Cap 6

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Enseguida volvemos con ellos.
—¿Se pondrá contento papá?
—Supongo que sí.
—¿Pintará ahora más deprisa?
No contesté. La pequeña hablaba por boca de su madre. No quería oír más.
Cuando volvimos, él estaba parado en la puerta.
—¡Papá, llevas puesto el gorro! —exclamó Cornelia.
Las niñas corrieron hasta él e intentaron quitarle el gorro acolchado que se ponen los hombres para la ocasión, cuyas cintas le llegaban por debajo de las orejas. Parecía orgulloso al tiempo que azorado. Me sorprendió; ya había sido padre cinco veces y pensé que estaría acostumbrado. No tenía ninguna razón para estar azorado.
Es Catharina la que quiere tener hijos, pensé entonces. Él preferiría estar solo en el estudio.
Pero eso no era justo. Yo sabía cómo se hacían los niños. Él también tenía algo que ver en ello y debía de haber cumplido más que de buen grado con su papel. Y por difícil que fuera Catharina, a menudo le había visto mirarla, rozar su hombro o hablarle en tono meloso.
No me gustaba pensar en él como hombre casado y con hijos. Prefería pensar en él solo en el estudio. O no del todo solo; conmigo.
—Habéis tenido un hermanito, niñas —dijo—. Se llama Franciscus. ¿Queréis verlo? —las condujo dentro mientras yo me quedaba en la calle con Johannes en los brazos.
Tanneke abrió los postigos de la Sala Grande y se asomó fuera.
—¿Está bien mi señora? —pregunté.
—Oh, sí. Arma mucho alboroto, pero no le pasa nada. Está hecha para tener hijos; le salen como las castañas de la cáscara. Ahora entra, el amo quiere hacer una oración de gracias.
Aunque incómoda, no podía negarme a rezar con ellos. Los protestantes hacían lo mismo después de un buen parto. Llevé a Johannes a la Sala Grande, que ahora estaba mucho más iluminada y llena de gente. Apenas lo puse en el suelo se lanzó a trompicones junto a sus hermanas, que estaban reunidas alrededor de la cama. Habían levantado las cortinas que la cercaban, y Catharina estaba incorporada sobre un montón de almohadones meciendo a un niño entre sus brazos. Aunque tenía cara de cansancio, sonreía, por una vez feliz. Mi amo estaba de pie a su lado, la vista baja, contemplando a su nuevo hijo. Aleydis le agarraba de la mano. Tanneke y la comadrona retiraban y limpiaban palanganas y sábanas manchadas de sangre, mientras que la nueva ama de cría aguardaba junto a la cama.
Maria Thins vino de la cocina con una botella de vino y tres vasos en una bandeja. Cuando la dejó sobre la mesa, él soltó la mano de Aleydis, se retiró un paso o dos de la cama y se arrodilló junto con Maria Thins. Tanneke y la comadrona dejaron lo que estaban haciendo y también se arrodillaron. Y luego el ama de cría, las niñas y yo nos arrodillamos igualmente; Johannes se retorcía, llorando, al obligarle Lisbeth a quedarse quieto.
Mi amo dijo una plegaria para agradecer al Señor el buen nacimiento de Franciscus y el haber preservado la vida de Catharina. Luego añadió ciertas fórmulas católicas, en latín, que yo no entendí, pero no me importó mucho. Tenía una voz baja y suave.
Cuando terminó la oración, Maria Thins sirvió los tres vasos de vino y él y ella y Catharina bebieron a la salud del recién nacido. Entonces Catharina se lo entregó al ama de cría, quien se lo puso en el pecho.
Tanneke me hizo una seña y nos dirigimos a preparar el arenque ahumado y el pan para la cena de las niñas y del ama de cría.
—No tardaremos en empezar con los preparativos del festín —observó Tanneke mientras poníamos la mesa—. A tu señora le gusta celebrar los nacimientos por todo lo alto. No nos dejará parar.
Este festín fue la celebración más importante que tuve ocasión de presenciar mientras estuve en la casa. Teníamos diez días para disponerlo todo, diez días para limpiar y cocinar. Maria Thins contrató a dos chicas durante una semana para que ayudaran a Tanneke con la comida y a mí con la limpieza. La que me ayudaba a mí no era muy despierta, pero trabajaba bien siempre que le dijera exactamente lo que tenía que hacer y la vigilara de cerca. Un día lavamos —estuvieran o no limpios— todos los manteles y servilletas que se iban a necesitar en el banquete, así como todas las ropas de la casa —camisolas, camisas, vestidos, cofias, cuellos, pañuelos, gorros y delantales—. La ropa de cama nos llevó otro día. Luego fregamos todas las jarras de cerveza, las copas, las fuentes, los peroles de cobre, las sartenes, las rustideras, los cucharones, las cucharas, así como lo que los vecinos nos habían prestado para la ocasión. Le sacamos brillo al bronce, el cobre y la plata. Descolgamos las cortinas y las sacudimos fuera y lo mismo hicimos con los cojines y las alfombras. Enceramos la madera de las camas, los armarios, las sillas y las mesas y los alféizares, hasta dejarla brillante.
Cuando acabamos tenía las manos llenas de grietas y casi en carne viva.
Todo estaba limpio para la fiesta.
Maria Thins encargó cordero y ternera y lengua y un cerdo entero, y liebre y faisán y capones, ostras y langostas y caviar y arenques, vino dulce y la mejor cerveza, así como dulces especialmente preparados por el panadero.
Cuando le entregué a Pieter el padre la nota con los encargos de Maria Thins, éste se frotó las manos.
—Con que una boca más que alimentar. Mejor para nosotros.
Llegaron grandes ruedas de queso Gouda y de queso Edam y alcachofas y naranjas y limones y uvas y ciruelas, y almendras y avellanas. Incluso enviaron una piña, regalo de un primo rico de Maria Thins. Nunca en mi vida había visto una piña, y su piel rugosa y con pinchos no me la hacía muy apetecible. En cualquier caso, no era a mí a quien iba destinada. Ni ésta ni el resto de los alimentos, que apenas probamos, salvo algún bocadito que Tanneke nos daba a degustar de vez en cuando. Me dejó probar un poquitín de caviar, que me gustó menos de lo que admití, pese a toda su fama, y un poco del vino dulce, que estaba maravillosamente especiado con canela.

La joven  de la perlaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora