Cap 13

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Un mes antes me había dicho que subiera al estudio.
—Estaré en el desván —anuncié aquella tarde a quienes estaban conmigo en la habitación.
Tanneke no levantó la vista de la costura.
—Pon un poco de leña en el fuego antes de salir —me ordenó.
Las niñas estaban haciendo ganchillo dirigidas por Maertge y Maria Thins. Lisbeth tenía paciencia y agilidad en los dedos y su labor era bastante buena, pero Aleydis era demasiado joven para manipular el delicado ganchillo, y Cornelia demasiado impaciente. El gato estaba echado a los pies de Cornelia, delante del hogar, y de vez en cuando la niña se agachaba y meneaba una hebra para que el animalito jugara con ella. Probablemente esperaba que el gato terminara por clavar las uñas en su labor y se la destrozara.
Tras echar la leña en el fuego, rodeé a Johannes, que estaba jugando con una peonza sobre las gélidas baldosas de la cocina. En el momento que yo salía, la tiró con tal fuerza que cayó directamente en el fuego. El crío se echó a llorar, mientras Cornelia se retorcía de risa y Maertge intentaba rescatar el juguete del fuego con unas tenazas.

—¡A callar! Vais a despertar a Catharina y a Franciscus —les reprendió Maria Thins. Pero no la escuchaban.
Salí sin que me vieran, aliviada de dejar atrás todo aquel barullo y sin importarme el frío que pudiera hacer en el estudio.
La puerta del estudio estaba cerrada. Cuando me acerqué, apreté los labios, me atusé las cejas y me pasé los dedos por las mejillas, hasta la barbilla, como si estuviera palpando la firmeza de una manzana. Vacilé ante la pesada puerta y luego llamé suavemente. No hubo respuesta, aunque sabía que él tenía que estar dentro: me estaba esperando.
Era el primer día del año. Hacía casi un mes que había preparado el lienzo para mi retrato, pero no había hecho nada más desde entonces —ni perfiles rojizos para indicar las formas ni falsos colores ni colores tapados ni zonas resaltadas—. Sólo el blanco amarillento del lienzo. Lo veía todas las mañanas al limpiar el estudio.
Llamé más fuerte.
Cuando abrió la puerta, tenía el ceño fruncido y no me miró de frente.
—No hace falta que llames, Griet, sólo tienes que entrar sin hacer ruido —dijo, volviéndose y dirigiéndose al caballete, donde el lienzo blanco esperaba preparado a que le añadieran los colores.
Cerré la puerta suavemente tras de mí, acallando el ruido de los niños en el piso de abajo, y avancé hasta el centro de la habitación. Estaba sorprendentemente tranquila, ahora que por fin parecía que había llegado el momento.
—Me llamaba, señor.
—Sí. Ponte ahí —señaló hacia el rincón donde había pintado a las otras mujeres. La mesa que estaba utilizando para el cuadro del concierto estaba todavía allí, pero había quitado los instrumentos musicales. Me dio un papel escrito.
—Lee esto —dijo.
Yo desdoblé el papel y bajé la cabeza, preocupada de que descubriera que estaba fingiendo que sabía leer una caligrafía desconocida.
El papel estaba en blanco.
Levanté la cabeza para decírselo, pero me detuve. Con él, por lo general, era mejor no decir nada. Volví a agachar la cabeza sobre el papel.
—Inténtalo con esto, a ver —me sugirió, dándome un libro. La encuadernación de cuero estaba muy gastada y el lomo roto por varios sitios. Lo abrí al azar y contemplé una página. No reconocí ninguna palabra.
Me hizo sentar, luego me dijo que me pusiera de pie y lo mirara, siempre con el libro abierto entre las manos. Me quitó el libro y me dio la jarra blanca con tapa de peltre y me dijo que hiciera como si estuviera sirviendo un vaso de vino. Me pidió que me pusiera frente a la ventana y simplemente mirara a la calle. Parecía perplejo todo el tiempo, como si alguien le hubiera contado una historia y no se acordara del final.
—Es la ropa —musitó—. Ése es el problema.
Comprendí a qué se refería. Me estaba haciendo hacer el tipo de cosas que haría una dama, pero yo iba vestida con ropas de sirvienta. Pensé en la pelliza amarilla y el corpiño amarillo y negro y me pregunté cuál me diría que me pusiera. En lugar de ilusionarme, la idea de vestirme con aquellas prendas me fastidiaba. No sólo era que iba a resultar imposible ocultarle a Catharina que me ponía su ropa. No me sentía a gusto agarrando cartas y libros, sirviendo el vino, haciendo cosas que nunca hacía. Por mucho que me apeteciera sentir la suave piel de la pelliza envolviéndome el cuello estaba claro que ésa no era la ropa que yo solía llevar.
—Señor —dije finalmente—, o tal vez debería pintarme haciendo otras cosas. Las cosas que hacen las criadas.
—¿Y qué hacen las criadas? —me preguntó suavemente, cruzándose de brazos y levantando las cejas.
Tuve que esperar un instante antes de contestar. Me temblaba la barbilla. Se me vino a la cabeza la imagen de Pieter y yo en el callejón y tragué saliva.
—Coser —repuse—. Fregar y barrer el suelo. Acarrear el agua. Lavar las sábanas. Cortar el pan. Limpiar las ventanas.
—¿Quieres que te pinte con la escoba en la mano?
—No soy yo la que tiene que decidir estas cosas. No es mío el cuadro.
Frunció el ceño.
—No, no es tuyo —sonó como si estuviera hablando para sí.
—No quiero que me pinte con la escoba —dije esto sin saber lo que iba a decir.
—No, no. Tienes razón, Griet. No te pintaría con una escoba en la mano.
—Pero no puedo ponerme la ropa de su esposa. Se hizo un largo silencio.
—No, supongo que no —dijo—. Pero tampoco te pintaré de criada.
—¿De qué, entonces, señor?
—Te pintaré como te vi la primera vez, Griet. Como tú misma.
Colocó una silla al lado del caballete, mirando a la ventana del centro, y yo me senté en ella. Supe que ése era mi sitio. Iba a buscar la pose en la que me había colocado un mes antes, cuando decidió pintarme.
—Mira por la ventana —dijo.
Yo miré hacia el gris invernal al otro lado de la ventana y, recordando cuando había posado en lugar de la hija del panadero, no intenté ver nada en especial, sino dejar que mis pensamientos se acallaran. No era cosa fácil, porque estaba pensando en él y en que estaba sentada frente a él.
La campana de la Iglesia Nueva sonó dos veces.
—Ahora vuelve la cabeza lentamente hacia mí. No, los hombros no. Mantén el cuerpo mirando hacia la ventana. Mueve sólo la cabeza. Despacio, despacio. Quieta ahí. Un poco más, de modo que..., quieta. Ahora no te muevas.
Me quedé quieta.
Al principio no podía mirarlo a los ojos. Cuando lo hice tuve la sensación de estar sentada junto a un fuego que lanzara de pronto una llamarada. En lugar de mirarlo a los ojos, estudié su barbilla firme, sus finos labios.
—No me estás mirando, Griet.
Me forcé a mirarlo. De nuevo sentí una quemazón, pero lo soporté.El quería que lo hiciera.

La joven  de la perlaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora