Capítulo 4: El despertar

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La señora Taylor era famosa en el St. Patrick por sus aires militares y su expresión de estatua: andaba como siguiendo el ritmo de un tambor y su cara jamás dibujaba una mueca de más. Era, por decirlo de alguna manera, como una escoba. Por eso todos creían estar soñando cuando la vieron recorrer a toda prisa los pasillos del hospital, con la cofia medio caída y la mirada completamente desencajada. Gritaba el nombre del Dr. Myles como quien repite una oración sin sentido y el doctor tuvo que sentarla y darle un vaso de agua para que la vieja enfermera pudiera articular alguna frase comprensible:

—¡Tom! ¡Tom, doctor! ¡Tom! ¡Tom Collins ha despertado!

El doctor la dejó sentada en un banco, sorbiendo su vaso de agua, y subió de dos en dos los peldaños de la escalera. Cuando llegó a la habitación, un grupo de enfermeras rodeaba la cama del chico: "Dejadlo respirar, por favor, apartaos". El doctor se abrió paso como puedo entre ellas y contempló el milagro con sus propios ojos. 

El joven Tom, o como se llamase, estaba incorporado sobre el colchón rascándose la cabeza y sonriendo como si tuviera algo fantástico que contarles a todos:

—¿Cómo se encuentra, joven?

—Bien... creo. Me duele la cabeza como si me hubiera atropellado una manada de bisontes.

Las enfermeras se rieron. Era como estar hablando con alguien de la familia, un hermano o un primo al que habían estado cuidado con mimo durante casi dos años.

—¿Dónde estoy?

—En el Hospital St. Patrick de Nueva York.

—¿Por qué? ¿Qué me pasa?

El Dr. Myles hizo salir a todo el mundo de la habitación. Se sentó lentamente en la cama y empezó a contarle al chico todo lo que sabían de él. O sea, casi nada. Que había sido rescatado del Titanic. Que había sufrido un proceso muy avanzado de congelación. Que no sabían ni siquiera su verdadero nombre. Y lo más difícil: que había permanecido en coma profundo durante setecientos veinte días. 

Los ojos azules del muchacho se llenaron de pequeños reflejos húmedos: ¡setecientos veinte días! Tom, que así lo llamaba el doctor, sintió una punzada de desesperación en el pecho. De repente, se sentía brutalmente solo. Desamparado. Perdido. Nada de lo que le contaban tenía sentido para él. Sus recuerdos eran una inmensa llanura negra sin principio ni fin. Sin horizonte. Su memoria era sólo un escalofriante pozo vacío.

—No recuerdo nada, doctor. Nada.

Se abrazó al doctor temblando, como un niño pequeño. Entre sollozos, su garganta alcanzaba sólo a pronunciar una palabra: "Ayúdeme, ayúdeme". Un terror frío se había apoderado de cada una de sus células. No podía recordarlo entonces, pero en el Titanic solo había temido por la vida de Rose y en ningún momento, ni siquiera cuando el dulce sueño de la muerte empezaba a recorrer sus piernas bajo el agua, había perdido la esperanza. En cambio, mientras se abrazaba al doctor, todo el mundo parecía hundirse bajo sus pies... Por primera vez en su vida, Jack Dawson tenía miedo.

Los primeros días fueron muy duros. Se esforzaba por recordar, por encontrar una pequeña llave dentro de su cabeza que pudiera abrir la ventana de su vida. Pero cada intento era inútil. En lugar de nombres, caras o paisajes, en su mente solo encontraba un silencio blanco y burlón. Era desesperante.

Lo único que sabía de él mismo es que había subido a bordo del Titanic en el puerto inglés de Southampton. Era la única pista que tenía. Era allí donde debía empezar su búsqueda y cuanto antes lo hiciera, mejor.

El Dr. Myles le consiguió los documentos necesarios y, aunque al principio Jack se negó, le dio una buena cantidad de dinero. Lo suficiente para un viaje tan peligroso como aquel: 

—Europa está en guerra y allí nadie creerá que realmente estás amnésico. No te darán trabajo o, aún peor, creerán eres un desertor.

 Tenía razón, pero de todos modos, Jack prometió devolvérselo: 

—Quizás descubro que soy uno de los hombres más ricos del mundo, doctor.— bromeó antes de embarcar.

Casi todo el hospital había ido al puerto a despedirlo y mientras contemplaba sus manos agitándose en el aire, cada vez más pequeñas, Jack se preguntó si la última vez que había subido a un barco, al famoso Titanic, había tenido una despedida tan bonita como aquella. Un pensamiento agradable cruzó su mente en ese instante: no tenía pasado, pero al menos sí tenía amigos y un lugar al que volver.

La travesía se hizo eterna. Su camarote de segunda clase le parecía un palacio, así que seguramente no debía ser ningún hombre rico. No le importaba. Sólo quería saber quién era. Cómo se llamaba. Por qué viajaba en el Titanic. A dónde iba. ¡Había tantas preguntas hirviendo dentro de él! Y el mar que se abría frente a sus ojos parecía tener todas las respuestas.

La última mañana a bordo recorrió la cubierta hasta el extremo del barco. Subió a la barandilla y dejó que el viento salado golpease su cara. Se quedó fascinado mirando cómo el buque avanzaba entre las olas, partiendo el océano en dos. Era como estar volando. Se sentía el rey del mundo y sonrió al pensar que quizá lo era y no lo sabía.

El buque americano llegó al puerto de Southampton sin retrasos. Jack estaba ansioso por pisar tierra firme. Tenía la secreta esperanza de que al pisar esas calles alguien lo reconocería, lo llamaría por su nombre o se lanzaría a sus brazos con una inmensa alegría. Pero después de dos días recorriendo la ciudad, se dio cuenta de lo absurdo que había sido pensar eso. Preguntó en bares, hoteles, plazas, edificios, oficinas e incluso burdeles: nadie l recordaba. Nadie lo buscaba. Nadie lo había echado de menos.

Una madrugada, después de tomar unas copas con unos marineros americanos que había conocido en el barco, volvió al puerto. Sus amigos volvieron a sus camarotes y él siguió paseando solo por las callejuelas con olor a pescado que rodeaban el muelle. Estaba amaneciendo. Algunos tenderos empezaban a abrir sus comercios y Jack decidió tomárselo como un pequeño espectáculo: persianas que se levantaban mecánicamente, luces que se encendían al ritmo de una orquestra invisible, escaparates que se iluminaban de repente como árboles de Navidad...

Le llamó la atención uno en particular, el de una pequeña tienda de empeños. Estaba lleno de toda clase de objetos: pendientes, lámparas, figuritas de porcelana, libros, dibujos. 

El corazón le dio un salto al verlo. Era un retrato al carbón de una mujer casi desnuda. Estaba sentada en una silla y su mano sujetaba un cigarrillo largo y fino. No reconocía a la mujer, pero sí el dibujo. Algo en su interior le decía que era suyo. En el hospital había descubierto que no dibujaba nada mal, al contrario. Según el doctor, los retratos que había hecho de algunos de los pacientes eran espléndidos.

Y esa mujer descarada y sensual del escaparate tenía sus mismos trazos, su misma fuerza. En cada línea podía reconocer el impulso de sus dedos surcando el papel. Jack entró en la tienda como hipnotizado. La sangre recorría sus venas con furia mientras el hombre rescataba el dibujo de entre el montón de trastos viejos que casi lo sepultaban.

—No sé de quién es. Ya estaba aquí cuando compré la tienda.

Jack cogió la lámina como si fuera de oro. Sus ojos la devoraron ansiosamente buscando alguna señal. Le dio al vuelta y en una esquina, por fin, la encontró: "J.D. Montmatre, París 1911". 

Era una locura, pero era lo único que tenía. Unas iniciales, una ciudad, un presentimiento.

Una semana después estaba sentado en un tren, rumbo a París.

Una semana después estaba sentado en un tren, rumbo a París

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