LO QUE SABÉS

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—Te llevaré al río —me explica Ben mientras atravesamos los campos a
toda velocidad por segunda vez esta mañana—. Síguelo hasta llegar a la
ciénaga.
—Por ahí no hay sendero, Ben —respondo—; solo cocodrilos. ¿Quieres que me mate?
Me lanza una mirada cargada de intención, pero sigue corriendo.
—Es el único camino, Todd.
—¡Cocodrilos! ¡Ciénaga! ¡Silencio! ¡Caca! —ladra Manchee.
Doy por concluido mi intento de saber qué ocurre, puesto que nadie
parece dispuesto a responderme, y, mientras avanzo, observo las ovejas,
que todavía no están en el aprisco y que tal vez jamás vuelvan a él.
—¡Ovejas! —gritan al vernos pasar.
Continuamos hasta el granero principal, recorremos uno de los canales de irrigación y doblamos a la derecha por uno de los cauces secundarios, que nos conduce al lindero del bosque, el cual, podríamos decir, se extiende por el resto del planeta.
Ben calla hasta que llegamos a la línea de árboles.
—En la mochila tienes bastante comida, pero debes racionarla y
aprovecharla al máximo. Aliméntate con los frutos y la caza que encuentres.
—¿Cuánto tiempo tengo que andar por ahí? —pregunto—. ¿Cuánto debo
aguardar antes de emprender el regreso?
Ben se detiene entre los árboles. El río se encuentra a unos treinta metros,
y se distingue perfectamente el fragor de las aguas, que, en ese tramo, se
despeñan por la ladera hasta desembocar en la ciénaga.
De súbito, se me antoja que este es el lugar más solitario del mundo.
—No vas a volver, Todd —murmura Ben—. No puedes volver.
—¿Por qué no? —inquiero con un hilo de voz, semejante a un maullido
de gato asustado—. ¿Qué he hecho, Ben?
Él se me acerca.
—No has hecho nada, Todd. De verdad, nada de nada. —Me da un gran abrazo, y noto, una vez más, una sensación opresiva en el pecho, mezcla de confusión, miedo y furia.
Esta mañana me levanté en el lugar de siempre, sin que nada hubiera
cambiado, y ahora, heme aquí, obedeciendo a Ben y a Cillian, que me piden que me vaya y actúan como si yo no fuese yo; no es justo, no sé por qué no es justo, pero no es justo.
—Sé que no es justo —dice Ben, apartándose y mirándome a los ojos—.
Pero tiene una explicación. —Me hace darme la vuelta y abre la mochila.
Noto que extrae algo de ella.
El diario. Lo miro y, luego, bajo la vista.
—Ya sabes que no sé leer muy bien —afirmo avergonzado y sintiéndome
ridículo.
Se encorva un poco para ponérseme a la altura de los ojos. El ruido que
mana de él me resulta inquietante.
—Sí, lo sé —contesta con voz dulce—. Tenía intención de dedicar más
tiempo a… —calla. Me muestra el diario—. Es de tu madre —explica—; su diario. Empieza el día en que naciste, Todd. —Observa las tapas de cuero—.
Y termina el día en que murió.
Mi ruido estalla.
¡Mi madre! ¡El diario de mamá!
Ben acaricia las tapas.
—Le prometimos que te mantendríamos a salvo —dice—. Se lo prometimos y borramos esa promesa de nuestras mentes para evitar que alguien pudiese distinguir en nuestro ruido lo que nos proponíamos hacer.
—Incluyéndome a mí —digo.
—Sobre todo a ti. Si tu ruido recogiera tan solo un indicio que se
expandiese por el pueblo…
No termina la frase.
—Como el silencio que encontré antes en la ciénaga —digo—. Se ha
propagado por el pueblo y ha causado este desastre.
—No. Esto ha sido una sorpresa. —Levanta la vista hacia el cielo para
darme a entender la magnitud de la sorpresa—. Nadie habría dicho que algo así podría pasar.
—Es peligroso, Ben. Lo presiento.
Pero élse limita a darme el diario.
Lo rechazo. Sacudo la cabeza.
—Ben…
—Ya sé, Todd —responde—, pero tienes que intentarlo.
—No, Ben…
Vuelve a mirarme con fijeza.
—¿Confías en mí, Todd Hewitt?
Me rasco un costado. No sé qué contestar.
—Claro que sí —digo—, o al menos confiaba antes de que decidieras
meter mi ropa en una mochila sin que yo lo supiera.
La intensidad de su mirada aumenta, y su ruido se enfoca en mí como un
rayo de sol.
—¿Confías en mí? —vuelve a preguntar.
Lo observo y, sí, incluso ahora, confío en él.
—Sí, Ben.
—Pues entonces fíate si te digo que muchas de las cosas que piensas en
estos momentos no son ciertas, Todd.
—¿Qué cosas? —inquiero alzando un poco la voz—. ¿Por qué no puedes
contármelo todo con claridad?
—Porque es arriesgado que lo sepas —repone con una seriedad que no
le conocía, y cuando me propongo registrar su ruido en busca de pistas, él se zafa y me rechaza—. A ver si lo entiendes: se te notaría más que el
zumbido de las abejas de un panal, y el alcalde Prentiss daría contigo en un santiamén. Tienes que marcharte. Tienes que irte muy lejos, tan lejos como puedas.
—Pero ¿adónde? —pregunto—. ¡No hay ningún lugar al que pueda ir!
Ben toma aire.
—Te equivocas —dice—. Ese lugar sí existe.
No sé qué decir.
—Hay un mapa plegado en la primera página del diario —me explica—.
Lo he hecho yo mismo, pero no lo mires, ¿estamos? Espera a que te hayas alejado del pueblo. Tú ve a la ciénaga. Una vez allí, sabrás qué hacer. Sin embargo, a juzgar por el ruido que me llega de él, apuesto a que no
está muy seguro de que vaya a saber qué hacer.
—O qué es lo que voy a encontrar, ¿no?
Evita responderme.
Reflexiono.
—¿Y cómo es que teníais la mochila preparada? —le pregunto,
retrocediendo un paso—. Si lo ocurrido en la ciénaga es tan inesperado,¿por qué os habéis puesto de acuerdo sin más en mandarme hacia lo desconocido, eh?
—Porque así lo planeamos cuando tú eras aún muy pequeño. —Traga
saliva; la pesadumbre que lo invade se torna evidente—. En cuanto
tuvieses edad suficiente para valerte por ti mismo…
—No. Queréis abandonarme para que me coman los cocodrilos —reculo
un poco más.
—No, Todd… —Se me acerca con el diario en la mano. Yo sigo dando
pasos hacia atrás. Hace un gesto de rendición.
Cierra los ojos y permite que su ruido llegue hasta mí.
Falta un mes es lo primero que oigo…
Llega el día de mi cumpleaños…
El día en que me convertiré en un hombre…Y Entonces…
Y…
De pronto…
Lo que ocurre es que…
Lo que hicieron los otros niños cuando pasaron a ser hombres…
Solos…
Sin que nadie los acompañase…
Cómo se destruye hasta el último ápice de su infancia…
Yluego…
Y…
Ylo que sucedió en realidad a la gente que…
Horror…
Y no quiero decir nada más.
Y tampoco puedo explicar cómo me siento.
Miro a Ben y descubro en él a un hombre distinto, que no se parece en
nada al que he conocido.
Saber es peligroso.
—Por eso nadie te lo ha dicho —afirma Ben—. Para evitar que huyeras.
—¿Y no me habríais protegido? —Vuelvo a maullar como un gatito
(cállate).
—Así es como te protegemos, Todd —responde—. Sacándote de aquí.
Debíamos asegurarnos de que podrías sobrevivir por tu cuenta, y por eso te
hemos enseñado lo que ahora sabes. En fin, Todd, debes partir…
—Si eso es lo que me espera dentro de un mes, ¿por qué habéis
aguardado tanto? ¿Por qué no me dijisteis antes que me fuera?
—No podemos ir contigo. Ese es el verdadero problema. Y no
soportábamos la idea de que te marcharas solo, siendo aún tan joven… —
Frota la cubierta del diario con los dedos—. Esperábamos un milagro, algo que nos evitara tener que…
Perderte, dice su ruido.
—Pero ese milagro no se ha producido —digo, un instante después.
Él menea la cabeza. Me alarga el diario.
—Lo siento —dice—. Siento que tenga que ser de este modo.
Y hay tanto pesar en su ruido, tanta preocupación e inquietud, que sé
que habla con sinceridad, sé que no puede evitar lo que ocurre, y entonces, lamentándolo, tomo el diario, lo devuelvo a la bolsa de plástico y lo meto en
la mochila. Nos quedamos callados. ¿Qué se puede decir en una situación
como esta? Todo y nada. Como no puedes decirlo todo, no dices nada.
Me abraza, y vuelvo a hacerme daño en el labio, como con Cillian, pero
esta vez me aguanto.
—Recuerda —me dice— que, al morir tu madre, tú te convertiste en
nuestro hijo. Te quiero, y Cillian también te quiere. Desde siempre y para siempre.
Me dispongo a decirle que no quiero marcharme, pero no tengo tiempo
de hacerlo.
Oigo una explosión que supera a todo lo que he oído hasta ahora en
Prentisstown, como si algo saltara por los aires y subiese muy arriba.
Proviene de nuestra granja.
Ben me conmina a ponerme en marcha. No dice nada, pero su ruido aúlla Cillian sin cesar.
—¡Regresaré a vuestro lado! —afirmo—. ¡Os ayudaré a luchar!
—¡No! —grita Ben—. ¡Tienes que alejarte! ¡Prométemelo! ¡Atraviesa la
ciénaga y márchate!
Me quedo callado durante unos instantes.
—¡Prométemelo! —me exige Ben.
—¡Promete! —ladra Manchee, también él amedrentado.
—Te lo prometo —convengo.
Ben se lleva la mano a la espalda y desabrocha algo. Lo sacude para
desprenderlo. Luego me lo da. Es un cuchillo de caza, el grande y dentado
con mango de hueso, capaz de cortar cualquier cosa; es el cuchillo que
esperaba recibir por mi cumpleaños. Está en su cinto, de modo que puedo
ceñírmelo al cuerpo.
—Toma —dice—. Llévatelo a la ciénaga. Es probable que lo necesites.
—Nunca me he enfrentado a un zulaque, Ben.
Agarro el cuchillo.
Un nuevo estallido sacude la granja. Él se da la vuelta un momento y
después me mira.
—Vete. Sigue el río hasta la ciénaga, y luego hacia delante. Corre todo lo
que puedas y, por favor, Todd Hewitt, ¡que no se te ocurra dar la vuelta! —
Me agarra el brazo con fuerza—. Si puedo encontrarte, te encontraré; lo juro —dice—. Pero tú no te pares, Todd. Recuerda lo que me has prometido.
Eso es todo. Es el adiós. Un adiós que yo no pretendía.
—Ben…
—¡Ve! —grita y, tras dirigirme una mirada fugaz, echa a correr hacia la
granja para encontrarse con lo que sea que esté sucediendo en el fin del mundo.

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