||Epílogo||

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Epílogo.

Lyon, Francia.




Cada final es un nuevo comienzo.

El frío de invierno, ráfagas fuertes de viento, nieve cayendo y esparciéndose por el lugar, odio en el aire.

—¡Corran, corran, corran!

Dicen que el odio es un sentimiento profundo e intenso de repulsa hacia alguien que provoca el deseo de producirle un daño o de que le ocurra alguna desgracia. Es un intento por rechazar o eliminar aquello que genera disgusto; es decir, sentimiento de profunda antipatía, disgusto, aversión, enemistad o repulsión hacia una persona, cosa, o fenómeno, así como el deseo de evitar, limitar o destruir a su objetivo.

Con el pasar de los años, aprendí a canalizar mi odio. De alguna u otra manera, tenía que hacerlo. Me obligué a mí misma a controlarme, me obligué a aprender, a sentir, a hacer, a amar, a prometer y a cumplir.

Ya no podía alejarme así porque sí, tenía toda una vida por delante y tenía que aprender a tomar las riendas de mi destino. Evitar ir por el camino equivocado, evitando comer la manzana del pecado. Necesitaba luchar en la guerra y no morir en el intento. Y sí, esto es guerra.

Luego de pasar ocho años en Francia, ocho años de puro aprendizaje, amor, esperanza, risas y tranquilidad; había llegado el odio que faltaba. No por mi parte, claro está. Sino que él nos había encontrado.

Para sobrellevar mi vida aquí, había decidido meterme en un par de trabajos. No eran muy seguros, tampoco legales, pero necesitaba dinero para mantenernos en pie. Una chica de diecisiete años, sin terminar los estudios, sin padres, sin casa, sin dinero, embarazada, sin amigos y sin novio, prácticamente no conseguiría trabajo por ningún lugar. Desde la cafetería, pedí un par de favores a viejos amigos. Mis llamadas tuvieron éxito, más del que esperaba.

No, no me casé con nadie de la mafia.

No oficialmente.

Cuando comencé a trabajar, mis negocios progresaban excelentemente. El dinero florecía en mis bolsillos, el trabajo me brindaba un techo, no me fue necesario terminar los estudios, no era necesario tener amigos allí y mis hijas nacieron sin problema. El parto fue un verdadero infierno, un infierno que sobrepasé sola.

Dos niñas.

Todo iba genial, sin problemas de qué preocuparse. Hasta que un día, llegando del trabajo y de recoger a mis niñas del colegio, noté mi casa allanada. Luego de ese día, pedí mudarme y me consiguieron otra casa en otro lugar. Pasaban las semanas tranquilas, pero volví a notar mi casa allanada. En ese lugar, había cámaras de seguridad que no dudé en revisar. Mi sorpresa y mi temor apareció cuando Bruce Hamilton se cruzó en una de las cámaras, saludando a ella.

Mi vida volvió a cambiar completamente.

No podía salir del país porque mis hijas no tenían pasaporte, los favores que había pedido me mantenían constantemente ocupada y mi trabajo no salía de aquí.

Cambié de casa ya unas doce veces en lo que lleva del año. Bruce siempre, de una manera u otra, siempre me encontraba. Nunca me lo he cruzado de frente, pero siempre dejaba una muestra de que él había estado aquí, haciéndome sentir insegura, temiendo de la seguridad de mi hijas. No sabía con exactitud qué quería de mí, pero sí sabía que tiene muchos hombres con él, hombres que podrían lastimarnos y, si se le antoja, matarnos. Sus ganas de molestarme eran tantas, que hasta había dejado una pistola en el cuarto de las niñas. Una de ellas la trajo como si fuera un juguete, diciendo: "¡Mira, mami, mira!".

Sólo Mírame © [Alone #1]✔️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora