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Marzo, 1979.

Su padre nunca había amado a su madre. Ella solo había sido un simple capricho. La sacó de China, alejó de su familia y obligó a vivir en un país con un idioma desconocido para ella, todo por simple capricho, todo eso porque se había sentido maravillado por ese rostro pequeño que terminaba en punta al igual que sus ojos. El primer encuentro entre ellos fue al verla pasear por un parque acompañada de su madre. Con la ayuda del intérprete que lo asistió durante ese viaje político, se les acercó a hablarles. Las condecoraciones en su traje militar hicieron el resto del trabajo.

El General Gautier pensó que aquel matrimonio sería un buen arreglo para él, sobre todo cuando el gobierno se estaba esmerando tanto por hacer contratos comerciales con China.

No se imaginó jamás que aquello solo le traería críticas.

Porque si aquella mujer de belleza exótica fuese su amante, habría recibido apretones de manos y golpes de envidia en la espalda. ¿Pero casarse con ella? ¿Cómo siquiera a un general como él se le había ocurrido?

Toda esa historia, Xiao Zhen la oyó de su propia madre cuando su enfermedad avanzó al punto que ya no podía levantarse de la cama. Lloró como una niña mientras le contaba aquello, algunas veces tan fuera de sus cabales que Xiao Zhen debía hilar sus historias para poder entenderlas.

Sus abuelos nunca se enteraron del sufrimiento de su hija. De hecho, ellos habían considerado como un acto indulgente que el General hubiese permitido a su mujer regresar a China para despedirse. Eso, Xiao Zhen lo había oído de sus abuelos cuando el doctor cubrió con la sábana el rostro pálido y sin vida de su madre. Lo último que había escuchado de ella, mientras el agarre de sus manos se volvía cada vez más débil, fue tan simple como complicado.

—Deseo de corazón haberte criado bien.

Por alguna razón, esas palabras habían reaparecido en su cabeza ese lunes por la mañana cuando se dirigía a su primera clase de la semana. Al ingresar al salón, la mitad de los alumnos ya se encontraba ahí. Entre ellos estaba Luan con la cabeza gacha. Jugaba con las hojas del cuaderno, las doblaba y estiraba, una y otra vez. Solo se distrajo al percatarse que Xiao Zhen tomaba asiento a su lado. Al azar el mentón, se quedó observándolo con los ojos todavía inyectados en sangre como si hubiese llorado todo el fin de semana.

No se esperó ver aquella expresión tan triste, tampoco las palabras que susurró el chico.

—Lo siento.

No dijo nada más durante las restantes dos horas. Los lápices de Xiao Zhen no terminaron en el suelo, como tampoco tuvo nuevos dibujos sobre sus apuntes. Tampoco hubo risas furtivas cuando alguno de sus compañeros se equivocaba y el profesor les lanzaba una bola de papel mojada a la frente.

Simplemente no hubo nada.

Cuando la campana resonó en el pasillo anunciando el fin del bloque, Luan no se movió. Xiao Zhen guardó su cuaderno y lápices en el bolso. Al colgárselo para partir, Luan lo afirmó por la muñeca.

—¿Podemos hablar, por favor? —suplicó, sus ojos inseguros fijos en el suelo—. Te prometo que... no te haré nada. Solo necesito hablar, por favor.

Giró la muñeca para soltarse, Luan se veía incluso más desesperado. Asintió en un movimiento casi imperceptible, que hizo a Luan guardar sus cosas apresuradamente y seguirlo por el pasillo abarrotado de gente. Finalmente, sus pasos fueron aplacados por el mullido colchón de césped al avanzar por las áreas verde del campus. Se detuvieron junto al árbol más alejado de los edificios.

Calcomanía (Novela 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora