Capítulo 7

605 50 0
                                    


Capítulo 7



Tres semanas después, durante su hora de descanso en la cafetería, María abrió un test de embarazo y sacó el folleto con las instrucciones. El corazón le latía tan rápido como un tambor, y la tensión había hecho que su rostro se cubriera de una fina capa de sudor. Ya estaba sin hogar y casi sin trabajo, lo último que necesitaba era añadir un embarazo a la situación. No podía negar que tenía los pechos doloridos y se sentía mareada a todas horas. Se repetía, con frenesí, que no era más que un virus que le habían pegado en algún sitio. Nada más que un estúpido virus.

Al mismo tiempo, en la comodidad de su despacho en la City, Esteban dejaba el teléfono en la mesa tras haberse puesto en contacto con la madre de María, Odette Taylor.

Esa llamada había resultado del todo inútil. Era evidente que María se había ido sin dejar una dirección de contacto, y su «encantadora» madre ni sabía ni tenía interés por saber dónde estaba.

Había sido entonces cuando Esteban había comprendido que había chocado con un muro de ladrillos. Por supuesto, no había esperado encontrarse con la noticia de que María ya había dejado de ser su empleada cuando él regresó a Londres, pero aun así tenía que verla porque quería comprobar que estaba bien. Se dijo que le debía al menos esa consideración.

Por lo que él sabía, su asistente personal, Lupita, era la única que había llegado a conocer a María siquiera un poco.

Llamó a la eficiente morena y, tras un par de minutos tanteándola con sutileza y sin ningún éxito, perdió la paciencia y admitió que quería ponerse en contacto con María.

De vuelta en el diminuto cuarto para empleadas de la cafetería, María volvió a mirar la varita del test con los ojos anegados en lágrimas.


Quería gritar y llorar como una niña, porque el test había dado positivo y durante unos minutos María se había dejado dominar por el terror. Un bebé, iba a tener un bebé y el embarazo ya estaba haciendo que se sintiera enferma. ¡Se sentía fatal, realmente fatal! Sin embargo, era incapaz de plantearse un aborto porque era muy consciente de que si Odette hubiera tenido esa opción, probablemente ni ella ni sus hermanas habrían llegado a nacer. ¿No se merecía su bebé amor y cariño? No podía rechazarlo porque llegaba en mal momento, era un embarazo no planificado y no contaba con un hombre que la apoyara.


María soltó el aire con un siseo al pensar eso último. Con la excepción de Kat, ni María ni sus otras dos hermanas habían contado con la ventaja de tener un padre en sus vidas que se preocupara por ellas.

–¡Esto se está llenando de gente! –gritó su jefe desde el otro lado de la puerta, poniendo fin a su descanso antes de tiempo.

María se estiró el uniforme, guardó su bolso en la taquilla y volvió al trabajo.

Admitió, con un pinchazo de culpabilidad, que no tenía otra opción que ir a casa de su hermana Kat.

De momento estaba durmiendo en el sofá de una amiga, y no ganaba lo suficiente en la cafetería para pagar un alquiler y la comida al mismo tiempo.

Kat dirigía una casa de huéspedes en el Distrito de los Lagos, y seguramente se alegraría de tener ayuda con la limpieza y la cocina.


María intentó aferrarse a esa idea para intentar ver algo positivo en la terrible imagen de tener que volver a casa como una adolescente incapaz de manejarse en un mundo de adultos. Por supuesto, podría haber pedido ayuda a su hermana Saffy, que era propietaria de un apartamento en Londres.

Pero la perspectiva de pedir ayuda a su exitosa hermana gemela era demasiado humillante para ella. No se imaginaba a la sagaz y mundana Saffy cometiendo un error tan básico como quedarse embarazada por un descuido. Lo cierto era que a María le horrorizaba la idea de tener que admitir ante su gemela lo mal que había resultado su traslado a Londres.

Esteban pudo ver a maria desde la acera opuesta a la cafetería. Llevaba un uniforme de color rosa chicle, un poco corto para una joven de piernas tan largas, y estaba increíblemente pálida. Se dijo que tal vez simplemente no estuviera maquillada.

Entró en la cafetería y ocupó una mesa, aún estudiando su alta y esbelta figura. Ella volvió la cabeza y pudo captar el destello de sus preciosos ojos azules, y cómo sus labios rosados se entreabrían y dejaban ver el encantador hueco que tenía entre los dos dientes delanteros.

El cuerpo de Esteban, que recientemente había demostrado ser por completo insensible a los encantos de mujeres más disponibles, reaccionó con una excitación inmediata, que le hizo apretar los dientes.

María lo vio y se quedó inmóvil, con obvia incomodidad. Aun así, Esteban le sonrió y movió los dedos morenos en un gesto de llamada, ordenándole mentalmente que fuera hacia él.

El impacto de ver a Esteban en persona fue tan grande que María tuvo la sensación de que una fuerza externa tiraba de ella como un imán. Se acercó con desgana, sujetando la libreta entre las manos, con la boca seca y los músculos tensos.

–¿Qué estás haciendo aquí? –le preguntó.
–¿A qué hora terminas?

María se encontró con esos ojos dorado oscuro, tan irresistibles como cadenas que se enroscaran alrededor de su cuerpo. Se dijo que era inevitable enfrentarse a la realidad. Él tenía derecho a saber lo del embarazo. Que prefiriera a Ana Rosa no tenía nada que ver, porque eso era personal, un asunto personal de él. Lo único que debía importarle a María era que llevaba dentro a un hijo suyo; sin embargo, el impacto de ese descubrimiento seguía estremeciendo su cuerpo como la rémora de un terremoto.

–Mi turno acaba a las diez.

–Te estaré esperando –sin más dilación, Esteban se puso en pie y salió: resuelto, impaciente y testarudamente práctico. María sabía que le habría exigido que saliera de inmediato, en mitad de su turno, si hubiera creído que tenía posibilidades de convencerla.

Cuando salió de la cafetería, a la hora del cierre, había una limusina aparcada junto a la acera.

–¿Señorita Fernández? –preguntó el chófer por la ventanilla, antes de salir a abrirle la puerta de atrás. María tragó saliva para intentar controlar las náuseas y subió. La desconcertó descubrir que la limusina estaba vacía, y preguntó al conductor de Esteban adónde la llevaba.

–Tengo órdenes de llevarla al apartamento del señor San Román.

María apoyó la cabeza en el asiento.

En ese momento no le importaba dónde la llevara, solo estaba agradecida por no tener que ir andando. Si tenía que darle la noticia, era mejor hacerlo en un sitio donde nadie pudiera oírlos o interrumpirlos.


Se preguntó cómo reaccionaría él. Y si sería con enfado, resentimiento y amargura.

Y también si le ofrecería hacerse cargo del costo de la interrupción del embarazo o incluso sugeriría la entrega en adopción como alternativa viable.

Cuando llegaron, el chófer la escoltó al interior de un lujoso bloque de apartamentos, la hizo entrar en el ascensor y pulsó el botón de la planta adecuada.

Esteban paseaba con impaciencia por el suelo de madera del elegante vestíbulo. Estaba convencido de saber lo que ella iba a decirle: había sospechado la verdad en el momento que los ojos tensos de ella se habían encontrado con los suyos.

Tres semanas antes, María había parecido mucho más risueña y tranquila, y no creía que haber escapado de la arpía de su madre pudiera haberla deprimido tanto.

Esteban, que confiaba en su excelencia a la hora de resolver problemas, quería encontrar la manera de transformar algo aparentemente negativo en algo positivo.

Un hombre vestido con traje sujetaba la puerta del apartamento, esperando su llegada, cuando ella salió del ascensor al elegante descansillo.

María cruzó el umbral, se apretó el cinturón del impermeable, metió las manos en los bolsillos y echó los hombros hacia atrás, entrando en el vestíbulo en semi penumbra.

Captó enseguida la amplia extensión de ventanas que indicaba que el piso era un ático, muebles contemporáneos de líneas limpias, y la misma ausencia de ornamentos y desorden característica del despacho de Esteban.

María pensó que ni siquiera en eso se parecían, porque ella era una gran acumuladora de detalles y adornos de valor sentimental.

–Quítate el impermeable –dijo Esteban, acercándose hacia ella–. Ponte cómoda.

María echó un vistazo a su atractivo rostro moreno y al brillo lustroso de los ojos oscuros enmarcados por espesas pestañas, y enrojeció de inmediato.

Era un hombre impresionante que le causaba un impacto colosal cada vez que lo veía.

Sintiendo el ya habitual cosquilleo en la pelvis, se desabrochó el impermeable, se lo quitó y se sentó, apretando las rodillas y las manos como una niña a la que hubieran pedido que se comportara lo mejor posible.

–No tengo buenas noticias –le dijo con timidez.

Esteban escrutó su rostro perfecto y las elegantes líneas de su figura con instintiva apreciación. Ella tenía algo especial; seguía sin saber qué, pero era algo que le asaltaba cada vez que la veía.

–Eso depende de cómo se mire –comentó.

–Estoy embarazada –dijo María de sopetón–. Y se mire como se mire, es un problema. No quiero un hijo ahora, cuando acabo de iniciar mi carrera profesional, pero no podría soportar tener un aborto solo porque este no es buen momento.

–Yo podría quedarme con el niño –la interrumpió Esteban.

Anonadada por la sugerencia, María alzó la vista y clavó en él sus ojos azules rebosantes de incredulidad.

–¿No lo dirás en serio?

–¿Por qué no? Estaba dispuesto a casarme para formar una familia. ¿Qué tiene esto de distinto?

–Si te hubieras casado, habrías tenido una esposa que...

–No te dejes guiar por los prejuicios. Sería un excelente padre soltero. Es indudable que sé muy bien lo que un padre no debe hacer –admitió Esteban con brutal sinceridad–. Mi padre era el peor ejemplo que se puede seguir.

–El mío también... eh...

–Solo digo que si tú no quieres el bebé, yo sí.

–¡No he dicho que no lo quiera! –protestó María, desconcertada por su actitud y sintiéndose ridículamente protectora de la nueva vida que se estaba desarrollando dentro de ella. Pero, en otro aspecto, lo respetaba por su inesperada voluntad de involucrarse y asumir la responsabilidad–. Es solo que no sé qué hacer ahora.

–No tenemos que tomar ninguna decisión importante hasta dentro de muchos meses –apuntó Esteban con tono tranquilizador.

–Sí que quiero a mi bebé... –empezó a decir María, pero su estómago empezaba a revolverse como un barco en una tormenta y tuvo que ponerse de pie de un salto–. ¿Dónde está el aseo? –gimió con consternación.

Por suerte, llegó a tiempo, y vomitó por segunda vez esa tarde. Después, floja y agotada, se inclinó sobre el lavabo para refrescarse.

El espejo le devolvió la imagen de su extrema palidez y los ojos inyectados en sangre. No tuvo más remedio que admitir que parecía un cadáver andante.

–¿Quieres que llame a un médico? –preguntó Esteban que, para su vergüenza, la esperaba tras la puerta–. ¿O que te lleve a un hospital?

–No, supongo que esto es lo que los libros denominan náuseas matutinas, excepto que yo las tengo durante todo el día –le dijo María malhumorada. Se frotó las mejillas al recordar lo pálida que estaba y, de inmediato, se preguntó por qué se molestaba en hacerlo. Eso no iba a transformarla de camarera vestida con un feo uniforme barato en una mujer atractiva. Ni siquiera entendía por qué quería resultarle atractiva en ese momento.

–No pensé que se pudieran sufrir esa clase de síntomas tan pronto –comentó Esteban

–Pues ya somos dos. Pero la verdad es que me siento fatal casi todo el tiempo.

–¿Dónde estás viviendo ahora? –preguntó Esteban.

–¿Cómo sabes que ya no estoy en el piso de mi madre? –María enrojeció y volvió a sentarse.

–Intenté ponerme en contacto contigo allí.

–Seguía insistiendo en que aceptara reservas de sus clientes –admitió María con desgana–. No tuve más opción que marcharme.

–Ya supuse que seguiría intentando presionarte. ¿Dónde estás viviendo ahora? –volvió a preguntar.

María admitió que estaba durmiendo en el sofá de la casa de una amiga.

–No hay mucho más que pueda hacer. Aún no gano lo bastante para permitirme pagar un alquiler –admitió con desgana, avergonzada por la diferencia entre sus situaciones financieras, pero convencida de que tenía que ser lo más sincera posible. El rostro de Esteban se tensó y su sensual boca se convirtió en una fina línea.

–Eso es algo en lo que puedo ayudar. Soy propietario de varios apartamentos para uso de los empleados que vienen del extranjero en viaje de trabajo. Puedes instalarte en uno de ellos.

–Yo no podría... –empezó María, frunciendo el ceño.

–Claro que puedes –la interrumpió Esteban con firmeza–. Soy responsable de la situación en la que te encuentras. Es lo menos que puedo hacer.

María tragó con fuerza, porque su orgullo amenazaba con cortarle la respiración.

La perspectiva de pasar otra noche en un sofá era poco atractiva, y no podía seguir aprovechándose de la hospitalidad de su amiga mucho tiempo más.

María reconocía que le daba miedo encontrarse sin hogar. La seguridad de un techo sobre su cabeza le proporcionaría un gran alivio mientras decidía qué hacer en el futuro.

–De acuerdo, pero solo acepto porque no tengo otra opción.

Esteban sacó el teléfono y habló largamente con alguien, en griego.

–El piso estará acondicionado y listo para que lo uses para cuando lleguemos –afirmó–. Dame la dirección del sitio donde has estado viviendo y organizaré que recojan tus cosas y las lleven al piso.

Esteban hacía que todo pareciera muy fácil. Aunque no podía evitar sentirse impresionada, también sabía que nada podría haber ilustrado mejor las diferencias que los separaban: la riqueza y el poder de él frente a su propia pobreza y carencia de influencia.

Alzó la barbilla, diciéndose que no por eso tenía que ser débil o tímida. Sin embargo, a veces, aceptar ayuda cuando la vida se ponía difícil, era la opción más sensata.


Dos horas después, Esteban enseñó a María el piso que le había ofrecido. Contenía todos los lujos imaginables, desde una colección de DVDs a una ducha de hidromasaje, y un refrigerador-congelador ya lleno con todo lo imprescindible.

–Estaré muy cómoda aquí –dijo María lentamente–. Pero tienes que prometerme que me avisarás cuando lo necesites para alguno de los empleados que trabajan para ti.

Él clavó en ella los ojos dorados, consiguiendo que volviera a desbocársele el corazón en el pecho.

–Ahora mismo, tus necesidades son más importantes. Aceptémoslo, el bebé que llevas dentro es mío –le dijo con voz suave–. Naturalmente, tú eres lo prioritario para mí.

La nota posesiva de su voz al hablar del bebé la desconcertó. Entreabrió los labios rosados.

–¿Realmente es eso lo que sientes? ¿Te gustan los niños?

–La verdad es que nunca lo he pensado. No me disgustan –contestó Esteban reflexivo–. Pero el bebé que tengas, sea niño o niña, será mi heredero o heredera.

–¿A pesar de que no estemos casados?

–Seguirá siendo mío, llevará mi sangre en las venas.

Había algo tan básico y territorial en esa afirmación, que María se sorprendió aún más. Era obvio que no solo se había adaptado a la idea de convertirse en padre, por lo visto le gustaba.

–Si te soy sincero, nunca he tenido prisa por casarme –admitió Esteban con voz seca–. Ver a mi padre fracasar estrepitosamente en cuatro matrimonios, me hizo perder interés por la institución.

–Eso lo entiendo muy bien. Entonces, ¿crees que tener un hijo sin sentirte atado por un matrimonio podría ser mejor para ti? –preguntó María, que quería entender su punto de vista.

–El tiempo lo dirá. Mañana haré algunas averiguaciones y te buscaré un tocólogo de confianza –siguió Esteban–. Necesitas tener los cuidados médicos apropiados.

–Puedes ser muy... dominante –María eligió la palabra con cuidado porque, a pesar de la inesperada bomba que había dejado caer sobre él, estaba siendo asombrosamente amable y considerado. No quería parecer desagradecida.

Una sonrisa maliciosa, la pura esencia de su carisma viril, curvó la bella y dura boca de Esteban.

–Se podría decir que ser dominante es parte de mi naturaleza, glyka mou. O incluso «cuídate de los griegos que portan regalos» –bromeó.
–«Cuando la necesidad aprieta, el diablo manda» –citó ella, incapaz de dejar de contemplar esa sonrisa; sentía que le faltaba el aliento, como si no quedara oxígeno en la habitación.

–No soy el diablo. Solo quiero hacer lo mejor para ti –le dijo Esteban con voz grave, taladrándola con las brasas de sus ojos.

María notó que su cuerpo volvía a reaccionar a su proximidad y al tono profundo y sexy de su voz. Sintió un cosquilleo en los pezones y una increíble oleada de energía sexual. Pero esa vez, María luchó con todas sus fuerzas contra lo que sentía.

Se apartó rápidamente de él, con las mejillas encendidas, y giró la cabeza para evitar el contacto visual.

Se sentía inmensamente atraída por él, pero no podía echar en saco roto que hubiera recuperado la intimidad con Ana Rosa la noche de la boda de su hermana.

Aunque la prensa amarilla no había hecho ninguna referencia a una reconciliación entre Esteban y su ex prometida, María no quería arriesgarse a involucrarse más con un hombre que tenía relaciones con otra mujer.

Ya era bastante preocupante estar embarazada de él. Lo último que necesitaba era permitir que sus hormonas desbordadas la persuadieran de que sentía algo por Esteban.

–María... –casi jadeó él, deslizando un dedo por el dorso de su mano, haciéndola desear girar en redondo y lanzarse a sus brazos como una tonta enamorada. Ella se recordó con fiereza que ni estaba enamorada, ni era tonta.

–No compliquemos las cosas –le suplicó con voz baja y cargada de emoción. Le resultaba casi imposible resistirse a él, pero existía algo llamado sentido común y ya era hora de que lo pusiera en práctica y diera de lado a sus tentaciones, que serían autodestructivas. Pensó, dolorida, que volver a acostarse con Esteban entraría en la categoría de opciones destructivas.

Esteban cerró una fuerte mano sobre su hombro y la obligó a volverse hacia él. Sus ojos oscuros y relucientes como diamantes escrutaron los de ella, interrogantes.

–Ya las hemos complicado.

–Exacto, y tú me estás ayudando, lo que te agradezco muchísimo –dijo ella temblorosa–. Pero...

–Igual que tú no esperabas diamantes, yo no espero ninguna compensación por ayudarte –dijo él con voz seca mientras sus cejas oscuras se unían, formando una línea recta.

–No quería decir eso –María enrojeció, incomodada por cómo había interpretado sus palabras.

–Entonces, ¿qué querías decir? –la presionó, arrinconándola contra la pared del vestíbulo con su enorme cuerpo.

–Sé que dormiste con Ana Rosa la noche de la boda... –empezó María, abrumada por el pesado silencio que había caído sobre ellos.

–No, claro que no... – Esteban alzó una ceja y abrió mucho los ojos con sorpresa.

–Ella estaba en tu dormitorio la mañana siguiente.

–Pero yo no –replicó Esteban con énfasis–. Pasé la noche en casa de mi abuelo, jugando al póquer hasta bien entrada la madrugada. Y encima ese viejo buitre me ganó un montón de dinero. Si Ana Rosa estaba en mi dormitorio, fue sin mi invitación. Piénsalo, María. ¿Crees que soy tan tonto como para contratarte para que la alejes de mí y luego volver a caer en la cama con ella?

María no sabía qué pensar.

–Incluso sabía que yo me marchaba de la isla...

–Cualquiera en la casa podría haberle dado esa información, porque organicé tu partida con el servicio la noche anterior, antes de irme – Esteban frunció el ceño y movió lentamente la cabeza–. Es obvio que Ana Rosa quería que pensaras que había estado con ella, y sabía que yo estaba pasando la noche en casa de Theron. No me puedo creer que cayeras en su trampa.

Avergonzada por su aseveración, María no dijo nada. Sonó el timbre de la puerta y Esteban abrió. Alguien entregó la maleta que ella había llevado a casa de su amiga.

–¿Esto es todo lo que tienes? –preguntó Esteban con sorpresa.

–No, dejé algunas cosas empaquetadas en cajas en casa de mi madre –admitió María con ironía.

–Me encargaré de eso también –declaró Esteban. Llevó la maleta al dormitorio y volvió al vestíbulo con expresión de alivio–. Te llamaré mañana, para comprobar que estás bien.

Sin más dilación, se marchó, dejando a María parpadeando en el espacio que había ocupado, intentando controlar su decepción. Era obvio que haber sacado el tema de Ana Rosa y haberlo acusado, erróneamente, de acostarse con ella, había apagado cualquier deseo que pudiera tener de recuperar la intimidad.

Se preguntó si realmente había pasado la noche en casa de su abuelo.


–Hay dos latidos –le dijo el tocólogo a María –. Estás embarazada de gemelos.

–¿Gemelos? –María escuchó transfigurada el ritmo galopante de los corazones de sus bebés. Solo estaba embarazada de ocho semanas y estaba impresionada de cuánto se veía ya en una ecografía.

–Creo que esa es la razón de que hayas estado sintiéndote tan mal. Las náuseas severas son más habituales en un embarazo gemelar –la informó el hombre de mediana edad.

María recostó la cabeza y se preguntó cómo reaccionaría Esteban a la noticia.

La perspectiva de tener dos bebés la intranquilizó, porque había crecido oyendo historias sobre lo difícil que le había resultado a su madre ocuparse de niñas gemelas.

Se le encogió el corazón al pensar en algo mucho más práctico: ¿cuántos años pasarían hasta que pudiera ganar lo bastante para mantener a dos hijos? Y si no conseguía ganar lo suficiente, ¿cómo recuperaría su independencia? ¿Estaba destinada a vivir de la generosidad de Esteban durante años y años?
De momento, Esteban la estaba manteniendo, y María no se sentía cómoda con la situación, por más que él insistiera en que el bebé que le provocaba unas náuseas tan intensas que no podía trabajar, era tan responsabilidad suya como de ella. Durante las últimas dos semanas, mientras María intentaba soportar el continuo malestar, que ni siquiera la medicación había conseguido paliar, Esteban se había convertido en un visitante muy regular.

Iba a verla de camino a casa, a veces encargaba comida para los dos y se quedaba con ella un largo rato, y en dos ocasiones había enviado la limusina a recogerla y llevarla a su ático para disfrutar de una cena preparada por su ama de llaves.

Sin embargo, María tenía que admitir que la nueva relación que habían forjado tenía sus límites. Esteban le preguntaba cómo habían ido las consultas con el tocólogo que había contratado, pero no la acompañaba a las citas ni hacía preguntas demasiado personales.

Tampoco había hecho ningún intento por retomar la intimidad que habían compartido brevemente.


Sin embargo, pasar tiempo con Esteban en una relación platónica era una tortura para María, por mucho que la avergonzara reconocerlo. Era como si su cuerpo, tras haber sido programado para reaccionar a él una vez, fuera incapaz de bloquear las señales de atracción. Tenía que obligarse conscientemente a no mirarlo, a no acercarse más a él, a, de hecho, no tocarlo en modo alguno. La desconcertaba que, aun sintiéndose fatal casi todo el tiempo, Esteban siguiera despertando en ella una intensa reacción sexual que no podía controlar.

Antes de perder el coraje, escribió un mensaje de texto a Esteban para darle la noticia. Pensó que sería menos emotivo que decírselo en persona.

Me han hecho la ecografía. Vamos a tener gemelos.

Envió el mensaje antes de tener tiempo de reconsiderar ese «vamos» que había utilizado como si fueran una pareja, y no dos personas muy distintas que intentaban encontrar lugares comunes como padres en potencia, por culpa de un embarazo accidental.

«¿Gemelos?». Una enorme sonrisa de satisfacción iluminó los rasgos morenos de Esteban en mitad de la reunión que estaba presidiendo. Olvidó por completo lo que había estado diciendo y respondió al mensaje con una sola palabra. María iba a tener dos bebés y eso le parecía una noticia fantástica.

Había sido un solitario hijo único durante más años de los que quería recordar, pero su hijo tendría compañía y alguien con quien jugar. Abandonó la reunión para pedirle a Lupita que enviara un ramo de flores a María. Vio un destello de sorpresa en el rostro de su asistente cuando oyó el nombre y comprendió dónde estaba viviendo María.

Esteban frunció el ceño, deseando poder sacar la relación a la luz.

Por desgracia, María no quería que la gente cotilleara sobre ellos y prefería seguir ocupando un papel tangencial en su vida, ignorando la realidad de que no podría ocultar a un hijo eternamente.

Esteban, sin embargo, no quería discutir con María y sentar las normas.

No podía hacer eso cuando ella se estaba quedando tan delgada que habría hecho cualquier cosa para persuadirla de que comiera una comida decente.

Su médico había acabado por tomar la decisión de medicarla, sin éxito por el momento. Ante sus ojos, veía cómo el malestar continuo destrozaba su salud, borrando sus delicadas curvas y dando a su rostro un aspecto demacrado.


Esteban ocultaba su preocupación, respetando los límites establecidos por alguien que iba en contra de su mejor parecer, y no dejaba de decirse que todo merecería la pena por el resultado final.

Al fin y al cabo, toda su vida había odiado la idea de casarse, temiendo repetir de alguna manera los errores de su padre. Había creído que Ana Rosa era una opción segura, solo para darse cuenta de la pesadilla que la mujer podía llegar a ser después de separarse de ella.

Por otro lado, Esteban sabía que si decidía seguir soltero y sin hijos destrozaría a su abuelo, que estaba obsesionado por continuar la línea de sangre del árbol genealógico.


Y, de repente, María iba a proporcionarle lo mejor de los dos mundos: dos hijos sin los riesgos y constricciones del matrimonio.

Para Theron sería un gran shock que los hijos de su nieto fueran ilegítimos, pero Esteban estaba convencido de que el anciano no ignoraría la llegada de sus bisnietos al mundo.

Fantástico, rezaba el mensaje de Esteban. Y María lo recibió tan rápido tras enviar el suyo, que era imposible que se tratara de una respuesta de cortesía.

Bajo el solDonde viven las historias. Descúbrelo ahora