Draugen (escrita por LynnS13)

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Prometió que volvería. Esas fueron sus palabras al partir a las tierras del oeste, esas que están allende al mar, ocultas tras la bruma por la mano de los dioses. Insistí en que no viajara pero, ¿cómo se puede persuadir a un hombre de no ir a enfrentar su destino? Las runas cayeron, sentenciando sobre la mesa de piedra del oráculo: El Guerrero. El Viaje. La Adquisición. La Puerta... El vidente declaró que sin lugar a dudas la expedición sería favorable.

-¿Y qué de las otras señales?- Pregunté nerviosa-. La runa de La Vida cayó alejada del círculo y Los Designios han hecho presencia de forma horizontal.

Me aterraba esa imagen que dejaba ante nuestros ojos líneas paralelas en cuyo centro se cruzaban otras dos en forma de equis; reminiscentes de unos labios cosidos con fino hilo. Es la señal del dios que nadie escucha, que todos esquivan. Loki Lauffeyson es conocido por dictámenes irónicos y crueles. Tales cosas me hicieron pensar el valor del sacrificio y el verdadero precio de la incursión.

Barin, a cuyos pies estudié augurios desde niña, no consoló mis dudas. Simplemente espantó mi preocupación con un gesto de su mano. Sus ojos azules como el hielo antiguo se plantaron en mí, indignados.

-No eres más que una aprendiz de vala; débil de brazo y ahora al parecer de mente quebradiza. Que el día de mañana, cuando los dioses canten tu suerte, no recaiga sobre ti haber sido de tropiezo en tu propio oficio. O peor, el comprometer la entrada de tu esposo a las habitaciones de Valhala.¡Maldición espera a quien impida a un guerrero alcanzar noble muerte!- Sus palabras fueron pronunciadas con tal convicción que prestas, ocultaron la perfidia que emanaba de sus labios.

Fue así como cada quien tomó su rumbo aquella tarde gris. Calder abordó el drakkar en compañía de treinta hombres por los cuales estaba dispuesto a sangrar y morir. Y yo, librando mis pies de calzado, comencé mi peregrinar hacia el sur, abandonando Skjerin hacia las fronteras de Jutland en pos de completar el ciclo que me concedería el don de una visión.

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El esperado augurio llegó semanas más tarde. Recostada sobre la hierba, observaba el parpadear de las estrellas. Era unas de esas noches ausentes de nubes, sin rastro de lluvias o el murmurar del dios del trueno. Los días perezosos del verano permitían dormir a la intemperie. Con ojos vencidos por el cansancio, trataba de dar por terminada una callada devoción a los dioses.

-¡Eira!

Escuché mi nombre y aturdida, me pareció por un instante que no era una voz humana quien me arrancaba del sueño. Ese llamar familiar y a la vez ajeno, parecía nacer de todas partes. Viajaba en el viento, provocaba el vibrar del suelo contra el cual recostaba mi espalda; perturbaba mi espíritu, dejando con cada sílaba una sensación fría que marcaba mi alma. Pude verle antes de que mis sentidos me convencieran de lo contrario. Calder, con el rostro dorado por el sol y las ropas revestidas de armadura de cuero con las que se presentaba al campo de batalla, se acercaba a paso seguro hacia mi lugar de descanso.

Quise abrazarlo, desee besar cada espacio de esa piel que quedaba expuesta ante mis manos y un poco más. Fiel a mi llamado, antes de corresponder cuerpo con cuerpo la alegría que me concedían los dioses, me lancé de rodillas al suelo con lágrimas en los ojos a agradecer a Frigga el retorno de mi esposo. El regocijo fue cortado de mi corazón, la alegría dejó en mi boca un sabor amargo que mató de súbito mis plegarias. La mano que se aferró a mi muñeca, obligándome a ponerme en pie, era fría y de tacto duro, carente de la sensibilidad que Calder mostraba en la intimidad.

-¿A qué dioses ruegas, mi belleza de cabellos oscuros? ¿Perderás el tiempo adorando a los Asynjur cuando quien me ha permitido llegar hasta aquí rige en otro mundo?

Fue entonces que la venda fue quitada. El hombre ante mis ojos era sin duda mi esposo, pero lo que en un momento de fugaz deleite pensé era una piel acariciada por el sol, ahora mostraba el rojo inconfundible de la sangre que se alojaba en esas líneas de expresión que una vez marcaron su propensión a la fácil sonrisa. La vida se le escapaba espesa y vaga hasta alojarse en su barba. Esos ojos, antes de un suave y sereno verde, ahora estaban revestidos por el cenizo de la muerte. Sus ropas, deshiladas y húmedas, guardaban entre el doblez de tela y cuero el suave suelo que cubre una tumba recién cavada. De su cuello pendía una cadena corta y gruesa. Las runas que servían como eslabones marcaban el lugar a donde temporeramente residía su alma.

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