Capítulo 22

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Unos meses más tarde

Abrí la puerta de casa con una gran sonrisita orgullosa. Tenía los papeles bajo el brazo.

—¡Jen! —canturreé alegremente, cerrando detrás de mí.

No obtuve respuesta, aunque la música que salía de la sala que había al fondo del pasillo dejaba bastante claro que seguramente no me había oído.

—Miiiiicheeeeeleeeee —sonreí maliciosamente—. Cariiiiiiiiñooooooo...

—¿Qué? —preguntó Mike desde el sofá.

Le puse mala cara al instante.

—¿Te parece que a ti te llamaría cariño?

—No sé, a lo menor te has levantado de buen humor.

—¿Qué haces aquí, Mike? Tienes tu propia casa aquí al lado.

—¡Pero me había quedado sin chocolate!

—¡¿Has tocado mi choc...?!

—¿Qué pasa? —preguntó Jen, asomándose por la puerta del final del pasillo.

Dejé de fulminar a mi hermano con la mirada por un momento para centrarme en ella y dedicarle una sonrisita maliciosa.

—¿A que no adivinas que he hecho? —le pregunté, acercándome a ella.

—Algo malo —dedujo Mike.

—Pues no —le puse mala cara otra vez—. Y vete de aquí, este es un momento familiar muy bonito.

—Soy tu hermano —me frunció el ceño, ofendido—, ¡formo parte del núcleo familiar!

De todos modos, sabía que en cinco minutos volvería a marcharse.

Jen y yo habíamos decidido regalarle la casa de invitados de nuestro nuevo hogar, la casa del lago —sí, al final se la compré a mi madre—. Y la verdad es que su casita estaba muy bien. Era de un solo piso, pero tenía dos habitaciones completas, un salón, un cuarto de baño y una cocina. Ah, y un garaje pequeño. Y estaba al otro lado de nuestro patio trasero. No podía pedir más.

Nosotros, por nuestra parte, hacía ya cuatro meses que vivíamos en la casa del lago. Y básicamente nos habíamos dedicado —o más bien Jen, porque yo era horrible en ese aspecto— a convertirla en un sitio que pareciera un hogar y no un lugar de vacaciones.

Lo primero había sido quitar las cosas de mi padre, cosa que había sido idea de Jen y que yo había agradecido inmensamente. Dejamos, eso sí, las pinturas de mi madre. E incluso algunas pocas cosas que mi abuela se había dejado por aquí.

Lo segundo había sido deshacernos de uno de los salones porque, según Jen, ¿quién demonios necesita dos salones?

Y había surgido mi oportunidad de oro para convertirlo en... ¡mi sala de cine!

Sí, básicamente tenía dos sofás y una pantalla gigante para ver películas.

Y no, no me arrepentía de nada.

Como yo había decidido usar una de las salas para algo mío, Jen había decidido hacer lo mismo y eligió la última habitación del pasillo de la planta baja, la que antes solía ser un despacho bastante vacío, y la había convertido en su propio estudio para pintar. Tenía un montón de lienzos, pinturas, caballetes y pinceles por todos lados. Y siempre olía a pintura, por mucho que abriera las ventanas.

Bueno, ahora no, porque por el embarazo le habían recomendado no usar del tipo con la que pudiera inhalar solventes de pintura, pero usaba lápices de colores igual.

Tres mesesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora