Capítulo 1: El barco de la libertad

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Rose volvió a guardar el diamante en el bolsillo del abrigo. ¿Sería por eso que Cal la estaba buscando con tanta desesperación? Probablemente. Su antiguo prometido era incapaz de emocionarse tanto por otra cosa que no significara dinero o poder. 

Lo conocía bien. El hielo de sus ojos era tan peligroso como el hielo de ese maldito iceberg, y hace apenas unos minutos, cuando Cal paseaba nervioso por la cubierta de tercera clase del Carpathia, sus ojos desprendían ese brillo helado que tanto asustaba a Rose.

¡Que mirada tan distinta a la de Jack! Los ojos de Jack no eran fríos. Su azul era el azul de los días claros de primavera, del mar en verano, del cielo sin nubes. Podría haberse pasado la vida entera mirando esos ojos, perdiéndose en ellos durante horas, días, años siglos. Sin hacer nada más; sólo mirar a Jack y amarlo con toda su alma, para siempre...

La voz del oficial la devolvió de nuevo a la realidad. A su alrededor sólo se oían llantos y gritos de dolor. Prácticamente todas las personas que estaban ahí habían perdido a un ser querido bajo las aguas heladas del océano. La imagen era desgarradora: madres abrazadas a sus hijas, ancianas cubriéndose la cara con las manos, mujeres con la vista clavada en el mar... Muchas de ellas tenían en sus ojos el velo gris de la locura, esa capa húmeda que cubre la mirada de los que ya no esperan nada. De los que ya no quieren, ni pueden, perder nada. 

Comprender esa locura era fácil, pero Rose no iba a dejarse vencer por ella: le había prometido a Jack que no se rendiría jamás. Que muy desesperada que estuviera, sobreviviría. Y ni siquiera el inmenso dolor que sentía en esos instantes iba a hacerle romper su promesa.

—Su nombre, por favor.

—Rose. Rose Dawson.

Rose Dewitt Bukater acababa de morir. La pobre niña rica que paseaba su rebeldía y orgullo por las brillantes cubiertas del Titanic había desaparecido también bajo el mar. Y con ella, todo su pasado. Toda la hipocresía, toda la crueldad, el frío, la impotencia y las cadenas que la habían atado durante años a un destino odioso. La hermosa prometida de Cal Hockey, la impertinente hija de Ruth Dewitt Bukater, la joven más afortunada y admirada de la alta sociedad americana ya no existía. 

Ahora era Rose Dawson, y pronunció el apellido de Jack como si fuera una bandera, un grito de libertad que nacía en lo más profundo de su ser y subía por su garganta con una fuerza nueva, desconocida. Nunca antes se había sentido tan segura y poderosa. Por primera vez en su vida se sentía dueña y señora de su futuro. Podía decidir cada uno de sus pasos sin tener que consultarlo a nadie y, sobre todo, sin tener que preocuparse de lo que pensasen los demás. 

Se sentía tan libre y tan fuerte como cuando Jack la hacía girar al son de la música en las bodegas del Titanic. Aún podía sentir la mano de Jack agarrándole la cintura. Su respiración quemándole las mejillas. El olor de su cuerpo envolviendo sus sentidos... Esa noche se sintió tremendamente libre. Y feliz. Ya nada importaba, porque el amor verdadero había borrado por completo todos sus miedos y dudas. No dudó cuando Jack le abrió la puerta del coche. Ni cuando le pidió que la acariciara. Lo único que deseaba en ese momento era fundirse con Jack y ser un solo cuerpo, una sola alma.

Esa noche volaron juntos. Mientras Jack le quitaba dulcemente el vestido, sentía su corazón abriéndose paso a través de la carne, presionándole el epcho para poder salir y unirse al de Jack. Quizás por eso se mareó un poco y sintió que perdía el mundo de vista cuando su cuerpo y el de Jack se unieron en un abrazo infinito, largo y profundo. Toda su piel se estremecía al recordarlo. Al recordar la respiración de Jack. El sudor. El sabor de los besos. La ternura de sus dedos. El peso de su cuerpo sobre el suyo. Su voz. Sus ojos. Sus labios. Su pasión. 

Jamás se había sentido tan deseada, tan profundamente querida, absorbida, adorada, tomada, rendida. Fue completamente suya y el resto del universo desapareció tras los cristales de ese coche cuando el amor explotó. Era su primera vez. Pero sus manos y las de Jack se buscaron con una sabiduría inesperada. No hubo timidez, ni errores, ni preguntas: se entregaron como dos antiguos amantes que se citan en secreto por última vez. Dándolo todo. Vaciando sus almas hasta dejar caer la última gota de amor.

Rose sintió un chasquido mojado sobre su mano. Estaba llorando. Una niña la miraba en silencio desde el suelo. Estaba sola, hundida entre un montón de mantas:

—¿Tú también echas de menos a tu mamá?

Rose se acercó y le acarició el pelo. No, ella no estaba echando de menos a su mamá. Se había pasado la vida haciéndolo, pero ya no. Cuando era pequeña, hubiera dado media vida por tener el cariño de su madre: un gesto, una caricia, una palabra... Pero la ternura jamás transformó el rostro seco y distante de Ruth. Y Rose acabó por acostumbrarse a ello. Ni siquiera sintió tristeza al verla alejarse en el bote salvavidas, roja de rabia e incomprensión, sin entender absolutamente nada. 

¡Pobre madre! Su lujoso futuro también se había hundido. Ya no tenía hija que casar. Su preciosa mercancía se había esfumado frente a sus ojos y ya no tenía nada que ofrecer a nadie. En el fondo, le daba pena. Pero ya era imposible dar marcha atrás. Rose ya no era "su" Rose, y por nada del mundo pensaba renunciar a la desafiante libertad que ahora se abría ante ella.

La pequeña se quedó dormida sobre el regazo de Rose. Ella misma estaba a punto de dejarse vencer por el cansancio. Se sentía completamente agotada y ni siquiera el aire fresco que llegaba del mar conseguía reanimarla. El coro de llantos seguía zumbándole en los oídos, como una terrorífica canción de cuna que retumbaría en su cabeza durante el resto de su vida. ¿Cómo olvidar tanta tragedia? Era una superviviente del Titanic, y eso sería siempre así, apagando cualquier chispa de esperanza que pudiese brillar de nuevo en su corazón. Ya no habría más sueños. Estaban todos junto a Jack, reposando junto a él en el fondo del océano. Envolviendo su cuerpo como sábanas invisibles...  Jack dormiría eternamente entre los sueños de Rose. Y ella ya solo podía desearle buenas noches. Buenas noches, amor mío. Te quiero.

Te quiero. Adiós...

La sirena del Carpathia anunció que estaba llegando a Nueva York. A lo lejos, la ciudad de las promesas se extendía sobre el mar como un fantasma, borrosa y gris. Pero nadie se alegró al verla. La nueva vida que muchos esperaban empezar allí se había perdido kilómetros atrás y lo que antes era una ilusión ahora parecía sólo un castigo.

Cuando Rose despertó, la niña ya no estaba junto a ella. Se levantó lentamente, protegiéndose de nuevo bajo la manta. El 'Corazón de la Mar' seguía escondido en su bolsillo. Podía venderlo. Comprarse un rancho en algún lugar de las montañas y aprender a montar a caballo como los hombres, con las piernas abiertas sobre el lomo... Con sólo la mitad de lo que valía el diamante podría vivir como una reina el resto de sus días.

Vivir como una reina... ¡qué tontería! Sería como empezar de nuevo. Meterse otra vez en una jaula de oro, encadenarse otra vez a las apariencias, al poder, a las buenas costumbres, a la hipocresía. Sería como traicionar a Jack y a esa nueva Rose que estaba naciendo. No tenía por qué ser así. Nadie sabía que estaba viva. Nadie la buscaría. ¡Era libre! ¡Libre! ¡Estaba volando! Y, de alguna manera, Jack también estaba allí, sujetándole los brazos y cantándole en el oído.

Nueva York se abría ante ella como una enorme puerta hacia lo desconocido. Y el recuerdo de Jack era la llave para abrirla. 

Si el Titanic fue el buque de los sueños, el Carpathia era sin duda el barco de la libertad.

Si el Titanic fue el buque de los sueños, el Carpathia era sin duda el barco de la libertad

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