Capítulo IV

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Gonzalo

Me desperté con la misma sensación de pesadez que sentía todos los días desde que ella se fue. ¿Sabría que Sofía había vuelto? ¿dónde andaría? ¿estaría bien? Me revolví en la cama y alargué el brazo para alcanzar el despertador. Aún no había amanecido. Me metí a la ducha. Me vestí. Todo lo hice mecánicamente.

¿Cuánto más tardaría en contactar conmigo? La última vez que la vi ella tenía puesto esos aros que le había regalado para el cumpleaños. Estaba rara y no advertí que ni siquiera dejaría una nota para decirme que se iba, que dejaba su vida negra y a mí tras ella.

Me encaminé a la cocina. Puse a hervir agua y saqué un té de la estantería. Divisé entre las cortinas del ventanal dos cuerpos lacios sobre el sofá. Me tomó por sorpresa que Sofía estuviera recostada en el pecho de mi amigo. Se me había pasado por la cabeza que la atracción de ellos podía resurgir ahora que vivían en la misma casa, sin embargo, creí que ya estaba todo olvidado. Que, con los años, Sofía había superado la tierna atracción que tenía cuando niña. Que Alejandro había logrado deshacerse de ese sentimiento que le llenaba la cara de sonrisas bobas cuando la veía. Suspiré y los miré un rato mientras me servía la taza de té.

Recordé cuando lo vi salir a hurtadillas de la pieza de mi hermana hace más de 10 años. No debí dudar de que si la traía a casa algo así pasaría, después de todo, fui testigo del amor profundo que se tenían cuando eran chicos. No se daban cuenta, pero tenían un movimiento particular que los delataba. Eran como dos galaxias que se atraían inevitablemente a una colisión masiva y destructiva.

En algún momento de mi vida, consideré que esto era lo peor que podía pasar. Que se enamoraran, sabiendo todo lo que sabía, cuidando los secretos que tenía, quería evitar a toda costa que algo de lo que me había ocupado de mantener bajo la alfombra saliera a la luz por el tonteo de dos adolescentes. Además, en ese momento, Ale no era la mejor compañía para nadie y Sofía era tan inocente, tan alegre, tan frágil. Yo estaba roto, Ale estaba roto. Ella podía seguir completa.

En ese tiempo creía fervientemente que las cosas podían ir bien. Que haciendo lo justo, se podía recomponer y pagar las culpas. Culpas que no eran mías, pero que se sentía profundo como si lo fueran. Tarde me di cuenta de que hay cosas que no se pueden salvar. Que hay cosas que una vez que se rompen, se quedan rotas para siempre. Que hay dolores tan profundos que lo único que puedes hacer es dejar que sigan su curso.

La primera vez que sentí que todo se venía abajo, quise sostenerlo. Tenía apenas 8-9 años, aún no alcanzaba la década. Sostenía fuerte la mano de Sofía. La miré a esos ojos míos que tiene, me puse un dedo en la boca y la hice callar. Muy obediente, hizo que los sollozos pararan y se llevó la mano libre a la boca. La llevé de la mano y nos pusimos detrás de la puerta de su habitación. Escuchamos los gritos de mamá y papá mientras nos apretábamos fuerte de la mano. En el clímax de la pelea me acerqué a la ranura de la puerta y me arriesgué a mirar qué pasaba. Fue el momento justo en el que papá levantó su mano y la dejó caer sobre el rostro lloroso de mamá.

Sofía escuchó. Lo supe porque me miró con los ojos llenos de miedo. Recuerdo el tormentoso terror que me subió por la barriga y que casi me paralizó. Vi a mamá caer al suelo. Se quedó en el piso mientras mi papá se acercaba a ella. Lo que pasó después fue puro instinto. Tiré de la mano de Sofía y abrí la puerta para quedar de espectadores de la escena que se desarrollaba en el rellano de la casa. Caminamos por el pasillo y me puse a llorar. Sofía me siguió de inmediato. Recuerdo que papá quedó paralizado. Mamá apenas pudo levantarse del suelo y desenvolverse de la posición fetal en la que estaba, se arrastró hasta nosotros para empezar a susurrarnos cosas sobre que los niños deben quedarse en la habitación cuando los adultos pelean. Nos abrazó y nos llevó de vuelta a la habitación de Sofía.

Recuerdo la mirada confundida de mi hermana cuando mamá echó llave a la puerta, nos rodeó con los brazos y dejó caer todo nuestro peso para bloquear la entrada. Hubo un momento en que sus piernas flaquearon y ahí nos quedamos, apoyados en la puerta, los tres llorando, hasta que ya no quedaron lágrimas.

Papá se fue por semanas y mamá se quedó con un moretón en la cara. Sofía no dejaba de preguntar si había sido papá el que la había golpeado. Mamá no respondía, nos llevaba a jugar al parque, nos preparó comida deliciosa por cada lágrima que alguno de los tres derramó. No sé decir con certeza si pasó algo así antes. Lo que sí puedo decir es que volvió a pasar y siempre siguió la misma dinámica. Había gritos, una pelea y todo se cerraba con el trágico movimiento de la mano de mi padre sobre algún lugar del cuerpo de mi madre.

Es difícil decir cómo afectan las cosas a los niños. Sabía exactamente qué era lo que había afectado de Sofía. Había heredado el carácter soñador y apasionado de mamá. Yo soy algo que está en medio, que no se define por ninguno, eternamente atrapado en la lucha entre papá y mamá. Tratando de recomponer los pedazos de historias que mi padre logró romper y que mi madre no supo crear.

¿Qué es lo que te lleva a perder el afecto? ¿Qué es lo que lleva a resistir? ¿Qué es lo que te lleva a amar? Yo me había quedado paralizado en la mirada avergonzada de mi padre cuando me vio a los ojos y se dio cuenta que estábamos en casa para el tiempo en que el planeaba abusar de mamá sin inconvenientes.

Cuando salí de mi ensimismamiento, volví a mirar a la parejita del sillón, con algo de compasión. Ya no estaba dispuesto a evitar la colisión, más que nada porque, ya estaba todo roto. Mamá, a la que había intentado proteger como guardián de la mierda de mi padre se había ido, y, había pasado tanto tiempo de que todo había ocurrido, que dudaba que alguien viniera a escarbar en el pasado. No había peligro para esos dos y veía que se podían hacer bien.

Sentí una punzada de envidia al verlos reposar tan tranquilamente el uno en el otro. Ellos no sentían vergüenza de sus acciones, se profesaban una fascinación fuera de este mundo y volvían a caer en los brazos del otro una y otra vez. Se amaban, aunque ni ellos mismos supieran. Yo estaría eternamente apresado por la mirada de vergüenza, preguntándome si esa se repetía en mis ojos, si sería yo capaz de hacer daño a aquellos que amo, si algún día se desenterraría de lo profundo aquello que había hecho y por lo que iba a pagar toda la vida, si algún día ya no me consumiría la necesidad de recomponer las cosas que estaban rotas. Plácidamente durmiendo, así como estaban, me parecía que la vida era cruel y sarcástica. Una broma muy mala.

Terminé mi té y saqué un pedazo de pan. No tomé desayuno ese día, solo algo para que la pesadez de mi estómago fuera real. No quería que ellos supieran que los había visto. Tomé la chaqueta y cerré la puerta con cuidado.

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Chan chan... espero que haya alguien ahí que reciba este capítulo

Les presento a Gonzalo, ¿lo odian mucho? se está convirtiendo en uno de mis personajes favoritos. 

Aquí la cosa se empieza a complicar y a ponerse oscura... Más adelante habrá muchas escenas +18 (no solo sexuales, sino también algo violentas), ojalá les remueva la historia como me está removiendo a mí escribirla. 

¿Qué les parece?

Por favor, pasen a comentar y a votar, me encantaría recibir sus críticas constructivas. 

Abrazos y besos para todxs!!

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