Fatum (escrita por @JCKuddel)

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Las heridas no me dejan descansar. Aún el espeso líquido carmesí se deslizaba raudo sobre mi espalda.

Mi piel blanquecina hacía contraste con el pigmento que ya parecía adherirse como una fina caminata pétrea asemejándose como un mapa, peregrinando a su antojo, posesionándose de lo poco y nada que me quedaba de dignidad. Esa perdida en batalla, vida y muerte, hermanas. Enfrascadas en la contienda. Ni bendiciones ni guadañas me darían el descanso que tanto deseaba. Y aquí, en este hotelucho insignificante me escondo como una cucaracha, esperando cualquiera sea mi destino. Definiendo mi necesidad de supervivencia o de destrucción.

El olor a orina y a encierro se funden en mi nariz, haciendo de esta agonía más asfixiante. No sabía si el ocaso de la guerra era más perturbador, o si las miles de vidas que habían caído me perseguirían sin clemencia.

Una botella de vino. Un cigarrillo a medio fumar, mi vista se pierde en ese cerro costero contemplando la omnipresencia del cristo redentor que desde mi ventana pareciera estar observándome. Su mirada no era una benevolente, como tampoco acusadora, pero que hace que preste atención a mis manos que aún están teñidas de sangre, terror, y muerte.

Me siento desfallecer. Caigo abrupto hacia el lecho. Las voces comienzan a murmurar bajo cantos sombríos y amenazadores mi nombre: ¡Kaexis, Kaexis! Y nuevamente, ese hedor picante hace que me vuelva paranoico y quiera arrancar de cuajo mis ojos.

Instintivamente, empiezo a golpear mis oídos tratando de opacar ese mutismo ensordecedor que me está castigando sin sosiego. ¡Sí!, son las voces de mis víctimas, sí, ¡mías! Esas que yo decidí poner fin a sus respiraciones.

¡Me vuelven loco! Golpeo una y otra vez. Enmudecen, pero el silencio, ¡ese silencio! Se vuelve más sofocante. Aprieto mi cuello, pero es inútil. Gotas de sudor escurren de él, y mis manos resbalan como aparatos inertes sin dirección.

De pronto, en medio de la agonía y la visión nublada aparecen los fantasmas y recuerdos que me acompañaron durante mi vida, lo que fue un mediano consuelo bajo la tortura dentro de estas cuatro paredes. ¡Cómo les amé! Mi mujer y compañera, Nerissa y mi hijo, Arad, el que anhelaba ser como su padre. No sabía si agradecer al ángel de la muerte por haberle besado y extirpado el último aliento de vida. No sería y menos convertiría en un hombre despiadado y manchado de mortandad.

La contienda me los había arrebatado, como mis sueños y esa tan necesaria paz que todo ser humano desea y que no valora porque la mayoría la posee.

Entrando en batalla, se nos había informado que el enemigo había invadido las tierras de Bapas. Era un pueblo pequeño y estaba más que contado que sería unos de los lugares estratégicos que los Nefarious sembrarían el terror. Sin misericordia erradicando su existencia de quien estuviera a su paso. Viles soldados, cargaban sobre sus hombros los mismos pesares que arrastraba yo. Yo era un asesino, al igual que ellos.

Cuatro años de destrucción. Que solo gracias aun tratado quedaba todo saldado. Habíamos ganado pero perdido todo a la vez. Un pedazo de tierra nada vale si no es habitado, y así permanecería por mucho tiempo más; solo acumulando raíces secas y un sol que solo alumbraría por las mañanas, y las estrellas que quizás serían contempladas al anochecer por los espíritus vagos que aún estarían en busca de consuelo.

En la lucha solo pueden festejar junto a una fina botella de champagne y jactarse del triunfo y sacrificio realizado esos que se esconden detrás de un escritorio. Esos grandes e ilustres hombres de mundo hablando de la expansión y la grandeza que el país desarrollaría desde que el enemigo se había doblegado y aceptado la derrota. Buenos y malos. Malos y buenos. Todos iguales a la hora del enfrentamiento. Nosotros, sus soldados muriendo por ideales insulsos y personales de otros. Fue, es y será así hasta el fin de los tiempos.

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