Capítulo 5: La ciudad de la luz

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El reloj de la estación marcaba las diez de la mañana. Jack se alegró de no llevar más equipaje que su pequeña bolsa de mano, porque en medio de ese caos hubiera sido imposible localizar una maleta.

Varios grupos de soldados recorrían los andenes, familias enteras se apiñaban en los rincones con el miedo dibujado en sus caras, policías de paisano paraban a cualquier tipo sospechoso creando pequeños revuelos en todas las entradas y salidas de la estación... Había una guerra, así que el ambiente de París lo era todo menos normal. 

Jack consiguió abrirse paso entre la multitud y, al fin, el sol de la mañana iluminó sus ojos: estaba en la ciudad de la luz y eso era precisamente lo que él estaba buscando allí. Un soldado que hablaba su idioma le indicó el camino hacia Montmatre, el barrio bohemio que compartían artistas, intelectuales, prostitutas, borrachos y locos. La mayoría malvivían entre los cafés y las plazas, derramando sus miserias sobre cualquiera que estuviera dispuesto a escucharles pero, a pesar de todo, Jack pensó que aquel lugar tenía algo mágico y especial.

Había una especie de libertad flotando en el aire que le gustó... Respiró hondo y buscó en su bolsillo algunas monedas para tomarse un café. Miró varias veces al camarero, para comprobar si su cara le resultaba familiar, pero fue inútil. El resto del día lo dedicó a pasear, a mirar y a dejarse ver, buscando esa luz que podría iluminar toda su vida. Pero todo seguía a oscuras.

Tenía hambre y entró en una taberna mugrienta donde un viejo maltrataba los oídos del personal con algo que algún día había sido un acordeón.

—¿Alguien habla mi idioma?

Un joven moreno que estaba sentado en un rincón, con la cabeza hundida en un libro, alzó la vista.

—¡Jack! ¡Mon Dieu! ¡Jack Dawson!

Se levantó como si una bomba hubiera explotado bajo sus pies y abrazó a Jack con tanta fuerza que lo levantó dos palmos del suelo.

—¡Querido amigo! ¿Qué haces aquí? ¡Qué alegría!

Jack no sabía qué decir. La emoción lo había dejado mudo, sordo y casi ciego. Sintió que perdía el mundo de vista y tuvo que pedirle al chico que lo dejara sentarse en una silla.

—¿Me conoces? Tú... ¿tú sabes quién soy?

—Claro, Jack. ¿Qué tonterías estás diciendo? Soy Pierre, el loco de Pierre. No me digas que no te acuerdas de mí...

Pero la mirada perdida de Jack fue la única respuesta que obtuvo. Pierre no comprendía nada, pero pidió al camarero dos vasos de vino y se sentó frente a su amigo en silencio. Algo raro estaba pasando y él tenía toda la noche por delante para averiguarlo.

Jack se bebió el vino de un solo trago y después carraspeó:

—No sé por dónde empezar...

Poco a poco las palabras fueron saliendo de su boca. Pierre no dejaba de mirarlo, entre asombrado y asustado, mientras escuchaba la historia de Jack. Cuando le contó que estaba allí gracias al dibujo del escaparate, Pierre soltó una carcajada:

—¡Seguro que lo vendiste para conseguir algo de dinero! ¿Cómo crees que te ganabas la vida, colega?

Pierre le contó entonces todo lo que sabía de él. Que se llamaba Jack Dawson, que era americano, que había llegado a París soñando con hacerse famoso, que las cosas no habían salido como él esperaba y que al final había decidido volver a casa.

—Conociéndote, seguro que conseguiste el pasaje para el Titanic en una partida de cartas.

Los dos se rieron con ganas. Jack seguía sin recordar nada, pero sentía que Pierre lo apreciaba de verdad y que entre ellos había una conexión realmente buena.

Se pasaron la noche hablando, primero en la taberna y luego en la buhardilla de Pierre. Su amigo le ofreció quedarse allí, "como en los viejos tiempos" y Jack aceptó encantado. De todos modos, por lo que Pierre le había contado, tampoco tenía dónde ir.

Ya de madrugada, los dos cayeron rendidos sobre sus camas. Pero Jack no podía dormir. Su cerebro funcionaba como una locomotora, repasando todas y cada una de las cosas que su amigo francés le había contado. Como mínimo, ya sabía quién era y de dónde venía, pero en un su corazón sentía aún un vacío extraño...

—Pierre. Pierre, dime: ¿estaba enamorado de alguien?

—¿Tú? Oh sí, claro, de trescientas o cuatrocientas mademoiselles, pero creo que si las vieras no recordarías sus caras.

—No, en serio, hablo de querer a alguien de verdad.

—Que yo sepa, ninguna mujer logró robarte el coeur, amigo mío.

Jack se dio la vuelta y miró su dibujo de la chica fumando: no, no estaba enamorado de ella cuando la pintó. Y aún así, tenía la lejana sensación de haber amado profundamente a alguna de sus modelos. ¿Había sido realmente así o era sólo una jugarreta de su imaginación? Jack suspiró. Seguramente, jamás lo descubriría...

Las primeras semanas en París fueron una fiesta. A pesar de la guerra, el barrio de los pintores seguía siendo el refugio rebelde de siempre, con sus personajes extraños, sus bares extraños y su extraño ritmo de vida. Allí la acción empezaba al ponerse el sol. Jack y Pierre solían dormir durante el día y por las noches, o bien salían o trabajaban frenéticamente en la buhardilla. 

Pierre quería ser escritor, y a pesar que todo el mundo le decía que sus textos eran demasiado descarados como para que nadie en su sano juicio los publicara, él seguía llenando páginas y páginas con ideas revolucionarias sobre el amor, el sexo o la muerte, sus temas preferidos. 

Jack, por su parte, había empezado a pintar de nuevo. Descubrió que tenía un talento natural para dibujar a las personas, para ver lo que había dentro de ellas y reflejarlo sobre el papel: tristeza, soledad, pasión, bondad, maldad. Su carpeta empezó a llenarse de retratos con la misma rapidez con la que la buhardilla se llenaba de chicas. Coristas, aspirantes a actriz, camareras, prostitutas, poetisas, vagabundas... ¡incluso una vez tuvo a una enfermera como modelo!

Algunas de ellas eran realmente hermosas, pero Jack no sentía nada al mirarlas. Contemplar sus cuerpos desnudos era solo parte de su trabajo, nada más. Sus ojos azules repasaban cada rincón de piel con la precisión de un cirujano, investigando todas y cada una de sus curvas sin ni siquiera ruborizarse. Sacaba punta a su carboncillo, alzaba los ojos del papel, fruncía el ceño y volvía a concentrarse en el papel. Nada más.

Era como si su corazón y sus sentimientos estuvieran en otra parte, muy lejos de allí, perdidos en ese vacío oscuro de su cabeza. Ni siquiera cuando rozaba sus cuellos, para ladearlos, o cogía sus cinturas para ponerlas en otra posición, sentía algo.

Se emocionaba con las manos perfectas de una o con el perfil celestial de otra, pero era incapaz de verlas enteras y desearlas. Era incapaz de enamorarse y, al mismo tiempo, sentía dentro de él una carga de amor inmensa que, como un baúl abandonado, flotaba a la deriva por las aguas de su memoria.

Un baúl sin cerradura, sin rumbo, sin dueño.

Un baúl sin cerradura, sin rumbo, sin dueño

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