01 | parálisis

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La emoción más rupestre es el miedo. Las personas tienen miedo de lo desconocido y de lo que asocian con conceptos abstractos como la maldad, lo extraño —diferente, inusual— y lo peligroso. Por otra parte, la exposición agresiva y prolongada puede llevar al individuo a cohibirse, esconderse o huir y olvidarse de ello para hacer un esfuerzo por no perder su funcionalidad. También se puede dar un atrabancado tropiezo más allá de los límites de la cordura, imperceptible.

El recibir un aviso de que tu realidad está distorsionada es como un ataque. Tu experiencia sensorial se distancia de lo tangible, no importa cómo se te haga entender que no estás ahí, la verdad se traducirá como manipulación. Gente que parece imponer su superioridad para demostrar que estás equivocado. Lastimosamente, Yun era inconsciente al respecto.

Su racionalidad era un motor sin gasolina. No existía impulso humano o material que lo motivara a cuestionarse cómo se sentía, por qué se comportaba como lo hacía, nada que le diera mantenimiento a sus difusos recuerdos e infectada percepción del mundo.

El brote de sus problemas apareció durante el trayecto de la adolescencia, en una metamorfosis esperada por la sociedad. A esa edad en particular ya no se urge del amparo de una madre —visto desde la costumbre—, entonces no había supervisor del ser inmaduro y triste que era Yun, necesitado hasta la médula de algo que lo hiciera emocionarse.

— Buenos días.

Yun dejó sus cosas sobre el escritorio que la empresa le proporcionó. Ordenó cuidadosamente los papeles, las tijeras y dejó caer bolígrafos de toda forma y color en un portalápices, acción que detonó un abigarrado sonido por toda la oficina. Se acomodó en su silla estirando las piernas hacia adelante y levantó sus manos al cielo. Mirándose en la pantalla del computador, se dedicó una amplia sonrisa, un mural de falacias.

Eran las seis de la mañana y su presencia se exhibía a través de los infinitos ventanales de un edificio casi vacío; él, el guardia y un roedor oculto detrás de la pared, ni siquiera coexistiendo en una misma habitación.

Alrededor de las seis treinta, la luz se expandió alrededor. Sus ojos se lastimaron por este suceso, pero no se molestó en advertirlo ni con un tenue quejido, así que mientras la negrura pasaba su transición a la claridad, una persona logró entrar al cuarto de los archivos en total anonimato. Yun permaneció indiferente a la llegada del intruso, sin embargo, se levantó a bajar de nuevo el interruptor.

Para las seis y cuarenta y cinco, el aburrimiento inquietó su eterno hastío. Con el conocimiento de que había alguien que podía escucharlo, dio fuertes pisotones al levantarse y comenzó silbar una canción de cuna china que aprendió de niño. Encontrándose en la cocina, llenó de agua la cafetera, esperó su debido tiempo dotado de una paciencia trascendental y, cuando estuvo lista, destapó la cafetera. Colocó su mano desnuda en el fregador y vertió parte del líquido hirviendo sobre ella.

— Hola, chaval, no sabía que estabas aquí —dijo Armando, un empleado de la misma sección que él.

Acaba de regresar de un viaje familiar, viendo más adecuado ir directo al trabajo antes que quedarse durmiendo en casa. Tenía demasiados retardos en su historial como para permitirse descansar. Incentivado, en parte, por las deudas que tenía con su casera, también había solicitado horas extra. Su reputación no era la de un haragán, pero el valor que se le daba en la compañía no era suficiente para cederle un aumento.

Al encender el foco, la imagen de la piel escarlata y herida de Yun le inundó el cuerpo de un nerviosismo que el masoquista recibió inocente.

— Me he lastimado, Armando, ¿me ayudas?

— Eh... Pero vamos a ver... —lo miró unos segundos a los ojos, sin dar respuesta.

La escasa desesperación que presentaba el asiático lo había dejado mudo, no obstante, más que una mudez potenciada por la prudencia o la introspección, era como si le hubieran rebanado la lengua con un cuchillo. Tenía la cabeza sangrando interrogantes, pero no consideraba que le tuviera la correcta confianza para dárselas a conocer. Entre que iba y venía, experimentando en su propio cuerpo el dolor que creía Yun debía de estar sintiendo, lo inesperado del momento le ofuscó el encuentro de una solución.

— Ya, que lo hago yo. Vaya compañeros —abrió la llave y del grifo fluyeron ríos de agua fría.

— Disculpa que... Lo pregunte, pero...

— Habla bien, joder, sabes español.

— S-sí, lo siento —El agua del grifo hacía eco en sus oídos, la garganta se le obstruyó del miedo; no era, en lo más mínimo, capaz de escuchar lo que decía repetirse en su cabeza—. ¿Cómo te quemaste?

— No lo sé. Apagaste la luz.

No lo había notado, pero Yun era bastante elocuente al comunicarse. Era posible que su acento sobresaliera con palabras en específico, pero por lo general no constataba mayor impedimento para entenderlo, si es que hablaba poco sería por circunstancias que no era de su interés conocer.

— ¿Por qué vergas llegan tan temprano? —Emilio, un veterano en la empresa, acababa de aparecerse. Liberó un bostezo y pasó su brazo por sobre los hombros de Armando, recargando su cabeza en él—. ¿Qué estabas haciendo con el enfermito? —dijo en voz baja. Armando lo alejó sobresaltado.

— ¡Buena suerte a todos hoy! —expresó Yun, quien escuchó claramente el comentario; los otros dos no reconocieron el despiste. En su mano quemada descansaba una toalla de cocina.

Yun Kalahari no manejaba las herramientas para causar un simple miedo; al gozar de un tour por su indumentaria, era fácil asumir que sus perversiones desencadenaban fobias. Armando tenía una excesiva cantidad de miedos, mas nunca conoció un temor enfermizo que no lo dejara dormir. Probablemente su encuentro fue como encajar las dos piezas que se corresponden en un rompecabezas.

Armando, aún liado, tuvo que prepararle una taza de café a su superior con el agua absuelta de delito.






blooming period / yunandoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora