SINTIÉNDOSE casi rejuvenecida gracias a una noche de descanso sin interrupciones, Freddie saltó de la cama y miró la hora. Se quedó consternada: ¿y los niños? ¡Tendría que haberse levantado dos horas antes para atenderlos! Entonces se acordó de las niñeras, lo que hizo que su sentimiento de culpa disminuyera, aunque lentamente, ya que dar de desayunar a Eloise y Jack seguía siendo tarea suya.
Después de ducharse, se maquilló levemente con los nuevos cosméticos que formaban parte de su renovado aspecto y eligió un fresco vestido de verano del nuevo guardarropa de verano que Zac había encargado para ella. Solo entonces se sintió preparada para saludar al sol matinal que entraba por las grandes ventanas.
Zac no dejaba de regalarle cosas. Tenía que reconocer que era muy generoso, pero eso no compensaba su obstinada actitud de hacer las cosas por su cuenta. Se dirigió a los dormitorios de los niños, que estaban vacíos. Al bajar se encontró con Jennifer, que le dijo que Eloise y Jack estaban con Zac en la terraza. Se quedó desconcertada porque había supuesto que el hecho de haber contratado a dos niñeras indicaba que Zac quería librarse de los niños todo lo que le fuera posible.
Mariette la condujo a la amplia terraza de piedra que se extendía por la parte trasera de la casa y que tenía una vista espectacular del valle.
Freddie se detuvo a contemplar el paisaje. Los olivos de hojas plateadas llenaban los bancales rodeados de muros de piedra y los campos de lavanda se extendían por la colina, más lejana. Sus capullos perfumaban el aire fresco de la mañana.
Una pérgola de hierro forjado, en la que se enredaban parras y glicinias, daba sombra a la terraza.
–¡Tía Freddie! ¡Tía Freddie! –Eloise fue corriendo hacia ella para enseñarle el dibujo de un dragón, ¿o eran dos?–. ¿Ves? Se han casado.
–Es muy bonito –aseguró Freddie a su sobrina tratando de no fijarse en que al dragón mayor lo adornaba algo semejante a un tatuaje. Eloise demostraba una habilidad artística que superaba con mucho a la de su grupo de edad.
La tensión se apoderó de Freddie cuando Zac se levantó de la mesa, al otro extremo de la terraza, mientras Jack intentaba correr hacia ella.
Lo tomó rápidamente en brazos, antes de que se cayera, porque, aunque sabía andar, aún no sabía correr, y observó que Zac no llevaba un traje de ejecutivo, sino unos vaqueros ajustados y una camisa blanca de lino que resaltaba el color de su piel. Ella pensó con resentimiento que parecía el vivo ejemplo de la salud, no el de un hombre que debía de estar con una resaca monstruosa. Se acercó a él con la tensión dibujada en el rostro y sin mirarlo. Dejó a Jack en el suelo para que jugara con los juguetes esparcidos por la terraza.
–Mariette va a traerte el desayuno –murmuró él con aire despreocupado.
–No se lo he pedido.
–Lo he hecho yo por ti.
–Pero no sabes lo que quiero para desayunar.
–He pedido que te traigan un poco de todo –dijo él con un brillo acerado en los ojos mientras la examinaba–. Te queda muy bien el azul. Estás preciosa.
–Francamente, lo dudo –replicó ella en tono de enfado al pensar en que, el día anterior, a pesar de lo bien arreglada que iba, él no había mostrado ningún interés.
–No discutamos delante de los niños –la previno él.
A Freddie no le hizo gracia alguna la advertencia. Respiró tan hondo que pensó que iba a explotar. Estaba tan enfadada con él que casi no podía respirar. Se contuvo para no dar salida a su furia.
–Son para ti –dijo Zac al tiempo que levantaba un florero con un gran ramo de flores y lo ponía en la mesa–. Y esto…
Era un estuche de joyería que ella no quería abrir. Flores y, probablemente, diamantes. Debía de haber empleado un montón de neuronas para encontrar semejante manera de disculparse, pensó ella con desagrado, pero ninguno de los dos regalos había conseguido su objetivo. Lo miró y observó una luz precavida en sus ojos cristalinos, la precaución de un hombre que no sabía cómo reaccionaría ella.