pienso sin ninguna gana de acallar mi ruido—,
y soy casi un hombre.»
—¡Ovejas! —dicen las ovejas cuando me ven pasar por el campo en el
que se encuentran, pero no me detengo—. ¡Ovejas! —insisten, viéndome alejarme—. ¡Ovejas! ¡Ovejas!
—¡Ovejas! —ladra Manchee.
—¡Ovejas! —responden ellas, balando.
Las ovejas tienen aún menos que decir que los perros.
He estado rastreando la granja en busca del ruido de Ben y lo he
localizado en la esquina de uno de los campos de trigo. La siembra ya ha
terminado y aún faltan meses para la siega, de manera que, de momento, no hay mucho que hacer con el trigo, solo comprobar que todos los
generadores, el tractor de fisión y las trilladoras eléctricas estén en buen
estado. Quizá creas que, siendo así, alguien me podría echar una mano con las ovejas, pero te equivocas.
El ruido de Ben es un murmullo suave que nace al lado de uno de los
aspersores del sistema de irrigación, así que giro hacia allí y cruzo el campo.
Ese ruido no se parece nada al de Cillian. Es más tranquilo y claro y, a pesar de que el ruido sea invisible, si pudieras verlo, comprobarías que el de Cillian tiende al color rojo y que el de Ben alterna entre el azul y el verde.
Son muy diferentes entre sí, Ben y Cillian, como el fuego y el agua.
Antes de la partida hacia el Nuevo Mundo, mi madre era muy amiga de
Ben, y ambos pertenecían a la Iglesia en el momento en que se planteó la
posibilidad de partir y fundar un nuevo asentamiento. Mamá convenció a papá, y Ben convenció a Cillian, y una vez que las naves tomaron tierra y el
asentamiento comenzó a funcionar, mis padres se dedicaron a criar ovejas en una granja cercana a la de Ben y Cillian, quienes optaron por el trigo, y todo iba bien, lucía el sol y los hombres y las mujeres cantaban canciones,vivían, amaban, nunca se enfermaban y nunca, nunca se morían.
Esa es la historia que cuenta el ruido, conque ¿cómo saber hasta qué
punto confiar en su veracidad? Porque después, cuando nací, todo cambió.
Los zulas propagaron el germen que mató a las mujeres, mis padres
murieron, se desencadenó la guerra, los hombres la ganaron y, más allá de
eso, poco queda por decir del curso de los acontecimientos en el Nuevo
Mundo. En aquellos tiempos, yo era un bebé y, por supuesto, no me
enteraba de nada, pero había otros muchos bebés, y los hombres, de
pronto, tuvieron que hacerse cargo de todos nosotros, de los bebés y de
los niños. Murieron muchos, pero yo me cuento entre los afortunados que
sobrevivieron gracias a que Ben y Cillian no dudaron en darme de comer, cuidarme, educarme y, en general, hacer posible que siguiese con vida.
Es decir, que podría decirse que soy como su hijo. Bueno, más que
«como su hijo», pero no «su hijo» en sentido estricto. Ben dice que Cillian
discute conmigo porque le importo mucho, pero, si eso es así, opino que
tiene una manera de demostrarlo bastante curiosa y, sobre todo, desde mi punto de vista, bastante alejada del afecto o el cuidado.
En todo caso, Ben pertenece a una clase de hombres que en nada se
parecen a Cillian y que, por cierto, no abundan en Prentisstown. De los
ciento cuarenta y cinco hombres de este pueblo, entre los que incluyo a los que acaban de alcanzar la madurez, e incluso, aunque en menor grado, a Cillian, no hay uno solo que me merezca más que indiferencia en el mejor de
los casos y odio en el peor, y, como prefiero evitar el odio, me paso la mayor parte del tiempo ingeniándomelas para pasar inadvertido.
Excepto en lo que hace a Ben, de quien no puedo decir mucho sin caer en la sensiblería, la tontada y la puerilidad, y, por tanto, guardo silencio, a no ser para indicar que, si te levantaras un día y tuvieras que elegir, si alguien
te dijese «Hale, chico, escoge a quien te parezca», entonces Ben no sería,
desde luego, la peor opción.

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