Cap 5

181 9 0
                                    

Pensé en lo que me había dicho, en aquello de que la caja le ayudaba a ver más. Aunque no entendía por qué, sabía que no me engañaba porque lo percibía en su cuadro de la mujer y también en lo que recordaba del de Delft. Veía las cosas de una manera que los otros no veían, y por eso parecía un lugar diferente la ciudad en la que había vivido toda mi vida; por eso la luz en la cara de una mujer la hacía hermosa.
Al día siguiente de mirar por la caja, cuando fui al estudio, ésta había desaparecido. El caballete estaba de nuevo en su sitio. Miré el cuadro. Antes, de un día para otro, sólo había detectado mínimos cambios. Ahora había uno que saltaba a la vista: el mapa que estaba colgado en la pared detrás de la mujer había sido suprimido tanto del cuadro como de la pared del rincón. Ahora la pared estaba vacía. El cuadro estaba mejor sin él, más sencillo; el contorno de la mujer más definido contra el fondo crema de la pared. Pero el cambio me confundió: había sido demasiado súbito. No lo habría esperado de él.
Salí del estudio preocupada, y camino de la Lonja de la Carne no fui mirándolo todo como solía. Cuando me llamó nuestro antiguo carnicero no me paré a saludarlo y sólo le dije adiós con la mano.
Pieter el hijo se había quedado solo a cargo del puesto. Lo había visto unas cuantas veces desde aquel primer día, pero siempre en presencia de su padre, de pie al fondo, mientras éste despachaba. Al verme me dijo:
—Hola, Griet, estaba pensando en cuándo vendrías.
Pensé que era una tontería, porque iba todos los días a comprar la carne a la misma hora.
Me habló sin mirarme a la cara.
Decidí no hacer ningún comentario a lo que me había dicho.
—Tres libras de carne para guisar. ¿Y os quedan de las salchichas que me vendió tu padre el otro día? A las niñas les gustaron.
—Se han acabado, lo siento.
Una mujer se puso detrás de mí, esperando su turno. Pieter el hijo la miró.
—¿Puedes esperar un momento? —me dijo en voz baja.
—¿Esperar?
—Quiero preguntarte algo.
Me hice a un lado para que él pudiera atender a la mujer. No estaba de humor para andar esperando, pero no tenía mucha elección.
Cuando acabó con la mujer y volvimos a estar solos, me preguntó:
—¿Dónde vive tu familia?
—En la Oude Langendijck, en el Barrio Papista.
—No, no, tu familia.
Se me subieron los colores al darme cuenta de la equivocación.
—En el canal Rietveld, cerca de la puerta Koe. ¿Por qué me lo preguntas?
Entonces me miró por fin.
—Se han reportado varios casos de peste en ese barrio.
Di un paso atrás, abriendo unos ojos como platos.
—¿Han declarado la zona en cuarentena?
—Todavía no. Se espera que lo hagan hoy.
Luego me di cuenta de que debía de haber estado indagando sobre mí. Si no hubiera sabido de antemano dónde vivía mi familia, nunca se le habría ocurrido informarme de la epidemia.
No recuerdo cómo regresé a la casa. Pieter el hijo debió de poner la carne en la cesta, pero lo único que sé es que cuando llegué, la solté a los pies de Tanneke y dije:
—Tengo que ver a la señora.
Tanneke hurgó en la cesta.
—No has traído ni salchichas ni nada que las sustituya. ¿Qué te ha pasado? ¡Tienes que volver inmediatamente a la Lonja!
—He de ver a la señora —repetí.
—¿Qué pasa? —Tanneke empezó a sospechar algo—. ¿Has hecho algo malo?
—Puede que mi familia esté en cuarentena. He de volver con ellos.
—¡Oh! —Tanneke basculó el cuerpo, incierta—. No sé qué decirte. Tendrás que preguntar. Está en el cuarto con mi señora.
Catharina y Maria Thins estaban en el Cuarto de la Crucifixión. Maria Thins fumaba su pipa. Al entrar yo se quedaron calladas.
—¿Qué pasa, muchacha? —me preguntó Maria Thins con un gruñido.
—Perdone, señora —me dirigí a Catharina—. Me han dicho que la calle donde vive mi familia podría estar en cuarentena, y me gustaría ir a verlos.
—¡Sí y traerte la enfermedad contigo de vuelta! —me espetó—. Por supuesto que no. ¿Es que has perdido el juicio?
Miré a Maria Thins, lo cual enfadó aún más a Catharina.
—He dicho que no —insistió—. Y soy yo quien decide lo que puedes o no puedes hacer. ¿O es que lo has olvidado?
—No, señora —bajé la vista.
—No irás a casa los domingos hasta que el peligro haya desaparecido. Ahora vete, tenemos que hablar de cosas sin que estés tú por en medio.
Llevé la colada al patio y me senté fuera de espaldas a la puerta, para no tener que ver a nadie. Frotando uno de los vestidos de Maertge me puse a llorar. Cuando olí el aroma de la pipa de Maria Thins, me sequé las lágrimas, pero no me volví.
—No seas tonta, muchacha —dijo Maria Thins suavemente a mi espalda—. No puedes hacer nada por ellos y tienes que salvarte tú. Eres una chica despierta y puedes entenderlo.
No contesté. Un rato después había desaparecido el olor de su pipa.

La joven  de la perlaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora