Capítulo I

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Desde que había vuelto, los días se hacían eternos en su presencia. Todo el tiempo estaba atento a sus movimientos. Como si cada actividad que ella hacía generara una atracción magnética de mis ojos a su cuerpo. Era como si el aire se hubiera llenado de ella, como si la comida supiera a ella, como si se me hubiera llenado la mente con pensamientos sobre su olor, sobre sus palabras y cada cosa que hacía. La había extrañado. Su pelo largo y castaño, sus ojos café oscuro, su estatura pequeña y su andar suave. Era la hermana de mi mejor amigo.

En el colegio conocí a Gonzalo y Sofía. Los mellizos del primero medio A. Siempre me gustó mirar a los dos hermanos que habían sido siempre felices. Que nunca habían tenido problemas o al menos eso creía. Que se amaban locamente el uno al otro. Que pertenecían a una fraternidad que yo nunca había experimentado. Me inmiscuí entre ellos y me hice parte de una especie de manada. Conocí la incondicionalidad y la lealtad. Dos cosas que nunca se habían presentado en mi vida.

Sofía era alegre y extrovertida. Tenía ímpetu, tenía fuerza y hablaba clarito. Siempre directa con lo que sentía, haciendo explícito lo implícito. Fue la primera persona que conocí que era así. Con ella todo era como respirar. Fácil. Gonzalo, por otro lado, siempre fue analítico y más callado. Tenía la capacidad de leer los sentimientos e intenciones de una persona antes de que ella misma los supiera. Con Gonzalo conocí la incondicionalidad y la lealtad. Era esencialmente bueno y me acogió por entero.

Conocerlos fue como una brisa cálida en medio del invierno. Calentaron esa parte de mí que se había dormido con la muerte de mi madre a los 9 años. Cuando recuerdo esos tiempos, pienso que Gonzalo vio a través de mí. Un niño angustiado, solo y triste. Se identificó conmigo de alguna forma y, desde entonces, estuvo a mi lado cada vez que lo necesité. Fue él el que me incentivó a guardar mis cosas e irme a su casa a vivir con él.

Sofía era otra historia. Comencé a conocerla íntimamente cuando compartía habitación con Gonzalo. Recuerdo mis hormonas adolescentes bailando con cada movimiento, aroma, o palabra que salía de ella. Igual que ahora con todas las cosas que hacía. Ella siempre acudía a mí. Cuando quería pasar el rato, cuando quería ver una película, cuando quería conversar sobre algo. Decía que le hacía ver las cosas de otra perspectiva y que yo era su mejor amigo.

Recuerdo que cuando ya estábamos en cuarto medio, un día, sin ningún aviso, me fue a buscar a la sala. Ese día era jueves y era invierno. Lo recuerdo porque cuando nos fuimos a la casa caminando, ella tenía la nariz roja y helada. Estaba con su bufanda azul marino, con la falda del colegio y con pantys de polar. Con el abrigo hasta los muslos y con el pelo castaño largo y enmarañado. Lo recuerdo todo de ese día.

Ella se paró a mitad de camino, antes de llegar a tomar la micro. Yo avancé unos pasos sin darme cuenta de que ella se había detenido. Ella corrió y me agarró de la mano. Estaba helada y su contacto me ardió. Me pareció lo más raro del mundo. Se acercó lentamente, se puso en puntas de pie y me dio un beso. La miré a los ojos y me dijo "te quiero". Fue tan simple, tan fácil.

Caminamos de la mano y tomamos la micro para ir a la casa. Llegamos y todo fue como antes. Las risas, las conversaciones y los juegos. Excepto que, cuando llegó la hora de dormir, me atreví a ir a su pieza. Sin despertar a nadie, me colé por su puerta. Ella estaba esperándome, lo supe porque estaba sentada a la orilla de su cama y me sonrió nerviosa. La besé por todo lo que me había aguantado y ella me besó por todo lo que ella se había aguantado. La toqué y le dije que también la quería. Se lo dije tantas veces, que al final se rio. Nos reímos juntos y la seguí besando. En la cara, en el cuello, en las manos y en todo el cuerpo.

Gonzalo debió haber visto cuando salí de su pieza, porque al otro día, mientras echábamos un cigarro antes de entrar a clases, puso esa cara que mostraba su lucha interna entre decirme o no lo que estaba pensando. Me le quedé mirando hasta que decidió decirme.

-Te vi saliendo de la pieza de la Sofi- pisó el cigarro en el suelo – tú no eres para ella, Ale

Mi cara de desconcierto y dolor debió de haberlo conmovido, me puso la mano en el hombro y me dijo "No está bien que se junten". Atiné a preguntarle por qué y el se enredó entero, me dijo que le incomodaba y que ella se merecía a alguien que tuviera algo de piso en la vida, no que anduviera por ahí sin rumbo. Que era su hermana y que los amigos no hacían eso. Que su papá se podía enojar porque vivían juntos y que no me podía aprovechar de la confianza de la familia. Puras excusas para decirme que no era suficiente.

En su mirada se mezclaba la culpa y el miedo. Ese día y a esa hora terminó nuestra historia. Ella no lo entendió. Yo nunca lo expliqué. Hice lo que sabía hacer mejor. Poner distancia. Busqué otra chica en el colegio y ese día la besé en el patio. La vi a ella al fondo con el corazón en la mano. Gonzalo no dijo nada. Entendió que esa era la mejor forma de hacerlo. Ese día, el dolor que me recorrió el cuerpo fue tan familiar, una sensación que ya conocía del todo, que me dejaba solo. 

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