Cap 12

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 A la mañana siguiente, no había nada en el estudio que diera alguna indicación de lo que había sucedido el día anterior. Habían colocado dos sillas, una delante de la espineta y la otra de espaldas al pintor. Sobre la silla había un laúd, y un violín a la izquierda de la mesa. La viola seguía en la sombra, bajo la mesa. No era fácil adivinar por esta disposición cuánta gente iba a haber en el cuadro.

Más tarde Maertge me contó que Van Ruijven había venido con su hermana y una de sus hijas.
—¿Cuántos años tiene su hija? —le pregunté, sin poder reprimir mi curiosidad.
—Creo que diecisiete.
Mi edad.
Unos días después volvieron. Maria Thins me envió a hacer más recados y me dijo que no regresara en toda la mañana. Me habría gustado recordarle que no podía quedarme en la calle cada día que vinieran a posar —el tiempo se estaba poniendo demasiado frío para andar por la calle y además había mucho que hacer—. Pero no dije nada. No podía explicarlo, pero sentía que no tardarían en cambiar las cosas, aunque no sabía en qué sentido.
No podía volver donde mis padres —pensarían que había sucedido algo malo y explicarles lo contrario les llevaría a creer que todavía estaban pasando cosas peores—. En su lugar fui a la fábrica donde estaba Frans de aprendiz. No había vuelto a verlo desde que me había interrogado sobre los objetos de valor que había en la casa. Sus preguntas habían terminado por enfadarme y no había hecho el más mínimo esfuerzo por visitarlo.
La mujer que estaba en la puerta no me reconoció. Cuando le dije que quería ver a Frans, se encogió de hombros y se echó a un lado, desapareciendo sin mostrarme el camino. Entré en un bajo barracón donde unos chicos de la edad de Frans estaban sentados en bancos corridos delante de unas mesas, pintando azulejos. Trabajaban con diseños muy simples, que nada tenían que ver con la elegancia de los de mi padre. Muchos ni siquiera pintaban las figuras principales, sino sólo las florituras que adornaban las esquinas, las hojas y otros ornamentos similares, dejando un blanco en el medio para que lo rellenara un maestro con más experiencia.
Cuando me vieron, dejaron escapar un coro de silbidos tan estridente que quise taparme los oídos. Me dirigí al chico que tenía más cerca y le pregunté por mi hermano. Se puso rojo y metió la cabeza entre los hombros. Aunque yo era una distracción agradable, ninguno respondió a mi pregunta.
Encontré otro edificio más pequeño y más caluroso, en el que se alojaba el horno. Frans estaba allí solo, sin camisa, chorreando de sudor y con una cara espantosa. Le habían salido músculos en el torso y en los brazos. Se estaba haciendo un hombre.
Los trapos que se había atado en los antebrazos y en las manos le hacían parecer torpe, pero cuando sacaba o metía en el horno los azulejos, manejaba las bandejas en las que iban dispuestos con gran destreza y daba la sensación de que no podía quemarse nunca. No me atreví a llamarlo por si se asustaba y dejaba caer una bandeja. Pero me vio antes de que yo hablara e inmediatamente dejó sobre una mesa la bandeja que tenía entre las manos.
—¿Qué estás haciendo aquí, Griet? ¿Les ha pasado algo malo a Madre o a Padre?
—No, no; están bien. Sólo he venido a hacerte una visita.
—¡Oh! —Frans se quitó los trapos que le cubrían las manos, se limpió la cara con uno y bebió un buen trago de cerveza de la jarra que tenía al lado. Se arrimó a la pared y rodó los hombros, como hacen los hombres cuando terminan de descargar una barcaza para aflojar y estirar los músculos. Era la primera vez que le veía hacer ese gesto.
—¿Todavía sigues trabajando en el horno? ¿No te han cambiado a otra cosa? Al esmaltado o a la pintura, como a esos chicos del otro barracón.
Frans se encogió de hombros.
—Pero si esos chicos tienen tu misma edad. ¿No deberías...? —no pude terminar la frase al ver la cara que ponía.
—Estoy castigado —dijo en voz baja.
—¿Por qué? ¿Castigado por qué?
Frans no respondió.
—Frans, tienes que decírmelo o les contaré a Padre y a Madre que tienes problemas.
—No tengo problemas —dijo rápidamente—. Sencillamente el dueño está enfadado conmigo.
—¿Por qué?
—Hice algo que no le gustó a su mujer.
—¿Qué hiciste?
Frans vaciló.
—Fue ella la que empezó —dijo calladamente—. Mostró interés por mí, ya sabes. Pero cuando yo le mostré el mío, se lo dijo a su marido. No me echó porque es amigo de Padre. Así que estaré en el horno hasta que se le pase el enfado.
—¡Frans! ¿Cómo has podido ser tan estúpido? Sabes de sobra que ella no es para la gente como tú. Poner en peligro tu sitio aquí por algo así...
—No puedes imaginarte lo que es esto —musitó Frans—. Trabajar aquí es agotador, es aburridísimo. Era algo distinto en lo que pensar. Eso era todo. No tienes ningún derecho a juzgarme. Para ti es muy fácil decirme cómo debería vivir. Tú, que sabes que vas a tener una vida regalada con ese carnicero con el que te vas a casar, mientras que lo único que acierto a ver yo delante de mí son azulejos y días sin fin. ¿Por qué no iba a poder admirar una cara bonita?
Quise protestar, decirle que le entendía. A veces soñaba con montones de ropa sucia que nunca disminuían por mucho que yo frotara e hirviera y planchara.
—¿Era la mujer que está siempre a la puerta de la fábrica? —le pregunté.
Frans se encogió de hombros y bebió otro trago de cerveza. Se me vino a la mente la expresión desabrida de la mujer y me pregunté cómo había podido tentarle semejante cara.
—Pero ¿qué haces aquí a estas horas de la mañana? ¿No deberías estar en el Barrio Papista?
Llevaba una excusa preparada: que había ido a hacer un recado a esa parte de Delft. Pero me dio tanta lástima mi hermano que me encontré contándole todo lo de Van Ruijven y el cuadro. Fue un alivio poder confiárselo a alguien.
Me escuchó con atención. Cuando acabé, me dijo:
—Como ves no somos tan distintos. Los dos somos objeto de las atenciones de los que están por encima.
—Pero yo no he respondido a las de Van Ruijven ni tengo intención de hacerlo.
—No me refería a Van Ruijven —dijo Frans, con una mirada súbitamente astuta—. No, no a él. Me refería a tu amo.
—¿Qué pasa, con mi amo? —exclamé.

La joven  de la perlaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora