Inmersa en un ritmo constante, Sakura se sumergía en el laboratorio hasta la caída de la noche. Por las tardes, compartía té con Takeo, intercambiando ideas sobre el veneno del que él brindaba información escasa. Durante la noche, las imágenes inquietantes llenaban su mente, impidiéndole conciliar el sueño. Aunque intentaba evocar Konoha, lo hacía con dolor. Recordaba todo lo que era una costumbre, lo que era un hábito, lo que era sentirse genuinamente feliz. No recordaba la fecha exacta en que había llegado a Sunagakure, los días se sentían lentos y efímeros a la vez. Estaba en un trance del que no podía respirar, necesitaba una bocanada de aire fresco.
Desde el incidente en el que Takeo la protegió, tenía dos escoltas constantes, ordenadas por el Kazekage. Aunque ella consideraba innecesaria su presencia, no podía negar que se sentía protegida. Aquel sábado por la tarde, concedió a su discípulo su primera tarde libre en semanas. Aunque había llegado a acostumbrarse a su compañía, cada día era distinto, y no siempre era fácil confiar en Takeo. Sin embargo, su colaboración en la investigación le otorgaba esperanza.
Salió a su pequeño balcón, en donde recargó sus codos contra la barandita de metal, se había perdido el atardecer, pero apenas comenzaba el anochecer, las nubes se movían a la mínima velocidad mientras el azul del cielo se oscurecía. Una parvada de pájaros alzó el vuelo sobre su cabeza, sintió su pulso relajarse. Los músculos de sus hombros cedieron, así como sus piernas se sintieron ligeras, como si no tocaran el suelo. La sensación fue envolvente, sentía su corazón disminuyendo la velocidad y la carga, el calor abandonó su cuerpo y en un segundo, sus ojos se cerraron por si solos y contra su voluntad.