Un domingo mi madre se unió a nosotros cuando yo estaba describiéndole el nuevo cuadro a mi padre. Pieter nos acompañaba y tenía la vista fija en un trozo de suelo iluminado por un rayo de sol. Siempre se quedaba callado cuando hablábamos de los cuadros de mi amo.
No les conté nada del cambio que había hecho yo y que mi amo había aceptado.
—Pues a mí me parece que sus pinturas no son buenas para el alma —anunció de pronto mi madre.
Tenía cara de pocos amigos. Era la primera vez que hacía algún comentario sobre lo que pintaba mi amo.
Mi padre volvió la cara hacia ella, sorprendido.
—Son buenos para su bolsillo, diría yo —añadió Frans sarcástico.
Era uno de los escasos domingos que se le había ocurrido venir a casa. Últimamente se había obsesionado con el dinero. Siempre me estaba preguntando cuánto valían las cosas de la casa de la Oude Langendijck, cuánto valían las perlas y la pelliza que aparecían en los cuadros o el joyero con incrustaciones de perla y su contenido; cuántos cuadros había colgados en las paredes y qué tamaño tenían. Yo no le decía mucho. Me apenaba, tratándose como se trataba de mi propio hermano, pero me temía que había empezado a pensar que había formas más fáciles de ganarse la vida que como aprendiz en una fábrica de azulejos. Suponía que no pasaba de ser sólo un sueño, pero era un sueño que yo no quería alimentar con visiones de objetos caros a su alcance —o al de su hermana.
—¿Qué quiere decir, Madre? —le pregunté, pasando por alto el comentario de Frans.
—Hay algo que suena peligroso en la descripción que haces de sus cuadros —explicó ella—. Por tu forma de hablar de ellos podrían ser escenas religiosas. Es como si la mujer que describes fuera la Virgen María, cuando es sólo una mujer escribiendo una carta. Le das un significado al cuadro que no tiene ni merece tener. Hay en Delft miles de cuadros. Se ven por todas partes, tanto en las tabernas como en las casas de los ricos. Podrías comprar uno en el mercado con dos semanas de tu sueldo.
—Si hiciera tal cosa —repliqué—, usted y Padre no comerían en dos semanas y morirían sin ver el cuadro que había comprado.
Mi padre puso una mueca de desagrado. Frans, que estaba haciendo nudos en un cordel, se quedó mudo. Pieter me miró.
Mi madre permaneció impasible. No solía decir nunca lo que pensaba. Y cuando lo hacía sus palabras valían oro.—Lo siento, Madre —tartamudeé—. No quería...
—Se te han subido los humos a la cabeza desde que trabajas en su casa —me interrumpió ella—. Has olvidado quién eres y de dónde vienes. Nosotros somos una honesta familia protestante en cuyas necesidades no caben los lujos ni las modas.
Bajé la vista, dolida por sus palabras. Eran palabras de madre, las mismas que le diría yo a una hija mía si estuviera preocupada por ella. Aunque me ofendió que las dijera, al igual que me ofendía que dudara del valor de los cuadros de mi amo, sabía que había bastante de verdad en ellas.
Pieter no se quedó tanto tiempo conmigo en el callejón ese domingo.
Mirar el cuadro a la mañana siguiente fue un tormento. Los bloques de falsos colores estaban terminados y había empezado a perfilar los ojos y la alta cúpula de la frente de la mujer y parte de los pliegues de la manga. El rico tono amarillo de ésta me colmó de ese placer que habían condenado las palabras de mi madre, y me sentí culpable. Intenté imaginarme el cuadro terminado colgado en la carnicería de Pieter el padre, puesto a la venta por diez florines, una sencilla estampa de una mujer escribiendo una carta. No pude.
Esa tarde mi amo estaba de muy buen humor —de lo contrario no me hubiera atrevido a preguntarle—. Me había acostumbrado a calibrar su humor, no por sus parcas palabras o por la expresión de su cara, sino por su forma de moverse por el estudio y el desván. Cuando estaba contento, cuando estaba trabajando a gusto, se movía con decisión de un extremo al otro, sin vacilaciones ni movimientos inútiles. De haber sido aficionado a la música, habría ido canturreando, tarareando o silbando una canción por lo bajo. Cuando las cosas no le iban bien, se paraba, se quedaba mirando por la ventana, giraba abruptamente, empezaba a subir la escalerilla del desván sólo para volverla a bajar al llegar a la mitad.
—Señor —empecé a decirle cuando subió para mezclar aceite de linaza en el albayalde que yo acababa de moler.
Estaba trabajando en la piel de la manga. La mujer de Van Ruijven no había ido ese día, pero descubrí que podía pintar partes de ella, sin que estuviera presente.
Levantó las cejas:
—¿Sí, Griet?
Él y Maertge eran las únicas personas de la casa que siempre me llamaban por mi nombre.
—¿Son sus cuadros cuadros católicos?
Se quedó parado, sosteniendo el frasco de aceite de linaza sobre la concha que contenía el albayalde.
—Cuadros católicos —repitió. Bajó la mano, golpeando suavemente la mesa al dejar el frasco—. ¿Qué quieres decir con eso de cuadros católicos?
Había hablado sin pensar. Y ahora no sabía qué decir. Intenté una pregunta distinta.
—¿Por qué hay cuadros en las iglesias católicas?
—¿Has entrado alguna vez en una iglesia católica, Griet?
—No, señor.
—¿Entonces no has visto nunca una iglesia con cuadros o estatuas o vidrieras?
—No.
—¿Sólo has visto cuadros en las casas o en las tiendas o en las posadas?
—Y en el mercado.
—Sí, en el mercado. ¿Te gusta ver cuadros?
—Sí, señor —empezaba a pensar que no contestaría a mi pregunta, que simplemente me haría un sinfín de preguntas.
—¿Qué ves cuando miras un cuadro?
—Pues, qué voy a ver. Lo que ha pintado el pintor, señor.
Aunque asintió, me pareció que no había dado la respuesta que esperaba.
—Entonces cuando miras el cuadro que hay abajo en el estudio, ¿qué ves?
—No veo a la Virgen María, eso seguro —dije esto más como un desafío a mi madre que como una respuesta a su pregunta.
Se me quedó mirando sorprendido.
—¿Esperabas ver a la Virgen María?
—¡Oh, no, señor! —contesté nerviosa.
—¿Crees que es una pintura católica?
—No sé, señor. Mi madre dice...
—Tu madre no ha visto el cuadro, ¿verdad?
—No.
—Entonces no puede decirte lo que se ve o se deja de ver.
—No.
Aunque tenía razón, no quería oírle criticar a mi madre.
—No son las pinturas las que son católicas o protestantes —dijo—, sino las personas que las contemplan y lo que esperan ver en ellas. Un cuadro en una iglesia es como una vela en una habitación a oscuras: la utilizamos para ver mejor. Es el puente entre nosotros y Dios. Pero no es una vela protestante o católica. No es más que una vela.
—Nosotros no necesitamos cosas que nos ayuden a ver a Dios —repuse—. Tenemos Su Palabra, y eso nos basta.
Él sonrió.
—¿Sabías, Griet, que a mí me educaron en la fe protestante? Me convertí al catolicismo al casarme. Así que no es necesario que me prediques. Ya he oído esas palabras muchas veces.
Lo miré fijamente. Era la primera vez en mi vida que conocía a alguien que hubiera decidido dejar de ser protestante. No creía que realmente se pudiera cambiar así como así. Pero él lo había hecho.
Parecía que esperaba que yo dijera algo.
—Aunque no he entrado nunca en una iglesia católica —empecé a decir lentamente—, creo que las pinturas que vería en ellas serían parecidas a las suyas. Aunque las suyas no sean escenas de la Biblia, ni de la Virgen y el Niño, ni de Jesucristo en la Cruz —me recorrió un escalofrío al pensar en el cuadro que colgaba sobre mi cama en la bodega.
Volvió a coger el frasco y vertió unas gotas en la concha. Empezó a mezclar el albayalde y el aceite de linaza con la espátula hasta que la pintura tuvo la consistencia de la mantequilla dejada al calor de la cocina. Yo seguí fascinada el movimiento de la espátula plateada en la cremosa pintura blanca.
—Los católicos y los protestantes tienen diferentes actitudes con respecto a la pintura —me explicó sin dejar de mover la espátula—, pero no tienen por qué ser tan distintas como tú te crees. La pintura puede tener un propósito espiritual para los católicos, pero tampoco debes olvidar que los protestantes ven a Dios en todas partes,en todas las cosas. ¿O es que acaso no están celebrando también la Creación Divina cuando pintan cosas cotidianas, como sillas y mesas, aguamaniles, soldados y criadas?
ESTÁS LEYENDO
La joven de la perla
Roman pour AdolescentsBest seller de Tracy Chevalier esta novela es transcrita para que pueda llegar a más lectores que no tienen acceso a ella fácilmente. Año 1664, Delft, Holanda. Griet es una muchacha de dieciséis años que se ve obligada a abandonar su casa para traba...