Capítulo 11

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Samantha no sabía si hacía lo correcto, pero como le había dicho Mai, se estaba dejando llevar. No pensaba en el futuro ni siquiera creía que tuvieran un futuro juntos, solo disfrutaba del presente. Lo que se llevaba ahora nadie se lo podría quitar. Así, fácil, sin sentimientos.

Flavio había continuado yendo con ella al trabajo, formaban un dúo espléndido y a la gente le gustaba y en casa, pues formaban otro dúo igual de bueno, aunque sin público.

Tumbada en la cama escuchó su móvil vibrar.

¿Me acompañas a un sitio?
Dónde – respondió ella.
Es un secreto. ¿Vienes?

Samantha no le contestó, se levantó de la cama y fue a buscarlo a su cuarto.

- No me gustan los secretos.

Flavio sonrió.

- Eres insistente, ¿eh? Quiero ir a una librería que está en la calle San Ginés. Necesito unos cuantos libros.

- ¿Para la facultad?

Flavio se puso rojo.

- No, son…

Sam notó su incomodidad y no lo quiso presionar. Cuando tuviera confianza ya lo contaría. Al fin y al cabo ella también ocultaba sus intimidades a buen recaudo.

- Me visto y nos vamos. Dame diez minutos – le dijo Sam.

Flavio asintió agradecido y ella regresó a su cuarto para cambiarse el pijama por algo más presentable. Eligió unos vaqueros largos ajustados y una camiseta amarilla de tirantes. A mediados de octubre aún hacía calor en Madrid, pero eso no quitaba que se llevara una chaquetilla por si refrescaba más tarde.

Flavio la estaba esperando en la puerta. También se había cambiado, llevaba unos vaqueros fotos y un polo negro que se ajustaba a su cuerpo.

- ¿Te has peinado y todo? – se burló Sam de él.

- No quiero desentonar.

Samantha sonrió y bajaron juntos la escalera. Todavía no se cogían de la mano, era demasiado pronto, no estaban preparados, pero no se separaban el uno del otro.

- ¿Quieres que cojamos un taxi? – ofreció Flavio.

- No, prefiero ir caminando por el parque del oeste. Necesito estirar las piernas y respirar aire puro.

- Perfecto, pero después de la caminata tendré que invitarte a cenar.

- Podemos pagar a medias.

- O podrías invitarme tú al helado.

- ¿Helado? ¿No estás yendo tú muy deprisa?

Flavio se rio y Sam lo siguió. Era fácil estar con él y le gustaba.

Pasearon por el parque del oeste como una pareja normal mientras se cruzaban con ciclistas, corredores y varias familias que jugaban con sus hijos.

- Madrid es muy bonita – dijo Sam absorta en sus pensamientos.

- Sin embargo tú no eres de aquí, ¿verdad? – preguntó Flavio.

Sam se paró en seco.

- ¿Cómo sabes eso?

- Tu hermano tiene la boca un poquito suelta.

- Cuando lo vea ya le apañaré.

- ¿Así que hablas valenciano?

- Sí, ¿quieres que te enseñe?

- Me encantaría. Amo los idiomas.

- ¿Y escoges un grado de ciencias? Te iría mejor una filología.

- No se puede tener todo en la vida.

Sam se pasó el resto del viaje enseñándole palabras a Flavio. Él se mostraba muy interesado y repetía las palabras para memorizarlas, pero con un acento muy extraño que provocaba las risas de Sam. Era como un guiri intentando pedir una paella.

- No eres buena profesora. Te burlas de mí.

- De ti no, de tu pronunciación. Aunque tengo que admitir que no se te da tan mal.

Flavio sonrió complacido
.
- Ja hem “llegat” – dijo cuando vieron el letrero de la librería.

- Arribat – le corrigió ella mientras él anotaba la nueva palabra es su mente.

Flavio le abrió la puerta de la librería h entraron. Era pequeñita y muy acogedora. Sam no había estas allí antes, pero sintió que era un lugar familiar. Es lo que tienen las librerías que los libros te acogen sin importar qué clase de persona eres solo queriendo compartir un par de momentos contigo y la vida entera en tus recuerdos.

- ¿Me vas a decir ya lo que buscas?

- Si prometes no reírte de mí.

- Prometido.

- Estoy buscando algún libro sobre composición.

- ¿Quieres componer tus propias canciones? – Flavio asintió – Dicen que lo mejor es leer poesía, yo no lo hago, pero…

- ¿No lo haces? ¿Escribir canciones?

- Leer poesía –contestó ella rápida. No se atrevía aún a contárselo, necesitaba tener más confianza en él y un poquito en sí misma.

- He visto un libro de Miguel Hernández en tu estantería – dijo él levantando las cejas.

- Prestado.

- ¿Y el de Neruda?

- Un trabajo para la universidad.

- ¿En turismo?

- Optativa.

- Me mientes, pero no importa. Tal vez te regale alguno, aunque de este siglo. Algo de Defreds o Sara Búho.

- Prefiero que me regales algo de Machado o de Lorca. Sin ánimo de ofender, me gusta leer versos rimados, estructurados a consciencia para buscar la palabra perfecta. La poesía de ahora se adapta a los tiempos, pero siento que ha perdido esa musicalidad característica.

- ¿Y te atreves a decirme que no te gusta la poesía?

- Busquemos tú libro – le contestó evasiva.

Flavio no insistió más, sabía que escribía canciones. Aquel día que llegó a casa de improviso la había visto hacerlo sin que ella se diera cuenta de su presencia, mas no quería presionarla. Si le enseñaba sus escritos quería que fuera por su propia voluntad.

Preguntaron al librero sobre libros de composición y este les guio hasta la sección indicada.

- Este es el más vendido – le dijo entregándole un libro con las tapas azules y un pentagrama en la portada.
Flavio lo hojeó y pareció encontrar lo que buscaba.

- Me lo llevo.

- Perfecto – le dijo el dependiente cogiéndole el libro y dirigiéndose a caja.

Flavio y Samantha le siguieron. Cuando pasaron por la sección de poesía el librero la señaló con el dedo.

- Sería conveniente que de llevar alguno de poesía para complementar. La métrica ayuda a la composición.
Sam aguantó la risa y miró a Flavio diciéndole sin palabras un descarado te lo dije.

- Eso me ha dicho mi amiga – dijo dándole una extraña entonación a la palabra amiga.

Samantha se mordió la lengua para no contestarle y menos delante de un desconocido.

- ¿Qué le recomendarías? – le preguntó el librero a ella – Neruda es esencial, pero tienes cara de conocer más.

- A mí me gusta la poesía del romanticismo por su exaltación de la libertad. Yo cogería a Bécquer, Lord Byron o Emily Dickinson.

- No la dejes escapar – le dijo el librero a Flavio.

Este sonrió como única respuesta. Luego se dirigieron a caja sin ninguna pausa más. Iba a por un libro y al final se llevaba cuatro. El librero no le había dejado elección, le había puesto los libros en las manos y él no pudo decir que no. Tal vez leyendo los poemas que le había recomendado Samantha pudiera entenderla mejor.

- ¿Qué me recomiendas que lea primero? – le preguntó Flavio cuando salieron de la librería.

- Cualquiera es bueno – le contestó ella ausente.

- ¿Ocurre algo?

- ¿Somos amigos o qué somos? – le preguntó ella directa.

Flavio se quedó paralizado.

- No sé lo que somos – le respondió sincero.

- Ya – contestó Sam – Da igual, somos súper amigos, tú y yo estamos siempre de charreta.

- Samantha – dijo alargando la a.

- No, déjalo. Tienes razón, no sabemos lo que somos. Está guay, hoy podemos ser amigos, mañana rollete y al otro rivales.

- No creía que fuera a molestarte.

- No me molesta. Me sirve para ver cómo va la situación. Ahora mi súper amigo, ¿vamos a comer algo?

Flavio parpadeó estupefacto. No entendía el cambio de tema, pero tal vez sería lo mejor, no quería entrar en temas profundos, no quería analizar sus sentimientos.

- Conozco un lugar bueno, bonito y barato. ¿Te gustan los calamares? – preguntó Sam.

Flavio asintió y Sam emprendió la marcha. Flavio tuvo que seguirla apretando el paso porque ella había puesto la directa.

- Sam, ¿por qué corres?

- Porque en diez minutos estará repleto. Tienen el mejor bocadillo de calamares de todo Madrid, ¿te lo quieres perder? – le dijo con una sonrisa sugerente y juguetona.

Flavio suspiró y se relajó. Parecía que el ambiente había vuelto a la normalidad. Flavio la alcanzó y le cogió la mano. Los dos se quedaron mirando, asistieron comunicándose y entendiéndose sin necesidad de hablar y luego echaron a correr juntos. Las risas invadieron las calles, todo el mundo se giraba para verlos, felices, libres y como niños, pero ellos no eran conscientes de que llamaban la atención, solo del contacto de la mano del otro en la suya.
Cuando llegaron al loca no les quedaba aliento, respiraban con dificultad y tenían una sonrisa de oreja a oreja. Sam tenía la cara Roja por el esfuerzo y a Flavio se le habían empañado las gafas por el calor.

- Menos mal que no vamos al restaurante de Ferran Adrià. No nos hubieras dejado entrar con estas pintas. -  comentó Flavio.

- Tampoco hubiéramos llegado corriendo sin una lista de espera de seis meses. Además – añadió – no harán un bocadillo de calamares tan bueno como aquí.

- Tengo las expectativas muy altas.

- Pepe no defrauda – concluyó Sam. Luego abrió la puerta y saludó al dueño.

Samantha iba tantas veces allí a cenar que Pepe ya la conocía y siempre le preparaba lo mejor.

- ¿Mesa para dos? – preguntó una camarera.

Samantha asintió y la chica les guio hasta una mesa que había en el fondo del local y que daba a la calle por un lado y a los baños por otro. Sitio con vistas. La mujer le entregó la carta, pero Sam la rechazó.

- Ya sabemos lo que vamos a tomar, ¿no? – preguntó Sam.

- Bocadillo de calamares – respondió Flavio con una sonrisa cómplice.

Les esperaba una gran cena.

En medio de tus silencios (Flamantha) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora