PRENTISSTOWN

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Abandonamos la ciénaga y deshacemos el camino hacia el pueblo; el mundo se ha vuelto de color negro, y el sol no puede hacer nada para remediarlo. Mientras atravesamos los campos, ni siquiera Manchee tiene ánimos para ladrar. El ruido que sale de mi interior se agita y burbujea como agua hirviendo, tanto que me veo en la obligación de parar a relajarme un minuto.
El silencio es algo que no existe. Ni aquí ni en ninguna parte. El ruido no
cesa mientras duermes o cuando estás solo, jamás.
«Me llamo Todd Hewitt», pienso cerrando los ojos. «Tengo doce años y
doce meses de edad. Vivo en Prentisstown, en el Nuevo Mundo. Dentro de un mes justo, seré un hombre».
Es un método que Ben me enseñó para reconducir y aplacar el ruido
propio. Cierras los ojos y, con toda la calma y la claridad posibles, te dices a
ti mismo quién eres, porque eso es lo que se te pierde en medio del ruido.
«Soy Todd Hewitt.»
—Todd Hewitt —murmura Manchee, a mi lado. Tomo aire y abro los ojos.

Ese soy yo. Todd Hewitt.
A través de campos incultos, remontamos la pendiente que nos aleja del río y la ciénaga hasta llegar al alto en donde, durante una etapa tan breve como inútil, funcionó la escuela del pueblo. Antes de que yo naciera, los niños recibían la educación que sus madres les daban en el hogar y, cuando solo quedaron hombres y niños, nos contentamos con ver vídeos y seguir cursillos hasta que el alcalde Prentiss ilegalizó tales prácticas por considerarlas «nocivas para la disciplina mental».
Porque, claro, el alcalde Prentiss considera que sus puntos de vista son
más importantes que los de los demás.
Así que, durante medio año, todos los niños se reunieron bajo la
cariacontecida mirada del señor Royal para asistir a clase aquí, en un
cobertizo apartado del ruido del pueblo. Todo fue en vano. Es imposible enseñar algo en un aula repleta de niños que hacen ruido y mucho menos llevar a cabo exámenes, sean del tipo que sean. Copias aunque no te lo
propongas, y es improbable que alguien no quiera copiar.
Y entonces, un día, el alcalde Prentiss decidió quemar todos los libros;
pero todos y cada uno, incluso los que los hombres guardaban en sus
casas, pues, por lo visto, también los libros eran nocivos, y, dadas las
circunstancias, el señor Royal, un hombre blando que se había endurecido a base de beber whisky en clase, se rindió, se hizo con una pistola y puso fin a su vida y, de paso, a nuestras clases.
En casa, Ben me enseñó lo que me quedaba por aprender: mecánica,
cocina, a remendar ropa, los fundamentos de la agricultura y cosas así.
También me dio muchos consejos sobre supervivencia, como, por ejemplo, cómo cazar, qué frutos comer, cómo guiarse siguiendo las lunas, de qué modo usar una pistola o un cuchillo, cuál es el mejor remedio contra las mordeduras de serpiente o cómo acallar el ruido propio de la manera más efectiva.
Quiso, además, enseñarme a leer y escribir, pero el ruido me delató y, a
modo de represalia, el alcalde Prentiss tuvo encerrado a Ben durante una
semana, con que ahí se acabó mi acercamiento a los libros, y, como tengo otras muchas cosas que estudiar y labores de la granja de las que ocuparme
a diario, no he podido aprender a leer tan bien como quisiera.
Importa poco. Nadie va a escribir un libro en Prentisstown.
Manchee y yo dejamos atrás la escuela, superamos el pequeño alto y,
tras virar al norte, nos encontramos con el pueblo en sí. No queda mucho de lo que fue. Una tienda, en lugar de las dos que había. Un bar, en vez de dos.
Una clínica, una cárcel, una gasolinera fuera de servicio, una casa grande
para el alcalde y una comisaría de policía. Y La iglesia. También, atravesando el centro, un corto tramo de calle cuyo asfalto, que data de hace tiempo y que jamás se reparó, se degrada rápidamente. Las casas y demás se diseminan por doquier, y también las granjas, o las que debieron de ser granjas alguna vez; algunas se conservan, otras están abandonadas, y las hay que están peor que abandonadas.
Y eso es, en suma, Prentisstown. La población consta de ciento cuarenta
y siete individuos y no deja de descender. Se compone de ciento cuarenta y seis hombres y uno que es casi un hombre.
Ben dice que había otros asentamientos en el Nuevo Mundo, que todas las naves aterrizaron más o menos al mismo tiempo, diez años antes de que yo naciera, pero que, cuando empezó la guerra contra los zulas, estos liberaron los gérmenes y los asentamientos desaparecieron del mapa; todos excepto Prentisstown, que logró sobrevivir a duras penas gracias a las dotes militares del alcalde Prentiss, una pesadilla andante a quien, pese a
todo, hay que agradecerle que sigamos existiendo en un gran mundo
carente de mujeres que no tiene nada que aportar por sí mismo, que sigamos viviendo en un pueblo de ciento cuarenta y seis hombres que se va muriendo un poco más cada día.
Porque hay hombres que no pueden soportarlo, como es lógico. Algunos
se quitan de en medio, como el señor Royal, o sencillamente se evaporan,
como el señor Gault, nuestro antiguo vecino, que se encargaba de la otra
granja de ovejas, o el señor Michael, nuestro segundo mejor carpintero, o el señor Van Wijk, a quien dejamos de ver el día en que su hijo se hizo hombre.
No es tan infrecuente. Si la existencia se circunscribe a un pueblo ruidoso y
sin futuro, es normal que sientas la necesidad de marcharte, a pesar de que
no tengas otro sitio al que ir.
Cuando un casi hombre como yo contempla el pueblo, puede oír el ruido de los ciento cuarenta y seis hombres que aún lo habitan. Los oigo a todos, hasta al último de ellos. Su ruido se abalanza sobre la colina como una tormenta, como un incendio, como un monstruo tan grande como el cielo que se te echa encima sencillamente porque no tiene otra cosa que hacer.
Así son las cosas. Así es cada minuto, cada día de esta estúpida y
apestosa vida en este pueblo estúpido y apestoso. De nada sirve taparse
los oídos:

 De nada sirve taparse los oídos:

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