Cap 15

89 8 0
                                    


La siguiente vez que posé, no mencionó el pendiente. No me lo entregó, como me había temido que hiciera, ni me cambió la pose ni dejó de pintar.
Tampoco volvió al almacén a ver mi cabello suelto. Pasaba mucho tiempo sentado, mezclando los colores en la paleta. Tenía rojo y ocre en ella, pero el color que más mezclaba era el blanco, al que iba añadiendo pizquitas de negro, trabajándolo luego con gran meticulosidad, sin prisa, y el diamante plateado de la espátula destellaba en la pintura gris.
—¿Señor? —empecé a decir.
Levantó la vista y me miró; la espátula quieta en alto.
—Muchas veces lo he visto pintar sin que estuviera aquí la modelo. ¿No podría pintar el pendiente sin que yo tuviera que ponérmelo?
La espátula siguió inmóvil en el aire.
—¿Quieres que me imagine que tienes puesta la perla y que pinte lo que me imagino?
—Sí, señor.
Observó el cuadro, y la espátula volvió a moverse. Creo que esbozó una sonrisa.
—Quiero verte con el pendiente puesto.
—Pero ya sabe lo que pasará entonces, señor.
—Lo único que sé es que así el cuadro habrá quedado terminado.
Me arruinará, pensé. Pero tampoco pude decirlo entonces.
—¿Qué dirá su esposa cuando vea el cuadro terminado? —pregunté en cambio, mostrando todo el atrevimiento de que era capaz.
—No lo verá. Se lo entregaré directamente a Van Ruijven.
Era la primera vez que admitía que me estaba pintando en secreto, que Catharina no aprobaría lo que estaba haciendo.
—Sólo tienes que ponértelo una vez —añadió, como para apaciguarme—. La próxima vez que poses lo traeré. La semana que viene. Catharina no lo echará de menos si sólo es una tarde.
—Pero, señor —dije—, no tengo agujereadas las orejas.
Frunció ligeramente el ceño.
—Pues entonces tendrás que ocuparte de ello.
Se trataba, sin duda, de un detalle femenino y no de algo de lo que él tuviera que preocuparse. Dio un golpecito a la espátula y la limpió con un trapo.
—Y ahora vamos a empezar. La barbilla un poco más baja —me miró—. Humedécete los labios, Griet.
Me los humedecí.
—No cierres la boca del todo.
Esta orden me sorprendió tanto que no tuve que hacer nada por cumplirla. Pestañeé para contener las lágrimas. Las mujeres virtuosas no abrían la boca cuando eran retratadas.
Era como si hubiera estado con Pieter y conmigo en el callejón.
Ha arruinado mi vida, pensé. Y volví a humedecerme los labios.
—Bien —dijo él.

No quería hacérmelo yo misma. No tenía miedo al dolor, pero no quería pincharme la oreja con una aguja.
De haber podido elegir a alguien para hacerlo, habría elegido a mi madre. Pero ella nunca lo habría entendido ni hubiera aceptado hacerlo sin saber para qué. Y si se lo hubiera dicho, se habría horrorizado.
No podía pedírselo a Tanneke, ni a Maertge. Consideré la idea de pedírselo a Maria Thins. Posiblemente todavía no sabía nada del pendiente, pero no tardaría en enterarse. Sin embargo, no me atreví a pedírselo, a pedirle que participara en mi humillación.
La única persona que lo haría y me comprendería era Frans. Así que al día siguiente por la tarde salí de la casa con una cajita de agujas que me había dado Maria Thins.
La mujer de rostro agriado que estaba a la entrada de la fábrica sonrió displicente cuando pregunté por él.
—Hace tiempo que se largó y ¡ojalá no vuelva! —contestó, regodeándose en sus palabras.
—¿Se fue? ¿Adónde?
La mujer se encogió de hombros.
—Hacia Rotterdam, dicen. Y luego, ¿quién sabe? Tal vez haga fortuna en ultramar, si no se muere antes entre las piernas de una puta de Rotterdam.
Estas dos últimas amargas frases me hicieron fijarme en ella con mayor atención. Estaba embarazada. Cornelia nunca habría sabido cuando rompió el azulejo de Frans y mío que acabaría teniendo razón: que Frans terminaría separándose de mí y de nuestra familia. ¿Volveré a verlo alguna vez?, pensé. ¿Y qué dirán nuestros padres? Me sentí más sola que nunca.
Al día siguiente, me paré en la botica de vuelta de comprar el pescado. El boticario ya me conocía e incluso me saludaba por mi nombre.
—¿Y qué quiere hoy tu amo? —me preguntó—. ¿Lienzos? ¿Bermellón? ¿Ocre? ¿Linaza?
—No necesita nada —repuse nerviosa—. Ni mi señora tampoco. He venido... —por un instante consideré la idea de pedirle que me agujereara él la oreja. Parecía un hombre discreto, que lo haría de buen grado, sin decírselo luego a nadie ni querer saber los porqués.
No podía pedirle a un extraño que hiciera tal cosa.
—Necesito algo para adormecer la piel —dije.
—¿Adormecer la piel?
—Sí, como el hielo.
—¿Y para qué quieres tú adormecerte la piel?
Me encogí de hombros sin responder y con la vista fija en los botes que llenaban las estanterías a su espalda.
—Aceite de clavo —dijo por fin, al tiempo que dejaba escapar un suspiro—. Frótate la zona con un poquito y déjalo actuar unos minutos. El efecto no dura mucho.
—¿Me podría dar un poco, por favor?
—¿Y quién lo va a pagar? ¿Tu amo? Es muy caro. Hay que traerlo de muy lejos —en su voz se mezclaban la censura y la curiosidad.
—Yo lo pagaré. Sólo quiero un poco.
Saqué una bolsita del delantal y conté los preciosos stuivers sobre el mostrador. Una botellita minúscula de aceite de clavo me costó el equivalente a dos días de trabajo. Le había pedido a Tanneke dinero prestado, jurándole que se lo devolvería cuando cobrara el domingo siguiente.

La joven  de la perlaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora