Capitulo XII

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El comienzo y despedidas agridulces.

Incluso un mes después, al rememorar los días que siguieron, Hermione se daba cuenta de que se acordaba de muy pocas cosas. Era como si hubiera pasado demasiado, sin contar volver a revivir toda la tenebrosa experiencia mientras le relataba su historia a Dumbledore, Las recapitulaciones que hacía resultaban muy dolorosas. Lo peor fue, tal vez, el encuentro con los Diggory que tuvo lugar a la mañana siguiente.

No los culparon de lo ocurrido. Por el contrario, ambos le agradecieron que les hubiera llevado el cuerpo de su hijo. Durante toda la conversación, el señor Diggory no dejó de sollozar. La pena de la señora Diggory era mayor de la que se puede expresar llorando.

—Sufrió muy poco, entonces —musitó ella, cuando Harry y Hermione le explicaron cómo había muerto—. Y, al fin y al cabo, Amos... murió justo después de ganar el Torneo. Tuvo que sentirse feliz.

Al levantarse, ella miró a Hermione y le dijo:

—Ahora cuídate tú.

Hermione cogió la bolsa de oro de la mesita.

—Tomen esto —le dijo a la señora Diggory—. Tendría que haber sido para Cedric: llegó el primero...

Pero ella lo rechazó. —No, es tuyo. Nosotros no podríamos... Quédate con él.

Hermione y Harry volvieron a la torre de Gryffindor a la noche siguiente. Por lo que le dijo Ron, aquella mañana, durante el desayuno, Dumbledore se había dirigido a todo el colegio. Simplemente les había pedido que dejaran a ambos tranquilos, que nadie les hiciera preguntas ni los forzara a contar la historia de lo ocurrido en el laberinto. Ellos notaron que la mayor parte de sus compañeros se apartaban al cruzarse con ambos por los corredores, y que evitaban su mirada. Al pasar, algunos cuchicheaban tapándose la boca con la mano. Le pareció que muchos habían dado crédito a los diversos artículos de Rita Skeeter. Tal vez formularan sus propias teorías sobre la manera en que Cedric había muerto. Hermione se dio cuenta de que no le preocupaba demasiado. Disfrutaba hablando de otras cosas con Ron y Harry que al igual que ella le restaba importancia a los susurros, o cuándo los veía jugaban al ajedrez en silencio. Sentía que habían alcanzado tal grado de entendimiento que no necesitaban poner determinadas cosas en palabras: que los tres esperaban alguna señal, alguna noticia de lo que ocurría fuera de Hogwarts, y que no valía la pena especular sobre ello mientras no supieran nada con seguridad. La única vez que mencionaron el tema fue cuando Ron le habló a Harry del encuentro entre su madre y Dumbledore, antes de volver a su casa.

—Fue a preguntarle si podían venir directamente con nosotros este verano —dijo—. Pero él quiere que vuelvas con los Dursley, por lo menos al principio y tú Hermione con tus padres.

—¿Por qué? —preguntó Harry y Hermione asintió de acuerdo a la pregunta.

—Mi madre ha dicho que Dumbledore tiene sus motivos —explicó Ron, moviendo la cabeza—. Supongo que tenemos que confiar en él, ¿no?

Como ya no había profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras, tenían aquella hora libre Harry les pidió que lo acompañaran a ver a Hagrid. Era un día luminoso. Cuando se acercaron, Fang salió de un salto por la puerta abierta, ladrando y meneando la cola sin parar.

—¿Quién es? —dijo Hagrid, dirigiéndose a la puerta—. ¡Harry! ¡Hermione!

Salió a su encuentro a zancadas, aprisionó a Harry con un solo brazo, y con la otra a Hermione dijo:

—Me alegro de verlos.

Al entrar en la cabaña, vieron delante de la chimenea, sobre la mesa de madera, dos platos con sendas tazas del tamaño de calderos.

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