xvi. Once Upon a December

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capítulo xvi. érase una vez en diciembre

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Existían ciertas imágenes que quedaban guardadas en la memoria. Con honestidad, parecía sorprendente cómo se estaba predispuesto a rememorar con mayor facilidad aquellas experiencias que, traumáticas, significaban un punto absoluto para una persona. Darice Pevensie podía recordar con una facilidad abrumante la noche en la que sus padres murieron. La sangre esparcida en el suelo y las manchas como una prueba irrefutable en el vestuario de los culpables. Una escena que duró poco se quedó grabada en ella para siempre.

Vas a encontrar la paz.

Una demanda que sonó a ruego, Darice asintió gustosa. O eso creía recordar. La aceptó sin dudar. El miedo se transformó en aceptación, en las noches rememoraba la aterciopelado voz de su verdugo, una petición hecha con dolor y después...

... Oscuridad.

Un limbo cuyo primer pensamiento no lograba encajar, su corazón comenzó a latir con languidez. Escuchó un cuervo en el horizonte en conjunto al emblema de una desgracia, una rosa roja marchita a sus pies. La piel se volvió sensible al igual que las hojas de la plata seca. Lo impávido del frío le caló en su sistema y se abrazó a sí misma. Describir lo que experimentaba se volvió una tarea cuesta arriba, era una vorágine de sentimientos que la embargaba. Todo era confuso, borroso y, entonces, en la oscuridad inminente se aferró a la luz.

Pero no se aferró con fuerza.

Cuando despertó, la transición comenzó. Entre sollozos, protestas, maldiciones y pensamientos ensordecedores. Darice consintió su innegable verdad: ya no era humana. La proposición de lo que su nueva especie suponía le horrorizó; Darice se entumeció en su lugar, pronto inexperta para moverse, medir aquellas palabras que podía decir, o siquiera musitar una monosílaba coherente. El espanto solo cesó en porcentaje porque Elijah Mikaelson estuvo ahí en cada paso del camino.

Y como castigo divino, ella lo amó más.

La primera que mató para vivir, Elijah estuvo ahí. Cuando la sangre de su víctima estuvo sobre su boca y podía sentir su cuerpo en el roce de sus dedos, cuando la adrenalina se disipó, fue la culpa que, como tanque, la derribó. El alma se le rompió en pedazos.

No fue la muerte.

Fue por la sangre.

Siempre era la sangre.

Un alma rota en mil pedazos y allí, entre los fragmentos esparcidos, se tocaba una melodía de una canción compuesta que solía entonar demasiadas vidas atrás. La remembranza a su transición fue inminente. En ese recuerdo, que la llamaba con un sentimiento familiar, apremiante, Darice recordó la seguridad que provenía de alguien más. De alguien que la abrazaba con calidez impresa solo para entonarle una canción que añoraba olvidar en vida.

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