Capítulo 2: Un cuerpo sin nombre

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El hospital de St. Patrick era un edificio bastante desagradable, pero el Dr. Myles estaba acostumbrado a contemplar esas eternas paredes amarillentas como quien observa las apredes de su propia sala de estar. No eran perfectas, pero sí acogedoras. Después de casi veinte años trabajando allí, el St. Patrick era ya como su hogar. 

Aquella mañana su despacho le parecía más confortable que nunca y las montañas de informes médicos que se acumulaban sobre su mesa no consiguieron borrarle el buen humor. Se lo tomaría con calma...

Entre todos los expedientes, sin embargo, había uno que despertaba especialmente su interés: el de Tom Collins. ¿Quién había elegido un nombre tan tonto? Seguro que fue la señora Taylor, la jefa de enfermeras. Era una forofa de las historias del oeste y debió estar encantada de elegir un nombre de pistolero para ese pobre chico... Cuando lo ingresaron no llevaba ningún tipo de identificación. Lo único que sabían de él es que viajaba en el Titanic y que había estado a punto de morir congelado. 

En realidad, el Dr. Myles estaba convencido que había permanecido muerto algunos segundos antes de que lo sacaran del agua. Era una teoría revolucionaria, pero estaba convencido que algunas de sus funciones vitales habían dejado de funcionar durante cierto tiempo y que precisamente por eso había entrado en el estado de coma profundo en el que ahora se encontraba. Era un milagro que estuviera vivo. 

Fue un milagro que lo encontraran. Según le habían contado, uno de los botes que acudió a rescatar a los pasajeros chocó contra su cuerpo y a uno de los marineros le pareció que aún estaba vivo. Lo subieron al bote e intentaron reanimarlo, pero fue inútil. Algunos de los pasajeros del bote, locos de terror, gritaron que volvieran a arrojarlo al mar, que llevar un muerto en el bote sólo era una carga inútil que los ponía a todos en peligro. Pero el marinero seguía insistiendo en que respiraba... Por suerte les hizo callar.

El chico estaba vivo, pero totalmente inconsciente. Fue ingresado en uno de los mayores hospitales de la ciudad, con otros supervivientes de la catástrofe, pero al final decidieron llevarlo al St. Patrick. Era lo que siempre hacían con los pacientes sin esperanza.

El hospital del Dr. Myles se había convertido en una especie de sala de espera, una antesala de la muerte. No le importaba tener esa fama. Estaba orgulloso de la ilusión y el esfuerzo de su equipo, de la ternura con la que las enfermeras cambiaban las sábanas a los ancianos, de cómo sus jóvenes estudiantes de medicina confiaban en salvar a esos pobres enfermos terminales que ya nadie más quería atender. Quizás por eso sentía tanto cariño hacia el viejo y destartalado hospital, porque dentro de él había un montón de gente buena. Gente que, como él, amaba su profesión.

Eso era lo que había intentado explicarle a la joven superviviente del Titanic que había ido a visitarlo pocos días después de la trageida. Era una gran chica. Y de verdad la hubiera aceptado como enfermera si no fuera por el problema de siempre: la terrible falta de presupuesto. Le costó convencerla de que no podía trabajar a cambio de nada, a pesar de que su vocación le pareció sincera:

—¿Cómo me ha dicho que se llamaba, señorita?

—Rose, Rose Dawson.

—Pues escúcheme Rose: tarde o temprano necesitará dinero. Nueva York es una ciudad dura. Y, por desgracia, yo no puedo pagarle un sueldo.

Le dolió perderla. Hubiera encajado muy buen en el ambiente familiar y desinteresado del hospital, pero seguro que conseguiría un empleo muchísimo mejor en otra parte...

No pudo evitar pensar en ella cuando le avisaron de que iban a traer al misterioso superviviente del Titanic. Nadie sabía su nombre. No figuraba en ninguna lista de pasajeros, ni de desaparecidos. Era un verdadero náufrago. Y estaba completamente solo. En los ocho meses que llevaba ingresado, nadie, absolutamente nadie, había preguntado por él. Las enfermeras se habían inventado ya su leyenda particular sobre el chico: unas decían que era un príncipe europeo, otras un heredero americano...

El Dr., sin embargo, solo veía a un chico joven luchando entre la vida y la muerte. Un chico muy fuerte, sin duda, porque otro no hubiera podido sobrevivir en las mismas circunstancias. No sabía nada de él, pero si de algo estaba seguro era de que Tom Collins, quienquiera que fuera, tenía una razón muy poderosa que lo empujaba a seguir viviendo.

Hacia media tarde, como hacía cada día, el doctor subió hasta la última planta del viejo edificio. Era la visita de rutina:

—¿Alguna novedad?

—No, doctor. Todo normal. Ahora mismo acabamos de lavarlo. Pobre... ¿Cree que algún día despertará?

—No lo sé. Puede estar en coma durante años. Puede que no despierte nunca. O puede que cuando despierte desee morir.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Un coma como el suyo puede provocar secuelas muy graves, desde amnesia hasta parálisis total. Ya debería saberlo...

La enfermera miró dulcemente el rostro del chico. El pelo rubio le caía sobre la frente. Por sus labios medio abiertos alía de vez en cuando un jadeo agonizante, casi imperceptible.

—Tiene los ojos azules, ¿sabe?

Pero el doctor ya no la escuchaba. Salía por la puerta cabizbajo, con las manos en los bolsillos y el corazón en un puño. La chica miró otra vez al paciente mientras corría las cortinas del gran ventanal para evitar que los rayos del sol le dieran en la cara. Era absurdo, porque él no sentía nada, ni siquiera la luz o el calor. Pero aún así todos lo trataban como si sólo estuviera medio dormido. Le hablaban, le pedían perdón cuando sin querer le daban un golpe, le deseaban buenas noches antes de marcharse a casa... Incluso la señora Taylor, siempre tan gruñona, le cantaba de vez en cuando una canción en voz baja. Ese chico, fuera quien fuera, fuera un príncipe, un millonario, un ladrón o un carpintero, tenía algo especial.

La enfermera recogió las medicinas de la mesilla de noche, le susurró un "hasta mañana" y cerró la vieja puerta de madera.

En la habitación, tumbado en la cama, completamente inmóvil, Jack Dawson seguía buceando por las aguas silenciosas y oscuras de un sueño que podría ser eterno.

En la habitación, tumbado en la cama, completamente inmóvil, Jack Dawson seguía buceando por las aguas silenciosas y oscuras de un sueño que podría ser eterno

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