Capítulo 8: Campanas de boda

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Ya no había esperanza. La búsqueda de Jack había terminado, o al menos eso pensaba él cuando se sentaba a oscuras en la buhardilla intentando recordar. No podía. Se concentraba hasta dolerle la cabeza, respiraba, lo intentaba de nuevo, cerraba los ojos, apretaba los dientes... Todo era inútil. Su memoria había muerto en el mar y Jack empezaba a comprender que el único camino era empezar de nuevo. No tenía pasado, pero nadie podría robarle el futuro. Y el futuro estaba en casa. París ya no tenía más recuerdos que ofrecerle, así que el siguiente paso era conseguir algo de dinero para comprar un pasaje rumbo a Nueva York.

A Pierre no el gustó nada la idea, pero como hacen los amigos de verdad en estos casos, no intentó detenerlo. De todos modos, Jack no le hubiera hecho caso. Quizá su hermano americano, como solía llamarlo, había perdido su memoria, pero su alma seguía siendo como un halcón salvaje. Libre y valiente. Lo único que podía hacer era ayudarlo, así que esa mañana tomó prestado un periódico del café  de la plaza y lo subió a la buhardilla para Jack:

—En las últimas páginas siempre hay ofertas de trabajo. He visto un anuncio de no sé qué oficina que buscaban un traductor, te pagarán bien.

Jack sabía que Pierre detestaba la idea de que se marchara, así que le agradeció ese pequeño gesto con un abrazo sincero. Su amigo se fue, murmurando a regañadientes un montón de barbaridades, y Jack se puso a hojear el periódico. Era de la semana pasada, pero quizás tuviera un golpe de suerte y encontrara todavía algo. 

Empezó a leerlo por la última página, el lugar reservado a las noticias de sociedad. Tonterías de ricos, claro. Una marquesa que había dejado toda su fortuna al ejército, el anuncio de la boda de un capitán... La prometida también salía en la foto... La prometida, la novia, la futura esposa, la amada, la dama, la mujer, la chica de la foto, sus ojos, su pelo, sus labios, esos labios, esos ojos, esa cara perfecta, esa mirada, sí, sí, sí. La conocía. ¡La conocía!

Podía olerla, sentirla, tocarla, oír su respiración con sólo cerrar los ojos. Podía desearla. ¡Podía amarla desde lo más profundo de su alma! Jack abrió los ojos:

—¡Rose!

El grito salió de su boca sin apenas darse cuenta y en un instante mágico, eterno y fugaz al mismo tiempo, el baúl que flotaba en su memoria se abrió con un impulso aterrador.

Todos sus recuerdos, todo su pasado se vaciaron de golpe como un líquido espeso y abrasador. Jack podía sentir como ardía y se esparcía primero por su cabeza, después por todas sus venas, mezclado con la sangre de todo su cuerpo, llenándole cada rincón de su ser hasta llegar de nuevo al corazón.

Todo estaba de nuevo allí:  su niñez, su padre pescando en el lago, su primer dibujo, toda su vida, su primer viaje a Europa. Y el Titanic. Y Rose. Rose, Rose, Rose. Jack no se cansaba de repetir su nombre. Miraba la foto del periódico y repetía su nombre, como un niño que acaba de aprender su primer palabra. Rose. Sus manos heladas. Un hilo de voz diciéndole que lo quería. Un sueño mortal. Y frío, mucho frío... Fue la última vez que la vio. Rose. Valía la pena morir por ella. Vivir por ella. Quererla más que a todo. Todos los misterios del mundo empezaban y terminaban en Rose...

Jack volvió a mirar la foto. A su lado, un hombre alto y amable miraba a la cámara satisfecho. Iba a casarse con ella... ¿Cuándo? ¿Cuándo? ¿Cuándo? Jack leyó la fecha de la boda: ¡era hoy! A las tres de la tarde, en la capilla de la mansión DeRouche. ¿Dónde diablos estaba eso? Tenía que encontrarla. Tenía sólo dos horas para buscar a Rose y Pierre no estaba por ninguna parte.

Lo buscó en el café, en la plaza, en las calles... Por fin lo vio, escribiendo obsesivamente sobre la mesa de un bar.

—¿Dónde está la mansión de los DeRouche?

—¿Qué? ¿Los de qué? ¿Qué pasa, Jack?

No tenía tiempo para explicárselo todo. Sólo necesitaba encontrar esa capilla cuanto antes. Pierre se fue a hablar con Agnes, la propietaria del bar y probablemente una de las lenguas más afiladas de París, y volvió con la información. Los DeRouche vivían en el centro de la ciudad: si se daba prisa, todavía podía llegar a tiempo.

Las calles de la ciudad parecían más llenas y estrechas que nunca, pero Jack volaba. Ni siquiera sentía sus piernas. Sólo pensaba en Rose y en no escuchar el repicar de unas campanas. A medida que se acercaba a la capilla, sólo rezaba para no oírlas. Mientras las campanas estuvieran en silencio, aún había esperanza...

Al mismo tiempo, en el interior de la capilla, Rose escuchaba la voz del sacerdote. Era un sonido débil y lejano, comparado con el latido de su corazón. No miraba a Vincent, no podía. Lo sabía feliz y confiado a su lado, pero ella era incapaz de compartir su felicidad y en lugar de eso, la tristeza se apoderaba de su pecho por momentos, empujándola a salir huyendo, a escapar.

Estaba a punto de casarse con un hombre al que no amaba y ni siquiera sabía por qué. Mentira. Sí lo sabía. Se casaba con Vincent porque había tenido miedo, un miedo terrible a la soledad y a la locura, a la guerra y a la muerte, a la desesperanza. Con Vincent podría empezar de nuevo y dejar atrás todo el dolor del pasado. Olvidarlo todo, menos a Jack.

Cuanto lo quería... Lo quería mientras entraba en la iglesia. Lo quería cuando tomó el brazo de Vincent para subir juntos al altar. Lo quería al contemplar su ramo de novio. Y lo quería más que nunca ahora, escuchando las palabras del sacerdote:

—Si alguien conoce algún motivo para que esta boda no se celebre, que hable ahora o calle para siempre.

Justo en ese instante, el diamante de Rose se desprendió de su cuello. La cadena se había roto y el corazón azul estaba en el suelo, junto a sus pies. No tuvo tiempo de recogerlo... Las puertas de la capilla se abrieron de par en par y la luz del sol partió la oscuridad en dos como una espada.

—¡Rose!

La voz de Jack atravesó toda la iglesia, rozó los ojos incrédulos de Ruth y Molly, y se clavó de lleno en el corazón de Rose. No podía ser cierto, no podía ser...

Rose se dio la vuelta lentamente y lo vio. Jadeante, sonriente, ¡vivo!

Quiso pronunciar su nombre, pero no pudo: el mundo desapareció de repente y cayó al suelo sin sentido.

Quiso pronunciar su nombre, pero no pudo: el mundo desapareció de repente y cayó al suelo sin sentido

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