Cap 8

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El único color que no me dejó manipular fue el azul ultramarino. El lapislázuli era tan caro, y el proceso de extracción del azul puro de la piedra tan complicado, que él mismo se encargaba.
Me habitué a estar a su alrededor. A veces estábamos codo con codo en el pequeño desván, yo moliendo el albayalde y él lavando el lapislázuli o quemando los ocres en el fuego. Apenas me dirigía la palabra. Era un hombre callado. Yo tampoco hablaba. Eran unos momentos muy apacibles, luminosos; entraba un raudal de luz por la ventana.
Cuando terminábamos, nos lavábamos las manos vertiéndonos el uno al otro agua de una jarra y frotándonoslas. En el desván hacía mucho frío; aunque había una pequeña chimenea que él utilizaba para calentar el aceite de linaza o para quemar los colores, yo no me atrevía a encenderla a no ser que él me lo pidiera. Si no, tendría que explicarles a Catharina y Maria Thins por qué desaparecían tan rápidamente el carbón y la leña.
Cuando él estaba conmigo no me importaba tanto el frío. Cuando se paraba cerca de mí sentía el calor de su cuerpo. Una tarde estaba lavando el masicote que acababa de moler cuando oí la voz de Maria Thins en el estudio. Él estaba trabajando en el cuadro; de pie, posando, la hija del panadero lanzaba de cuando en cuando un suspiro.
—¿Tienes frío, chica? —le preguntó Maria Thins.
—Un poco —se oyó responder débilmente.
—¿Por qué no tiene un brasero?
Él hablaba tan bajo que no oí su respuesta.
—No se notará en el cuadro, no si se lo pone a los pies. No nos conviene que vuelva a enfriarse.
De nuevo me quedé sin oír su respuesta.
—Griet puede ir a buscarle uno —sugirió Maria Thins—. Debe de estar en el desván, porque al parecer tiene dolor de estómago. Voy a buscarla.
Era más rápida de lo que yo hubiera pensado en una mujer de su edad. Apenas había puesto yo un pie en el peldaño superior y ella ya estaba a mitad de la escalera. Yo volví a poner el pie en el desván. No podía evitarla y no tenía tiempo de ocultar nada.
Cuando Maria Thins llegó arriba, enseguida se percató de las conchas dispuestas en una hilera sobre la mesa, de la jarra de agua y del delantal que yo llevaba puesto moteado con el amarillo del masicote.
—¿Así que era esto lo que estabas haciendo, eh? Eso pensaba yo.
Yo bajé la vista. No sabía qué decir.
—Dolor de estómago, ojos irritados. No todos somos tontos aquí, ¿sabes?
Pregúntele a él, deseaba decirle. Él es el amo. Esto es obra suya.
Pero ella no lo llamó. Ni tampoco apareció él al pie de la escalera para explicarle nada.
Se produjo un largo silencio. Entonces Maria Thins dijo:
—¿Cuánto tiempo llevas ayudándole, muchacha?
—Unas semanas, señora.
—Ya había observado que estas últimas semanas estaba pintando más deprisa.
Levanté la vista del suelo. Tenía una expresión calculadora.
—Si le ayudas a pintar más deprisa, muchacha —me dijo en voz baja—, podrás mantener tu puesto. Ni una palabra a mi hija o a Tanneke.
—Sí, señora.
Se rió.
—Tendría que haberlo sabido; eres lista. Casi logras engañarme incluso a mí. Ahora vete a buscarle un brasero a esa pobre chica.

Me gustaba dormir en el desván. No me atormentaba ninguna Crucifixión colgada a los pies de la cama. No había ningún cuadro, sino el olor a limpio del aceite de linaza y del almizcle y de los otros pigmentos. Me gustaba la vista de la Iglesia Nueva y el silencio. Allí no subía nadie, salvo él. Las niñas no me visitaban, como lo hacían a veces en la bodega, ni podían hurgar en mis cosas. Me sentía sola allí arriba, posada por encima del ruido doméstico, en situación de verlo todo desde cierta distancia.
Casi como él.
Lo mejor, sin embargo, era que podía pasar más tiempo en el estudio. A veces me envolvía en una manta y bajaba muy entrada la noche cuando la casa estaba en completo silencio. A la luz de una vela examinaba el cuadro en el que él estaba trabajando o abría un postigo para que entrara la luz de la luna. A veces me sentaba a oscuras en una de las sillas con dos cabezas de león en el respaldo, acercándola a la mesa y descansando el codo en el tapete azul y rojo que la cubría. Me imaginaba ataviada con el corpiño amarillo y negro y las perlas, con una copa de vino en la mano, y él sentado al otro lado de la mesa.
Sin embargo, había una cosa del desván que no me gustaba. No me gustaba quedarme encerrada con llave por la noche.
Catharina había hecho que Maria Thins le devolviera la llave y empezó a ser ella quien abría y cerraba la puerta. Debía de sentir que así tenía cierto control sobre mí. No le hacía mucha gracia que yo durmiera en el desván, pues significaba que estaba más cerca de él y del lugar al que a ella no le estaba permitido entrar, pero por el que yo podía moverme libremente.
Debía de ser difícil para una esposa aceptar este arreglo. No obstante, durante un tiempo funcionó. Durante tiempo me las apañé para desaparecer por las tardes y lavar y moler los colores que él me mandaba. Catharina solía echarse a dormir con frecuencia por entonces; Franciscus no acababa de estabilizarse y la despertaba casi todas las noches, de modo que necesitaba dormir algo durante el día. Tanneke también solía quedarse dormida junto al fuego, y yo podía salir de la cocina sin tener que inventarme una excusa. Las niñas estaban ocupadas con Johannes, enseñándole a andar y a hablar, y raramente notaban mi ausencia. Y si lo hacían, Maria Thins les decía que había ido a hacerle un recado, a buscarle algo a sus habitaciones o que le estaba cosiendo una cosa que requería la iluminación del desván. Después de todo, eran niñas, absortas en su propio mundo, indiferentes a las vidas de los adultos, salvo cuando les afectaban directamente.

La joven  de la perlaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora