Azules como el mar en verano. Así eran los ojos de Jack. Y así los vio Rose cuando abrió por fin los suyos: sobre ella, tan sólo a unos centímetros de distancia, estaban esos dos ojos azules como el cielo, brillando como dos estrellas fugaces cargadas de deseos por cumplir.
La mirada de Jack la hizo sentir desnuda y radiante, como aquella vez en su camarote del Titanic. Y también como entonces, el resto del mundo ya no importaba:
—Jack... eres tú, estás vivo.
Rose acarició la cara de Jack, comprobando que era real, que todo aquello no era sólo un sueño del que iba a despertarse- Si lo hubiera sido, hubiera preferido morir en ese mismo instante, con el aliento de Jack rozándole la cara y sus ojos mirándola con ternura infinita. No podía desear un momento tan precioso para dejarlo todo y escapar para siempre...
Pero no estaba soñando. Jack era real y estaba realmente allí, inclinado sobre ella, acariciando su pelo y tarareando la misma melodía con la que una vez la hizo volar sobre el océano. La tenía cogida por la cintura, con la misma seguridad de entonces, pero ahora las gotas que salpicaban la cara de Rose no eran agua de mar sino lágrimas. Jack estaba llorando.
—No saltes sin mí, Rose.
— Nunca, amor mío. ¡Nunca!
Se besaron apasionadamente, casi con dolor, casi hasta morir de deseo. Se besaron con toda el alma, dejando que el milagro del reencuentro hiciera desaparecer el tiempo y el espacio. A su alrededor no había nada. Los relojes se habían parado. Sólo sus labios seguían latiendo uno junto al otro, por encima de la vida y de la muerte, del pasado y del futuro, de los rumores y el silencio que los envolvían sin ellos darse cuenta.
El mundo se paró en ese instante. Estaban juntos. Estaban en la cubierta del Titanic, en el camarote de Rose, en el baile, dentro de un coche, agarrados a la barandilla del barco, flotando en el agua, en París, en una iglesia llena de gente. Estaban en ningún lugar y en todos, rodeados de un amor tan grande y tan poderoso que fundía sus cuerpos hasta hacerlos invisibles. Se besaban y se miraban. Reían y volvían a besarse. Rose tocaba la cara de Jack, él la abrazaba. Lloraban y se besaban de nuevo. Estaban vivos. Y estaban juntos...
En el altar de la capilla ya no quedaba nadie más. Vincent y el sacerdote se habían unido a los demás, contemplando la escena sin saber qué hacer o qué decir. Algunas voces pedían explicaciones en voz baja. La familia DeRouche y sus invitados estaban escandalizados, pero el capitán mantenía la calma. Él era el único que comprendía lo que estaba pasando.
Un caballero siempre acepta una derrota y él sabía que no podía competir con el amor de Jack, no podía retenerla... Rose lo miró con ojos de despedida y él aceptó ese adiós sin exigir nada más. Los miró alejarse hacia la puerta y, por un segundo, se alegró por haber sido testigo de su reencuentro: era la prueba absoluta de que el amor eterno existía.
Jack y Rose dejaron tras de sí una estela de emoción que nadie se atrevió a pisar. Todos los invitados permanecieron quietos y silenciosos mientras ellos cruzaban la iglesia cogidos de la mano. Los vieron alejarse calle arriba, abrazados, sin prisas. Caminaban en silencio, perdiéndose por las calles de París como dos vagabundos enamorados, borrachos de felicidad.
Siguieron la orilla del río, guiados por la luna que parecía haber salido solo para ellos. Recorrieron las orillas del Sena mirando el agua y reconciliándose secretamente con ella. Tenían un millón de cosas que contarse, pero en ese momento sobraban las palabras. Cruzaron los puentes y, desdibujadas por la luz de las farolas, sus siluetas se entrelazaban, se perseguían, jugaban y se perdían por los rincones de una vieja ciudad que nunca fue tan mágica como esa noche,
Los músicos ambulantes se convirtieron en una orquestra que tocaba sólo para ellos. Las luces de gas eran preciosas lámparas de araña. El cielo ya no era cielo sino una enorme cúpula de cristal. Las estatuas de los puentes eran pasajeros vestidos de gala que bailaban despreocupadamente y las escaleras no eran de piedra, sino de madera pulida y brillante. Todo el esplendor del Titanic nacía de nuevo a su alrededor, protegiendo su amor y transportándolos otra vez por un océano de sueños, esperanzas e ilusiones. Jack y Rose navegaron así toda la noche, haciendo que cada segundo contase.
Algunos paseantes, al ver a Rose con su vestido de novia, se paraban y los felicitaban, aumentando así sus risas y su complicidad. Ellos dos se miraban divertidos y se besaban entre los aplausos de la gente. Sí, ese era verdaderamente el día más feliz de su vida. Una vida que no había hecho más que empezar, repleta de amor y libertad. Nadie los perseguía, nadie los separaba.
—Sigo sin tener nada que ofrecerte, Rose.
—Tú eres todo lo que quiero, Jack.
—¿Confías en mí?
—Confío...
Se sentaron en un banco y hablaron. Rose no podía contener las lágrimas mientras le contaba a Jack que soltó sus manos al creerlo muerto, que vio como se hundía en el agua, que nadó hasta alcanzar el silbato de un oficial, que cambió su nombre para empezar una nueva vida, que lo creía muerto pero que jamás había dejado de amarlo...
—No te rendiste, Rose, y eso en lo que cuenta. Hiciste lo que debías: sobrevivir y no rendirte jamás.
—Cumplí mi promesa...
—Sí, y yo ahora voy a cumplir la mía.
—¿Ah, sí? ¿Qué vas a hacer?
—¡Escribir una carta de reclamación a la compañía White Star!
Los dos se rieron con ganas. Jack acercó su cara a la de Rose y besó sus labios sin cerrar los ojos. Quería verla. A ella y sólo a ella. Cada día, cada noche, durante el resto de su vida.
Seguía mirándola cuando los primeros rayos de sol se colaron por la ventana de la buhardilla, dibujando corazones de luz entre las sábanas y sus cuerpos.
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Así continúa Titanic
Romance¿Qué hubiera pasado si Jack no hubiese muerto en las heladas aguas del Atlántico?* +++ *Esta continuación de Titanic se publicó a finales de los 90 en un pequeño libro que regalaba la revista SuperPop y yo me he limitado a subirlo a Wattpad para que...