Capítulo 9

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No volví a hablarle en todo el camino, tenía toda la razón, me había enamorado, estaba dispuesta a hacer lo que fuese para olvidar ese dolor que me causaba no tenerla, incluso al costo de hacerle daño a alguien inocente, alguien que tenía su vida. Amalia era especial, madura, inteligente, demasiado como para fijarse en alguien tan egoísta como yo, lo mejor era seguir con cero esperanzas de volverla a ver. De regreso el camino no era tan emocionante, había ido con intenciones de conquistarla, pero regresaba con intenciones de hacerle un gran bien y alejarla de mí lo más posible, mientras menos personas conocieran a Alexandra Santos, más serían felices. Llegamos a la carretera y mi camioneta estaba donde mismo, la llevé hasta cerca de su casa, por cierto bien acomodada, de alcurnia, pero prefería seguir con mis ideas de una despedida a tiempo, me caía bien, y lo menos que quería era hacerla sufrir.

    Nos despedimos, para ella era una despedida común, para mí una definitiva. Antes de irse me dijo que me esperaba para el café matutino, le sonreí, pero para mis adentros estaba de sobra saber que no iría a tomar más café a esa cafetería. Me marché y anduve por el pueblo, hasta que llegué por inercia a mi hotel, subí como de costumbre, y el aburrimiento de esa escasez de lesbianas, o chicas rubias de uno ochenta me abatía. Tomé mi teléfono y llamé a Beatriz, charlamos un poco, estaba feliz de estar en la universidad, al igual que sus padres, luego revisé los correos que me llegaban, todos de trabajo, algunos de invitaciones a fiestas de esas aburridas, y de la nada una invitación del alcalde a la boda de su hija, lo que hace el dinero, a penas me conocía, pero que una celebridad estuviese en su casa era un honor, tan siquiera era la tarjeta de la boda, ni el nombre de los novios decía, era un papel frívolo, escrito con la mejor tinta, y dibujos en oro, típico de los políticos que quieren retomar el control de un país que ya pasó hace muchos siglos a las manos de los negociantes, de los empresarios, me invitaba, pero luego salía que si esta inversión, que si aquella, mayor turismo al pueblo, o mayor bolsa. Usaría mi infancia, el nombre de mi abuelo, Francolines Belcoin, su relación con mi abuela española, la huída de mi padre con mi madre a España, y toda esa historia patética de mis abuelos maternos, ya que los paternos aparecieron cuando les demostré que podía y sabía hacer dinero.

    La actitud de las personas me parecía tan patética, la verdad, no los comprendía. Tomé una ducha a pesar del frío tajante que bajaba de esas montañas que se veían de mi balcón. Tomé mi cajetilla de cigarros, mi copa de vino, y me senté en esa balcón solitarios. Me sumergí en el humo ahogante de mi cigarro, me ahogué en los recuerdos, y casi pude sentirla, seguía siendo tan inevitable para mí pensarla, desearla, que era ella la que estaba esa noche encarnando mi soledad, me helaban los huesos, ya mi vida se había consumido, y mi último intento de enamorarme había sido en vano. La noche pasó, y mi sueño nunca llegó, vi el sol renacer entre esas montañas, realmente sublime el momento. Salí a correr, y casi me gana la costumbre de mi café, pero recapacité de repente, Amalia estaría ahí, y yo no la quería volver a ver.

    De camino al correo me imaginé su cara al ver que no llegaba, a juzgar por como me dijo esa noche lo del café estaría furiosa o aliviada de librarse de mí. A pesar de todo, me gustaba más imaginar su cara de decepción, de quererme volver a ver, al menos eso me subía el autoestima, algo es algo. Recogí esos malditos papeles del trabajo, y una indicación de mis padres, tal parecía se iban a un crucero por el Caribe. Seguí mi camino y pasé por frente a su trabajo, fantaseé con visitarla, pero ella había aceptado pasar el día conmigo a cambio de no volverla a buscar. Pasé por el súper, y compré algo de ropa, me relajé gastando, y comprando ropa que no utilizaría, pero aproveché y elegí el conjunto que llevaría a la boda. Dejé todo en el hotel, y fui a la cabaña, estaba casi terminada, ese lago congelado se veía realmente hermoso, y esas montañas como vista desde mi habitación, había cambiado la Torre Eiffel por unas montañas sin nombre, pero hermosas. Extrañaba mi París, sus calles, sus mujeres, extrañaba a Anna, y extrañarla era caer en la tentación de hacer sufrir a Amalia. Quise ir a buscarla, inventar cualquier excusa para faltar a tomar el café, irme de ahí, no sé, pero no pude, algo que aún no me explico no me dejó seguir adelante. De regreso me dejé llevar por el rumor silencioso de las montañas, y la fina llovizna que empañaba los cristales, la temperatura bajaba y yo añoraba mis escapadas a esos bares sin nombre. El hotel estaba callado como de costumbre, ni un alma asomaba por esas calles desiertas, subí sin tropezarme con nadie, de todas formas nadie me hablaba más de lo debido. Había planeado pasarme la comida, pero mi hambre me delató, de me hizo más pesado llamar a servicio de habitación que salir a buscar un restaurante con vergüenza. Yo y mis caprichos de citadina, comer a la luz de las velas no tiene comparación, y haciendo honor a mi burguesía gastada por los siglos, y recordando las cenas de mis abuelos españoles, me arreglé y me adueñé de los comentarios, y las miradas de los hombres en las calles, el terror de dejar sus esposas sueltas asechaba, y tenía como nombre Alexandra Santos. Veían en mí la reencarnación del pecado, la consagración del diablo, o incluso su hija, si supieran que fuera de ese pueblo el mundo era distinto, que las mujeres casi violan a los hombres, que todos tenemos derecho a ser felices, y que todo es demasiado importante como importarte la ropa que usa una desconocida, o el tiempo que ellos usaban condenándome al infierno, muchos lo empleaban trabajando para llevar de comer a sus casas.

Invítame a ParísDonde viven las historias. Descúbrelo ahora