Les enseñé a las niñas algunos juegos a los que jugaba yo con Agnes y Frans, y ellas me enseñaron otros de su invención. Hicieron pompas, jugaron con las muñecas, corrieron detrás de sus aros, mientras que yo las veía sentada en el banco con Johannes en el regazo.
Parecía que Cornelia se había olvidado de la bofetada. Estaba contenta y simpática, dispuesta a colaborar en el cuidado de Johannes y obediente a lo que le decía.
—¿Me ayudas? —me preguntó, intentando subirse a un barril que los vecinos habían dejado en la calle.
Sus ojos castaños claros eran vivarachos e inocentes. Me sorprendí ablandándome ante su dulzura, a sabiendas, sin embargo, de que no podía fiarme de ella. Podía ser la más interesante de las cuatro niñas, pero también la más inestable: la mejor y la peor al mismo tiempo.
Estaban jugando con la colección de conchas que habían sacado fuera, formando montones de diferentes colores, cuando él salió de la casa. Apreté el cuerpo del pequeño, sintiendo sus costillas bajo mis dedos. El niño chilló y yo hundí la nariz en su oreja, escondiendo la cara.
—¿Puedo ir contigo, papá? —gritó Cornelia, agarrándolo de la mano de un salto.
No vi la expresión de su cara: la inclinación de la cabeza y el ala del sombrero me la ocultaron.
Lisbeth y Aleydis abandonaron las conchas.
—¡Yo también quiero ir! —gritaron al unísono, tomándolo por la otra mano.
Él movió la cabeza y entonces vi su expresión absorta.
—No, hoy no. Voy a la botica.
—¿Vas a comprar pinturas, papá? —le preguntó Cornelia, sin soltarle la mano.
—Entre otras cosas.
El pequeño Johannes empezó a llorar y él me miró. Yo mecí al niño sintiéndome totalmente inadecuada.
Pareció que iba a decir algo, pero en lugar de ello se soltó de las niñas y tomó con paso decidido la Oude Langendijck.
No me había vuelto a dirigir la palabra desde que habíamos hablado del color y la forma de las verduras en la cocina de casa.
El domingo me desperté muy temprano, porque estaba nerviosa con la idea de ir a ver a mi familia. Tenía que esperar a que Catharina abriera la puerta, pero cuando oí que la estaban abriendo y salí me encontré a Maria Thins con la llave en la mano.
—Mi hija está muy cansada hoy —dijo, haciéndose a un lado para dejarme salir—. Se quedará unos días en la cama. ¿Podrás apañarte sin ella?
—Claro, señora —contesté, y luego añadí—: Y además siempre puedo preguntarle a usted si tengo alguna duda.
Maria Thins se rió entre dientes.
—¡Ah! Se ve que eres una chica lista. Sabes adónde recurrir en cada momento. En cualquier caso, no nos viene mal un poco de inteligencia alrededor —me dio unas monedas: mi sueldo por los días que había trabajado—. Y ahora vete a contarle a tu madre todo lo que sabes de nosotros, que supongo que es lo que harás.
Me escabullí antes de que pudiera decir nada más. Crucé la Plaza del Mercado, me encontré con los que iban a los primeros servicios religiosos de la Iglesia Nueva y me apresuré por las calles y canales que conducían a mi casa. Cuando giré al llegar a mi calle, pensé en lo distinta que me parecía ya tras sólo menos de una semana fuera. La luz era más brillante y más clara; el canal, más ancho. Los plátanos que lo flanqueaban se alzaban perfectamente inmóviles, como centinelas que aguardaban mi llegada.
Agnes estaba sentada en el banco delante de la casa. Cuando me vio se asomó a la puerta gritando:
—¡Ya está aquí! —y luego corrió hacia mí y me cogió del brazo—. ¿Cómo es allí? —me preguntó, sin siquiera saludarme antes—. ¿Son simpáticos? ¿Tienes que trabajar mucho? ¿Hay niñas en la familia? ¿Es muy grande la casa? ¿Dónde duermes? ¿Comes en platos de porcelana?
Me reí y no contesté a ninguna de sus preguntas hasta que no hube abrazado a mi madre y saludado a mi padre. Aunque no era mucho dinero, me sentí orgullosa al darle a mi madre las pocas monedas que tenía en la mano. Después de todo, para eso estaba trabajando.
Mi padre vino a sentarse fuera con nosotras y a escuchar lo que yo les contaba de mi nueva vida. Le di las manos, guiándolo en los escalones del frente. Cuando se sentó me frotó las palmas con su dedo pulgar.
—Tienes todas las manos cuarteadas —dijo—. Qué ásperas, también. El trabajo ya te ha dejado sus marcas.
—No se preocupe, Padre —le contesté yo en un tono alegre—. Había mucha ropa para lavar esperándome porque no tenían toda la ayuda que necesitan. Pero enseguida será más llevadero.
Mi madre me examinó las manos.
—Voy a poner un poco de bergamota a remojar en aceite —dijo—. Eso mantendrá la suavidad de tus manos. Agnes y yo saldremos al campo a buscarla.
—¡Cuéntanos! —exclamó Agnes—. ¡Cuéntanos de ellos!
Yo se lo conté todo. Sólo dejé sin mencionar algunas cosas —lo cansada que estaba por la noche; la escena de la Crucifixión que colgaba a los pies de mi cama; la bofetada que le di a Cornelia; que Maertge y Agnes tenían la misma edad—. Pero salvo esto se lo conté todo.
Le di a mi madre el recado del carnicero.
—Es muy amable por su parte —dijo—, pero sabe que no tenemos dinero para comprar carne y que no aceptaremos ese tipo de caridad.
—No creo que lo haga por caridad —le expliqué yo—. Más bien creo que lo hace por amistad.
Ella no contestó, pero yo me di cuenta de que no iría a ver al carnicero.
Cuando le hablé de los nuevos carniceros, Pieter el padre y Pieter el hijo, levantó las cejas, pero no dijo nada. Luego asistimos al servicio dominical en nuestra iglesia, donde me sentí rodeada de caras conocidas y de palabras conocidas. Sentada en el banco entre Agnes y mi madre, sentí como mi espalda se relajaba y mi cara se ablandaba y perdía la máscara que había llevado toda la semana. Creí que iba a llorar.
Mi madre y Agnes no me dejaron ayudarlas con la comida cuando volvimos a casa. Me senté con mi padre al sol en el banco de fuera. Alzó la cara y no cambió la posición de la cabeza durante todo el tiempo que estuvimos hablando.
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La joven de la perla
Teen FictionBest seller de Tracy Chevalier esta novela es transcrita para que pueda llegar a más lectores que no tienen acceso a ella fácilmente. Año 1664, Delft, Holanda. Griet es una muchacha de dieciséis años que se ve obligada a abandonar su casa para traba...