Cap 18

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Me pregunté qué iba a ser de ella, qué iba a ser de todos ellos. Pese a la confianza de Tanneke en la pericia de su ama para los negocios, eran muchos de familia y tenían muchas deudas. Había oído en el mercado que hacía tres años que no pagaban al panadero, y después de la muerte de mi amo, el panadero se había apiadado de Catharina y había aceptado un cuadro como pago de la deuda. Por un instante pensé que tal vez Catharina también iba a darme un cuadro para saldar lo que le debía a Pieter.
Cornelia escondió la cabeza y yo entré en la Sala Grande. No había cambiado mucho desde que yo trabajaba en la casa. La cama seguía teniendo los cortinajes verdes, ahora un poco descoloridos. También estaba el armario taraceado de marfil y la mesa y las sillas de cuero de estilo español y los cuadros de la familia de él y los de la de ella. Todo parecía más viejo, más polvoriento, más ajado. En el suelo faltaban algunas de las baldosas rojas y marrones y otras estaban rajadas.
Van Leeuwenhoek estaba de pie de espaldas a la puerta, las manos cruzadas detrás, observando un cuadro que representaba a un grupo de soldados bebiendo en una taberna. Se volvió completamente y me saludó con una inclinación; era el mismo amable caballero de siempre.
Catharina estaba sentada a la mesa. No iba vestida de negro como yo había supuesto. No sé si con la intención de provocarme, llevaba puesta la pelliza amarilla ribeteada de armiño. Ésta también parecía raída, como si hubiera sido muy usada. Las mangas tenían varios rasgones mal cosidos y en la piel se veían las calvas típicas dejadas por las polillas. No obstante, ella cumplía con su papel de elegante señora de la casa. Iba bien peinada y se había empolvado el rostro; también se había puesto el collar de perlas. No llevaba los pendientes.
Su rostro no hacía justicia a su elegancia. No había polvos que pudieran ocultar su rigidez e irritación, su temor, su repulsa. No quería verme, pero no le quedaba más remedio.
—Quería verme, señora.
Pensé que era mejor dirigirme yo a ella, aunque al hablar miré a Van Leeuwenhoek.
—Sí.
Catharina no señaló a ninguna silla, como lo habría hecho de ser yo otra dama. Me dejó de pie.
Se produjo un incómodo silencio, ella sentada y yo de pie, esperando a que empezara a hablar. Sin duda estaba esforzándose por encontrar las palabras. Van Leeuwenhoek balanceó el peso de su cuerpo de una pierna a la otra.
No traté de ayudarla. No parecía que hubiera manera de hacerlo. La vi manosear los papeles que tenía sobre la mesa, recorrer con el dedo el contorno del joyero, que estaba a su lado, tomar la brocha de empolvarse y volver a dejarla. Se limpió las manos con un paño blanco.
—¿Sabías que mi marido murió hace dos meses? —empezó a decir por fin.
—Sí, me he enterado, señora. Me apenó mucho oírlo. Que en paz descanse.
Catharina no pareció escuchar mis vacilantes palabras. Sus pensamientos estaban en otro sitio. Agarró de nuevo la brocha y se la pasó por las yemas de los dedos.
—Ha sido la guerra con Francia lo que nos ha llevado a esta situación. Ni siquiera Van Ruijven quería comprar nada. Y mi madre tenía problemas para cobrar las rentas. Para colmo, mi marido tuvo que asumir además la hipoteca de la posada de su madre. Por eso las cosas se pusieron tan difíciles.
Lo último que hubiera esperado de Catharina es que se parara a darme explicaciones de cómo habían llegado a endeudarse. Quince florines después de todo este tiempo no significan nada, me habría gustado decirle. Pieter los ha olvidado. No piense más en ello. Pero no me atreví a interrumpirla.
—Y además estaban los niños. ¿Sabes cuánto pan comen once niños? —levantó la vista y me miró brevemente, luego volvió a clavarla en la brocha.
Con un cuadro se pagan tres años de pan, respondí para mí. Un buen cuadro para un panadero compasivo.
Oí crujir una baldosa en el pasillo y el roce de la tela de un vestido acallado con una mano. Cornelia, pensé, sigue espiando. Ella también tiene su papel en esta representación.
Esperé, guardándome las preguntas que me habría gustado hacer.
Van Leeuwenhoek habló al fin.
—Griet, cuando se abre un testamento —empezó a decir con su profunda voz—, se ha de llevar a cabo un inventario de las posesiones de la familia a fin de establecer con qué bienes se cuenta en relación con las deudas. Sin embargo, hay algunos asuntos privados que a Catharina le gustaría arreglar antes.
Miró a Catharina. Ella no había dejado de juguetear con la brocha.
Siguen sin gustarse, pensé. No coincidirían en la misma habitación si pudieran evitarlo.
Van Leeuwenhoek cogió de la mesa una hoja de papel.
—Diez días antes de morir me escribió esta carta —me dijo, y se volvió hacia Catharina—. Debes hacerlo tú —le ordenó—, pues son tuyos, no eran de él ni míos. Como albacea de su testamento ni siquiera tengo por qué estar aquí, pero era mi amigo y quiero ver cumplido su deseo.
Catharina le quitó el papel de la mano.
—Mi esposo no era un hombre enfermizo —dijo, dirigiéndose a mí—. No estuvo verdaderamente enfermo hasta un día o dos antes de morir. Fue la presión de las deudas lo que terminó poniéndolo frenético.
No podía imaginarme a mi amo frenético.
Catharina bajó la vista a la carta, miró a Van Leeuwenhoek y luego abrió el joyero.
—En la carta pedía que se te entregaran estos pendientes.
Los sacó y tras un momento de vacilación los dejó en la mesa.
Yo me sentí desfallecer y cerré los ojos, agarrándome con los dedos al respaldo de una silla para no perder el equilibrio.
—No volví a ponérmelos —declaró Catharina en tono amargo—. No podía.
Abrí los ojos.

—No puedo aceptar sus pendientes, señora.
—¿Por qué no? Ya los cogiste antes. Y además, no eres tú quien tiene que decidirlo. Él lo decidió por ti, y por mí. Ahora son tuyos, así que tómalos.
Dudé y luego me acerqué a la mesa y los recogí. Eran suaves al tacto y estaban fríos, tal como los recordaba, y en su curva gris y blanca se reflejaba todo un mundo. Los tomé.
—Ahora ya puedes irte —me ordenó Catharina, su voz acallada por unas lágrimas que no habían brotado—. He hecho lo que me pedía. No haré más de eso.
Se puso en pie, estrujó la hoja de papel y la tiró al fuego. Dándome la espalda, la vio prenderse y arder.
Sentí verdadera pena por ella. Aunque no lo vio, le hice una respetuosa inclinación de cabeza y otra más a Leeuwenhoek, que me sonrió.
«No dejes nunca de ser tú misma», me había advertido una vez hacía mucho tiempo. Me preguntaba si lo habría conseguido. No siempre era fácil saberlo.
Atravesé la habitación, apretando los pendientes entre los dedos y haciendo sonar las baldosas sueltas. Cerré suavemente la puerta detrás de mí.
Cornelia estaba parada en el pasillo. El vestido marrón que llevaba puesto había sido zurcido en varios lugares y no estaba todo lo limpio que debería. Cuando la rocé al pasar a su lado, me dijo en voz baja, ávida:
—Podrías dármelos a mí —sus ojos reían codiciosos.
Yo retrocedí y le di una bofetada.

Cuando regresé a la Plaza del Mercado, me paré en la estrella que ocupaba su centro a contemplar las perlas que llevaba en la mano. No podía quedármelas. ¿Qué haría con ellas? No podía contarle a Pieter cómo había llegado a poseerlas: eso significaba explicarle todo lo que había sucedido hacía tanto tiempo. En cualquier caso no podía ponérmelos: la mujer de un carnicero no lleva esas joyas, no más que una criada.
Rodeé la estrella varias veces. Luego me encaminé hacia un lugar del que había oído hablar, pero al que no había ido nunca, que estaba escondido en una callejuela de mala reputación detrás de la Iglesia Nueva. Diez años antes no me habría atrevido por nada del mundo a ir allí.
El negocio de aquel hombre era guardar secretos. Sabía que no me iba a hacer preguntas, ni decirle a nadie que había ido a verlo. Tantos objetos pasaban por su mano que había perdido la curiosidad por la historia que habría detrás de cada uno. Alzó los pendientes para ponerlos a la luz, los mordió y los sacó fuera para examinarlos.
—Veinte florines —dijo.
Yo asentí, tomé las monedas que me alargaba y salí sin mirar atrás.
Había cinco florines de más que no podría justificar. Separé cinco monedas de las otras y me las guardé en el puño. Las escondería en algún lugar que no pudieran encontrar Pieter o mis hijos, algún lugar que sólo yo supiera. No los gastaría nunca.
A Pieter le pondría contento el resto; una antigua deuda por fin saldada. Yo no le habría costado nada. Una criada que se había ganado su libertad.

Fin.

La joven  de la perlaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora