Las cadenas de mil hombres

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Sony Novem, El Soldado.

— Quédense en la trinchera. — Dice el comandante con voz abatida.
— ¿Y luego?
— Y luego corran, muchachos. Corran por sus malditas vidas.

Sé, por su expresión y por su tono, que todo está perdido.

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Últimamente pienso mucho en la incertidumbre. Un sentimiento que me descoloca y me hace tropezar una y otra vez.
¿Quién soy? Hay días en los que ni siquiera puedo reconocerme, en los que el reflejo me parece un completo extraño y la piel que habito parece ser la equivocada. ¿A dónde voy? No sé, hay tantas opciones, y ninguna de ellas parece ser la indicada. Ninguna de ellas parece ser suficiente como para complacerme. Ninguna parece tener un final feliz. ¿De dónde vengo? Recordar mis raíces parece más difícil cada día que pasa. Le pregunto a mi persona si lo que me ha sucedido en el pasado es lo que me ha convertido en lo que soy hoy en día, si define mi futuro o si ya lo está definiendo de alguna manera. En el día de la fecha, ni siquiera estoy seguro de ser persona. Quizá soy un ser humano, quizá soy un monstruo. Quizá no soy nada. Esa sería una respuesta convincente. ¿Qué quiero? Quiero sentirme completo. El peso de la incertidumbre no me lo permite, y las cadenas del pasado mucho menos. Arrastro estas ataduras que se sienten como las cadenas de mil hombres puestas sobre mi, amarrando mis muñecas, mis tobillos, mi entidad. Sé que estaba sirviendo a mi país, sé muy bien que se trataba de honor y lealtad. Ojalá alguien me hubiera advertido que yendo a la guerra me perdería a mi mismo. Ojalá alguien avisara a todos los soldados lo que pasa después, porque el futuro es lo peor. Las secuelas se convierten en una pesadilla permanente. Podría hablar mucho de la guerra, pero creo que lo estoy a punto de decir lo resume bastante bien: Nunca he visto tantos demonios en las cabezas de tan pocos hombres.
En un momento todo se trató de sobrevivir, ya no importaba el bando enemigo ni el aliado ni el amigo ni el camarada. Llega un punto en el que todo deja de importar y los instintos de supervivencia florecen como un lirio en plena primavera. Recuerdo pensar: ¡Dios mío, soy aún joven y todo está perdido! Ya en este punto el cerebro inhibe las emociones y te toma prisionero, te convierte en un robot el cual sigue estrictamente sus instrucciones sin titubeos. Esas órdenes son: Corrre. No pares. Huye. Corre. No pares. Huye. Cuidado. Cuidado. Huye.
Y eso hice, me puse en primer lugar y corrí sobre los cuerpos sangrantes, ignoré los pedidos de súplica a mi alrededor, agudicé mi sentido de la audición nada más para escuchar los bombardeos y los misiles, y correr aún más rápido si presentía que alguno venía por mi.
Creo, desde la pena de mi corazón y sintiendo el veneno que mi alma supura, que haberlos ignorado a todos, dejarlos morir... Es lo que hace imposible que pueda perdonarme a mi mismo.
Sé que Dios lo observó todo y la Muerte danzó junto con sus parcas sobre todos los cuerpos, esperándolos con los brazos abiertos para recibirlos en el plano del no retorno.
También sé que algo me castiga desde el más allá, pero desconozco qué es o de donde viene.
De modo que, finalizamos donde comenzamos. O quizás este es el comienzo del fin.
Incertidumbre.

Submundis BellumDonde viven las historias. Descúbrelo ahora