vii. Oh, a Withered Rose

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capítulo vii. oh, una rosa marchita

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¿Cómo describir lo que sentía?

Davina Claire no podía ponerlo en palabras. Sencillamente así. Aunque podía aseverar con total convicción que esto era algo que no había sentido en largo tiempo. Era curioso, en realidad. La joven bruja no evocaba desear o ansiar la pureza de la tierra, su propio regalo de la magia dado por los Ancestros, los últimos protectores de la misma. La sensación, cálida y creciente, le resultó poderosa y transcurrieron un par de segundos hasta que supiera la razón.

Era vida.

Todo lo que le rodeaba era vida, cuando antes, cuando solo minutos antes, Davina Claire solo sentía muerte. La muerte de sus amigas, de sus padres, e incluso la muerte de ella misma. De esa niña que murió en la Cosecha.

Ahora Davina sentía la vida; el cielo azul sobre ellas, interceptado por el tragaluz del hermoso jardín techado en el que estaba. Sentía, también, el cosquilleo de anticipación que era producido por el verde a su alrededor, y el rojo, rosado, blanco y naranja que solo reforzaban el sentir.

La bruja se permitió exhalar los olores, agradables al olfato, agradables a su propia vida. Por primera vez, en mucho tiempo, Davina no tenía miedo de sentir. El sentir no venía con un desgastante y devastador sentimiento de abrumo. Solo era calma, y de pronto, la muchacha de ojos verdes se hizo la promesa de atesorar este momento, de tomar una fotografía mental del escenario para, posteriormente, traspasarlo a un lienzo. Para preservar el sentimiento, su persona, para hacer duradero.

—Gracias —Davina se invirtió hacia Darice con una sonrisa que reflejaba la genuinidad de sus palabras. Era dificultoso dejar de mirar su entorno, pero Davina sabía que debía hacer esto—. Gracias por hablar con Marcel, convencerlo y dejarme ver esto. Es hermoso, Darice.

En respuesta, Darice esbozó una fina línea en forma de una sonrisa complacida.

—La naturaleza siempre fue una gran parte de mí en mis años humanos —la vampiresa inició su caminata hacia la bruja: diez metros separándolas—. E incluso después de la transición, no cesó de serlo.

Davina escuchó con atención y siguió cada uno de los movimientos de su contraparte: Darice pasó su mano con suavidad por la fila de plantas a su derecha y ser testigo de tan insignificante segundo para otros, le dio la posibilidad de encontrarse con una realización que no dejo pasar.

—Es tu manera de hacerte sentir viva —murmuró con un deje de asombro que rozaba la fascinación.

Un gesto propio de certeza se imprimió en la rusa.

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