CUANDO LA SUERTE NO ACOMPAÑA

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En un principio, no me parece que la niña esté dispuesta a venir. No tiene
motivos para hacerlo, no hay razón para que yo se lo pida, pero, pese a ello, cuando vuelvo a decírselo y la voz me tiembla, y acompaño mis palabras con un gesto apremiante, ella obedece, y vete tú a saber si es lo correcto,
pero lo cierto es que asíson las cosas.
La noche se ha cerrado sobre nosotros. La ciénaga se desvanece en una oscuridad impenetrable. Recogemos mi mochila, damos un rodeo para apartarnos del cuerpo de Aaron (que no se levante, por favor) y nos internamos en la oscuridad. Sorteando árboles y gateando sobre las raíces, vamos hundiéndonos en lo más profundo de la ciénaga. Nos detenemos al llegar a un claro en el que elsuelo llanea.
Todavía tengo el cuchillo en la mano. Está ahí, relampagueando como el
mismo espíritu de la culpa, tachándome de cobarde una y otra vez. Refleja la luz de la luna, y advierto que es una herramienta poderosa. Poderosa, sí,tanto que tengo que confesarme parte de él, en lugar de considerarlo una parte de mí.
Lo guardo en su funda, entre la mochila y la espalda, donde al menos no tendré que verlo.
Me quito la mochila, la abro y saco una linterna.
—¿Sabes cómo funciona? —le pregunto a la niña mientras enciendo y apago la linterna un par de veces.
Ella, como siempre, se limita a mirarme.
—Da igual —concluyo.
La garganta todavía me duele, la cara todavía me duele, el pecho todavía
me duele. Mi ruido sigue azotándome con malos presagios sobre la lucha
que Ben y Cillian habrán tenido que librar en la granja, sobre el tiempo que el señor Prentiss Junior tardará en descubrir adónde me he ido, sobre cuánto le llevará decidirse a seguirme, o a seguirnos (no creo que mucho, si es que no nos sigue ya a estas alturas), así que ¿a quién le importa si  sabe o no sabe utilizar una linterna? No a ella, desde luego.
Extraigo el diario de la mochila y lo ilumino con la linterna. Despliego el
mapa y sigo las flechas que Ben ha marcado, desde nuestra granja hasta el río, y de ahí, atravesando la ciénaga, hasta el río que se forma más adelante.
No es difícil orientarse en la ciénaga. En el horizonte que la rodea siempre
están a la vista tres montañas, una de ellas más próxima. Según el mapa de
Ben, el río pasa entre la más cercana y las otras dos, de modo que lo único
que tenemos que hacer consiste en dirigirnos hacia el territorio que se
extiende entre ellas, en donde encontraremos el río y proseguiremos la caminata, tal como indican las flechas.
Las flechas terminan en otro asentamiento.
Ahí esta, en el extremo inferior del mapa.
Un lugar ajeno, distinto; otro lugar.
Como si yo no tuviera bastantes novedades que digerir.Alzo la mirada para observar a la niña, cuyos ojos siguen fijos en mí, tal
vez siquiera sin parpadear. Le enfoco la cara con el haz de luz de la linterna.
Molesta, ella tuerce la cabeza.
—¿De dónde eres? —le pregunto—. ¿De aquí?
Ilumino el mapa y le indico el lugar con el dedo. Como no se mueve, le
hago un gesto para invitarla a acercarse. Pero sigue quieta, así que tomo el diario, voy hasta ella y alumbro el mapa.
—Yo —afirmo, señalándome con un índice— soy de aquí. —Le enseño,
sobre el mapa, nuestra granja, al norte de Prentisstown—. Esto —continúo
diciendo mientras hago un vago gesto para señalar la ciénaga— está aquí.
—Le muestro la ciénaga en el mapa—. Debemos viajar hasta aquí. —Le
indico el otro pueblo. Ben ha escrito el nombre al lado, pero… ah, no logro
descifrarlo—. ¿Eres de aquí, tú? —Doy golpecitos en el mapa con el dedo
—. ¿Es este el lugar del que procedes?
La niña estudia el mapa, pero no responde.
Suspiro y doy un paso para separarme de ella. Me resulta incómodo estar
tan cerca.
—Bueno, pues, sea como sea —resuelvo, devolviendo la vista al mapa —, es allí adonde vamos.
—Todd —ladra Manchee. Levanto la mirada. La niña ha empezado a
caminar en círculos, a examinar lo que la rodea como si encontrara en ello un significado especial.
—¿Qué haces? —pregunto.
Ella me mira, luego repara en la linterna que tengo en la mano y después señala unos árboles.
—¿Cómo? —digo—. No tenemos tiempo para…
Impertérrita, sigue señalando los árboles y echa a andar hacia ellos.
—¡Eh! —exclamo—. ¡Oye!
Supongo que tengo que ir tras ella.—¡Tenemos que guiarnos por el mapa! —Pasamos por debajo de unas
ramas y la mochila se me queda enganchada—. ¡Eh, espera!
Me abro camino como puedo con Manchee pisándome los talones, y
descubro que la linterna de poco sirve cuando se trata de esquivar ramas,
raíces y charcos que jalonan la ciénaga. Como tengo que agacharme a cada paso para liberar la mochila de todos los obstáculos en los que se queda prendida, apenas puedo mirar hacia delante. Sin embargo, de súbito la veo frente a mí, junto a un árbol caído y como quemado, esperando, mirándome.
—¿Qué pasa? —le pregunto—. ¿Qué estás…? Y Entonces lo advierto.
El árbol está recién quemado, y también, a juzgar por las astillas limpias y blancas como madera joven, recién talado. Hay un montón de árboles en las mismas circunstancias, todos alineados a ambos lados de una gran zanja
excavada en la ciénaga. Está cubierta de agua y, a tenor de la tierra y las
plantas que se acumulan alrededor, da la impresión de que se deba a una
única y portentosa palada.
—¿Qué es esto? —Proyecto la luz de la linterna hacia la zanja—. ¿Qué ha
pasado aquí?
La niña mira a la izquierda, hacia donde la zanja se pierde en la sombra. El haz de la linterna no es lo bastante potente para iluminar tan lejos. Sin
embargo, parece que hay algo.
Echa a caminar hacia allí.
—¿Qué haces? —le pregunto; pero no espero respuesta, ni la obtengo.
Manchee va tras ella, y ambos desaparecen en la oscuridad. Los sigo, pero mantengo una distancia prudencial. El silencio sigue acompañando a la
niña, envolviéndome, inquietándome, como si estuviera por tragarse el
mundo entero y a mí con él.
El chorro de luz de la linterna me precede, alumbrando el agua junto a la que camino. Los cocodrilos no suelen adentrarse tanto en la ciénaga, pero no quiero confiarme y, además, las serpientes rojas son venenosas y lascomadrejas de agua muerden. Teniendo en cuenta que la suerte no nos está siendo demasiado favorable, apuesto a que si puede pasarnos algo, nos pasará.
Ilumino a la niña y a Manchee con la linterna y, frente a ellos, distingo
unos destellos pertenecientes a algo que no es árbol, matorral, animal ni
agua.
Es metálico. Metálico y grande.
—¿Qué es eso? —pregunto.
Al aproximarme, creo que es solo una moto de fisión sobredimensionada
y me pregunto quién será el imbécil que ha intentado conducir una moto de fisión por la ciénaga, pues, si ya cuesta hacerlas rodar en las pistas de tierra apisonada, no imagino lo difícil que debe ser conducirlas entre raíces y agua.
No obstante, advierto que no es una moto de fisión.
—Espera un momento.
La niña se detiene.
¿Qué te parece? Me ha hecho caso.
—Entonces, sí que me entiendes, ¿no?
Pero sigue callada, callada como siempre.
—Da igual. Pero espera, por favor —digo mientras se me ocurre una idea.
Todavía estamos un poco alejados del extraño objeto, pero, aun así, lo
recorro con el haz de luz de la linterna. Luego ilumino el recto borde de la
zanja. Y, después, otra vez el metal. Acto seguido, examino las
acumulaciones de tierra y vegetación que están a ambos lados de la zanja. Y
la idea va tomando cuerpo.
La niña decide volver a ponerse en marcha, y yo la imito. Debemos rodear
un enorme tronco quemado, del que todavía se elevan unos perezosos
hilillos de humo, y, entre tanto, el objeto va creciendo; es mucho más
grande que la moto de fisión más grande que se haya visto, y aún más, puesadvierto que es solo la parte de algo mucho mayor. Está abollado y
abrasado por aquí y por allá, y, pese a que no sé qué aspecto habrá tenido
antes de abollarse y abrasarse, concluyo que es lo que queda de una nave.
Una nave accidentada.
Una aeronave. Tal vez incluso una nave espacial.
—¿Es tuya? —le pregunto a la niña, alumbrándola con la linterna. Ella no
me responde, pero no me responde de un modo que podría interpretarse
como que está conforme—. ¿Te has estrellado aquí?
La inspecciono de arriba abajo, a la niña. Su ropa me resulta un tanto
estrafalaria, pero no tanto como para que yo mismo no hubiese podido
llevarla en un momento dado.
—¿De dónde vienes? —le digo.
Como es su costumbre, ella evita dirigirme la palabra y opta por mirar a lo
lejos, cruzarse de brazos y empezar a caminar hacia la oscuridad. Decido
quedarme donde estoy para examinar la nave. Porque eso es lo que tiene
que ser. Tú mírala. Está muy dañada, lo bastante para que cueste reconocer
su forma original, pero, con todo, aún es posible distinguir lo que podría ser
el casco, lo que podría ser un motor, lo que podría ser lo que queda de una
ventanilla.
Debes saber que las primeras casas de Prentisstown estaban hechas de
materiales procedentes de las naves en las que habían llegado los primeros
colonos. Es cierto que los tablones y los troncos enseguida tomaron el
relevo, pero Ben dice que lo primero que hay que hacer tras tomar tierra es
construir un refugio de inmediato y, para ello, uno emplea lo primero que
tiene a mano. La iglesia y la gasolinera del pueblo aún conservan en sus
respectivas estructuras piezas metálicas salidas de cascos, bodegas,
camarotes y demás. Y, si bien esta nave está bastante machacada, fijándote
lo suficiente comprobarías que podría ser una antigua casa de Prentisstown
caída del cielo. Caída del cielo y calcinada.—¡Todd! —ladra Manchee desde algún lugar invisible.
Echo a correr en la dirección de sus ladridos y bordeo los restos de la
nave hasta topar con una zona que parece encontrarse en mejor estado.
Hay una escotilla abierta en un punto un tanto elevado de una plancha de
metal y, en su interior, resplandece una luz.
—¡Todd! —insiste Manchee y, al volverme, lo veo junto a la niña, que
está observando algo tendido en el suelo. Al apuntar la linterna hacia allí,
veo que son dos pilas de ropa.
Dos cuerpos, en realidad.
Me acerco sin dejar de iluminarlos. Uno de ellos pertenece a un hombre
que está quemado de la cintura para arriba. A pesar de las quemaduras que
le estropean el rostro, todavía es posible reconocer en él a un hombre. En la
frente tiene una herida lo bastante fea como para haberle causado la muerte
por sí sola, pero no importa demasiado porque, al fin y al cabo, está muerto.
Muerto y tendido en la ciénaga.
Lo que está a su lado es una mujer, sí.
Contengo la respiración.
Es la primera que tengo ante los ojos. Se parece mucho a la niña. Pese a
que no he visto antes una mujer, sé que esto que tengo delante tiene que
serlo.
O tiene que haberlo sido, porque también está muerta. Si embargo, no hay
heridas o quemaduras que permitan deducir la causa de su muerte, ni
siquiera rastros de sangre o desgarrones en la ropa, de modo que es
probable que, sencillamente, se le reventaran las entrañas.
En todo caso, es una mujer. Una mujer real.
Enfoco la luz de la linterna en la niña. Está quieta.
—¿Estos son tus padres? —le pregunto a media voz.
No dice nada, claro, pero imagino que debe de ser así.
Alumbro la nave y pienso en la zanja que la precede. Solo cabe unaexplicación. La niña se estrelló aquí con sus padres. Ellos murieron. Ella
sobrevivió. No sé si procedían de otro punto del Nuevo Mundo o de un
lugar muy distinto, pero no importa. Ellos murieron y la niña sobrevivió y se
quedó sola.
Yluego Aaron la encontró.
Cuando la suerte no está contigo, está contra ti.
Reparo en unas marcas en el suelo que me permiten suponer que la niña
sacó los cuerpos de la nave y los arrastró hasta aquí. Sin embargo, la
ciénaga no sirve para enterrar nada que no sea un zulaque, puesto que la
tierra está empapada de agua. Lamento mucho tener que decirlo, pero lo
cierto es que, pese al olor característico de la ciénaga, que lo disimula, estos
cadáveres apestan, así que no sé cuánto tiempo habrá pasado la niña en
soledad.
Me mira con una expresión en la que no hay rastro de una sonrisa o de
un sollozo, tan imperturbable como siempre. Luego me rodea, sigue las
marcas que hay en elsuelo, camina hacia la escotilla, se encarama a ella y se
introduce en la nave.

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