María dio un paso atrás y Esteban entró, cerrando la puerta a su espalda con una mano imperiosa.
–No pensaba invitarte a entrar –le espetó María.
–Si te dan cuerda suficiente, te ahorcas con ella, ¿verdad? –replicó Esteban con desdén–. Tal vez te gustaría explicarme por qué solo merecí una frase de explicación cuando realizaste tu acto de desaparición. De hecho, ¿qué pretendías decir con eso de Esto no está funcionando para mí?
María se puso rígida, admitiendo que, si bien no había querido ponerse emotiva en su nota de adiós, tal vez se había esforzado demasiado en aparentar frialdad.
–No quiero discutirlo.
Esteban echó hacia atrás los anchos hombros y la miró con fuerza devastadora, comprimiendo los labios hasta que formaron una fina línea.
–Vamos a discutir muchas cosas antes de que me vaya de aquí, glyka mou.
María lo miro, cautivada a su pesar por la impresionante potencia de Esteban en carne y hueso. Irradiando energía masculina y autoridad, se alzaba ante ella como una torre, mientras estudiaba su apariencia con un suéter rojo de cuello vuelto, delantal y vaqueros.
–Has ganado peso...
–¡Ya! ¿Lo has notado? –replicó María con aspereza. Giró sobre los talones y puso rumbo hacia la cocina.
Al verla de perfil durante un momento, Esteban se fijó en la curva de su vientre presionando el delantal y se quedó atónito por su tamaño.
–Quería decir... que no has perdido más peso, así que supongo que las náuseas han desaparecido.
–Hace semanas –confirmó María, volviéndose de nuevo hacia él con clara desgana. El cabello negro caía en cascada alrededor de sus mejillas arreboladas.
–¿Y no se te ocurrió ponerte en contacto conmigo para decírmelo? –clamó Esteban con furia–. ¿No se te ocurrió pensar que estaría preocupado por ti? ¡La última vez que te vi distabas mucho de estar bien!
–Pensé que contigo sería todo cuestión de «ojos que no ven, corazón que no siente» –dijo María con toda sinceridad. Enderezó los hombros y se mantuvo firme en el umbral de la cocina, para que no se hiciera a la idea de que podía intimidarla.
–¡Esos bebés también son míos! –gritó Esteban colérico–. ¿Cuándo te di la impresión de que era irresponsable hasta ese punto?
María fingió que pensaba profundamente antes de contestar.
–Oh, tal vez fuera cuando me advertiste que no le diera mucha importancia a practicar el sexo contigo, porque no era más que eso: sexo. Para tu tranquilidad, no se la di.
Los altos pómulos se tiñeron con un velo de rojo febril, y los ojos dorados brillaron como el corazón de un fuego a plena potencia.
–Tal vez estuviera jugando sobre seguro.
–¿Jugando sobre seguro? –repitió ella, totalmente perdida.
–Ne... Sí –su bella boca se endureció–. Te calientas, te conviertes en hielo y huyes de mí. Es la segunda vez que me has hecho eso.
–Yo no me enciendo ni me hielo –María dio un paso hacia delante, airada–. ¡Y no huyo!
–Sí lo haces –la contradijo Esteban con enloquecedora convicción–. Te ofendí la noche antes de la boda de Nessa y pasaste de ser una pura llama a un témpano de hielo, y escapaste de la atracción que había entre nosotros. Puede que seas una adulta, ¡pero tienes las mismas reacciones emocionales desbocadas que una adolescente!
–¿Cómo te atreves? –rugió María, loca de ira por tamaño insulto a su madurez.
–Me atrevo porque soy sincero y siempre he sido sincero contigo –declaró Esteban enfático–. Tuvimos un desastroso malentendido la primera noche que estuvimos juntos, te pedí disculpas y te negaste a aceptarlas. Pero al menos yo estuve dispuesto a admitir que había cometido un error y que seguía sintiéndome atraído por ti. Nunca nos habríamos separado si hubieras tenido el coraje de ser igual de sincera conmigo.
–No es cuestión de sinceridad, sino de sensibilidad. ¡Y tú eres el tipo que me dijo que lo que había entre nosotros solo era sexo! –le replicó María con voz cargada de emoción.
–Al final del día, el sexo solo es sexo, y no me desdigo de eso –gruñó Esteban sin rastro de arrepentimiento–. Pero en todos los sentidos importantes, te demostré que me importaba lo que te ocurriera y que me importaba el bienestar de esos bebés que llevas dentro.
–Sí, lo hiciste –admitió María, a su pesar. Hizo un esfuerzo por ser justa, aunque seguía sintiéndose profundamente insultada.
–No merecía que te marcharas así, sin decirme siquiera adónde ibas.
–Me habría puesto en contacto contigo después del parto –protestó María.
–Quiero estar mucho más involucrado que eso –la informó Esteban sin disimular su hostilidad.
María alzó la barbilla, negándose a dar marcha atrás.
–Bueno, pues lo siento si no te gustó lo que hice, pero tal vez no me pareciera apropiado que estuvieras más involucrado en mi embarazo, dadas las circunstancias.
–Si eso era lo que sentías, tendrías que haberlo discutido conmigo –arguyó Esteban con fiereza–. ¡Irte y desaparecer sin más en cuanto salí del país fue infantil y cobarde!
–¡Quería evitar una confrontación como esta! –señaló María.
–¿Y qué tal te está yendo con ese objetivo? –ironizó Esteban, consiguiendo que ella rechinara los dientes de pura frustración.
–No soy ni infantil ni cobarde –replicó María resentida por su empeño en culparla por alejarse de una relación cuando menos difícil.
–¿No? Pues al menos admite que tienes algunos complejos muy extraños –le espetó Esteban. Sin mayor titubeo, sacó una revista del bolsillo y golpeó con ella la consola del vestíbulo–. Es tu hermana, tu gemela, y presumiblemente la razón de que vayas por el mundo con desaliñados disfraces la mayor parte del tiempo. Pero ¿acaso se te ocurrió mencionarme su existencia una sola vez?
María, helada de consternación, miró la foto de Saffy y Zahir en el día de su boda. Risueña y radiante de felicidad, Saffy estaba espectacular. A María se le encogió el corazón ante la imagen y sintió una intensa punzada de remordimiento por haber evitado participar en la boda de su hermana.
–Nessa vio la foto y la puso ante mis narices. No podía creer lo que veía –admitió Esteban con los ojos oscuros y cargados de ira–. Al principio pensé que eras tú quien estaba casándose con un rey, hasta que vi su nombre... Ella es Sapphire, tú María. Hice algunas averiguaciones y entonces descubrí todo lo que me habías estado ocultando.
–No tenías ninguna necesidad de saberlo.
–No podía creer que ella fuera tu hermana.
–Eso lo entiendo –María palideció al oírlo decir eso–. Puede que seamos gemelas idénticas, pero tiene un aspecto muy distinto al mío.
–Sí, aunque no eran más que fotos, no creí que fueras tú durante más de cinco segundos.
Sin sorprenderse por la aseveración, pero odiando la comparación que él tenía que estar haciendo entre ella y su deslumbrante hermana, María bajó la cabeza y su expresión se ensombreció.
–Sí... –musitó.
–Tú tienes un lunar en una mejilla y los ojos de un azul algo más claro –continuó Esteban, desconcertándola de nuevo, porque muy poca gente era tan observadora–. Y sospecho que también eres más baja.
–Al menos dos centímetros. Incluso después de la operación en la pierna, no conseguí alcanzar a Saffy en altura –concedió María–. Pero no es que me disfrace, no lo entenderías... No me gusta que me confundan con Saffy y, créeme, ocurre a menudo si me arreglo y salgo por Londres. Al fin y al cabo, ella es una celebridad. También descubrí que resultaba mucho más fácil no mencionar que es mi hermana a la gente que conozco.
–Eso puedo imaginarlo, pero no sois iguales, no sois copias idénticas la una de la otra.
–¿No te lo parece?
–No acabo de entenderlo, pero cuando la miro su efecto en mi libido es el mismo que el de un lienzo blanco en la pared. Cuando te miro a ti la reacción es inmediata –confesó Esteban con voz baja y algo ronca.
María no estaba muy segura de poder creer eso, porque estaba más que acostumbrada a pensar en su hermana como un ser muy superior a ella; una versión más sofisticada y sexy de ella misma, una criatura perfecta y a la altura de una supermodelo en todos los sentidos.
Saffy siempre había sido la gemela más guapa, vivaz y con más talento; María, la enfermiza, tímida y aburridamente centrada en lo académico.
Lo cierto era que no había tenido mucha elección en ese sentido, porque su discapacidad le impedía salir por ahí como su gemela. Alzó la mirada hacia Esteban, con el adorable rostro sonrojado de vergüenza, preguntándose si podía ser realmente verdad que la encontrara más atractiva sexualmente que a su hermana. Durante toda su vida, ella siempre había sido la segundona en todo con respecto a Saffy.
–Ocurre cada vez que te miro –la informó Esteban con voz densa, cuya vibración ella sintió recorriendo su espalda. Los asombrosos ojos dorados, ardientes como brasas, se clavaron en los de ella, creando una intensa atmósfera de intimidad–. Porque, aunque sé que solo es sexo, ¡es el sexo más fantástico que he disfrutado en toda mi vida!
La respuesta del cuerpo de María se reflejó en un intenso ardor en la pelvis, los senos hinchados y los pezones erectos, por más que intentó evitarlo.
Se dijo, con firmeza, que Esteban estaba intentando transformar un insulto en cumplido, y fracasando abismalmente.
No iba a seguirle el juego, se negaba a recorrer ese camino. Hablar de sexo con Esteban era una mala idea, porque eso la llevaba a pensar en el sexo; se negaba a abrir la puerta a esa clase de intimidad engañosa.
Inspiró con fuerza y giró la cabeza para evadirse de su mirada directa.
–¿Cómo has descubierto dónde vivo? –inquirió con suavidad.
–Una vez te vinculé a tu famosa hermana, hice averiguaciones y descubrí la existencia de este lugar –le dijo Esteban, apretando la boca con disgusto–. Conduje hasta aquí de inmediato, pero no te encontré, y la casa estaba cerrada a cal y canto.
–Oh... –a María la sorprendió que hubiera ido a la granja con anterioridad, y no consiguió ocultarlo–. ¿Viniste un fin de semana? Supongo que estaría con Kat.
–¿Tu hermana mayor? – Esteban la miraba con el ceño fruncido–. ¿La que está casada con el ruso rico y es la propietaria de esta granja?
–Veo que has hecho los deberes con respecto a mi familia –comentó María sorprendida por toda la información que había adquirido.
–Lo suficiente para saber que no tendrías que estar viviendo aquí, obligada a depender de la generosidad de otro hombre.
–Ese otro hombre resulta que es mi cuñado.
–Eso no importa. Estás en la situación en la que estás por mi culpa, y soy yo quien tendría que estar cuidando de ti.
María alzó la barbilla, con el rostro rígido de tensión, y cambió el peso de pierna, mientras se frotaba el muslo de la otra.
–No necesito que nadie cuide de mí cuando soy capaz de hacerlo por mí misma.
–Pero yo quiero hacerlo –gruñó Esteban con rabia, observando cómo se masajeaba la pierna–. Ahora mismo te duele la pierna. ¿Por qué no te sientas? Quiero cuidar de la madre de mis hijos. ¿Es tan malo eso?
María estaba desconcertada por lo directo de su aseveración y porque se hubiera dado cuenta de que la pierna empezaba a molestarla.
–No, no es malo, pero sí sorprendente tras algunas de las cosas que has dicho.
–¿Por qué no olvidas lo que he dicho en el pasado y miras hacia el futuro? En este momento, creo que eso sería mucho más útil –replicó Esteban con seguridad. Fue hacia la acogedora sala de estar en la que un tronco ardía en el hogar.
–¿Qué futuro? –preguntó María siguiéndolo a paso lento.
–El tuyo y el de los gemelos –especificó Esteban mirándola con una intensidad retadora–. Quiero que vuelvas conmigo a Grecia para conocer a mi familia.
Ella abrió muchos los ojos con sorpresa.
–Ya conozco a tu familia –protestó.
–No como futura madre de mis hijos. No puedes mantener lo nuestro en secreto con dos bebés en camino –la informó Esteban con ojos chispeantes y risueños–. Ahora formas parte de mi vida y eso no va a cambiar.
–Aun así, no creo que haya ninguna necesidad de ir a Grecia contigo y hacer alguna especie de anuncio formal –insistió María.
–A mí me parece importante –la mandíbula de Esteban se tensó con determinación–. Los vínculos familiares significan mucho para mí. Será más fácil para ti establecerlos ahora, antes de que nazcan los gemelos.
–No me interesa visitar Grecia en este momento –declaró María, cuadrando los hombros.
–Quiero que nos demos tiempo para ver si podemos hacer que esta relación funcione –admitió Esteban con voz grave–. No tendría que tener que deletreártelo.
Los ojos inquietos de ella se agrandaron un poco mientras escrutaban los de él como si buscaran respuestas en ellos.
–Oh, yo creo que sí, considerando que eres el tipo que me dijo que lo único que había entre nosotros era sexo.
–¿Alguna vez vas a permitirme olvidar que dije eso? –le preguntó Esteban con furia.
–Probablemente no –admitió María con retintín–. La frase sigue resonando en mis bancos de memoria. Ahora de repente, ¡cambias de cantilena y sugieres que trabajemos en una relación cuya existencia antes ni siquiera querías admitir!
Esteban rechinó los dientes en silencio. Como si frotara sal en una herida abierta, ella le lanzaba de vuelta todos los errores que había cometido, con una agresividad que no estaba acostumbrado a ver en una mujer.
–Vale, resulta que no soy perfecto –rezongó con desgana.
–Y tú también tienes complejos –añadió María con dulzura–. Especialmente en lo que se refiere al compromiso.
–He estado prometido –le recordó Esteban con enfado.
–Pero, mira por donde, nunca llegaste al altar –puntualizó María.
–Ana Rosa se ofendió al ver el contrato prenupcial que le presentaron mis abogados, y no estaba dispuesto a casarme con ella si no firmaba.
–Yo no quiero tu dinero –declaró María.
Esteban apretó los labios y bajó la mirada hacia su vientre.
–Pero tus hijos tendrán derecho a una buena parte de mi dinero. Eso es indiscutible.
María se sonrojó, incómoda. No sabía qué decir sin que pareciera una frivolidad porque lo más probable era que los bebés que llevaba dentro quisieran y esperaran tener acceso al privilegiado estilo de vida de su padre.
–Pasaré aquí la noche. Nos iremos por la mañana –afirmó Esteban
–¡No puedes obligarme a viajar a Grecia contigo! –exclamó María, que no sabía si llorar o reír ante su actitud.
–No pretendo obligarte. Te estoy pidiendo que pongas las necesidades de nuestros hijos por encima de todo. Como mínimo, tenemos que establecer un vínculo más civilizado entre nosotros.
María no podía negar que había mucho de verdad en sus palabras. Tener una relación contenciosa con el padre de sus hijos era muy mala idea, pero no sabía si podría cambiar lo que sentía por Esteban y perdonarlo por no sentir lo mismo por ella. Por desgracia, ella quería demasiado y él quería demasiado poco.
–De acuerdo, pensaré lo de Grecia –musitó con una voz cargada de tensión.
–Haré que organicen todo...
–Oye, ¿cuándo diablos se transformó «lo pensaré» en «sí, iré»? –le gritó María, incapaz de aguantar más tiempo su arrogancia.
Esteban la miró con rostro tormentoso, mostrando su agresivo temperamento en toda su intensidad. María sintió que un chisporroteo eléctrico recorría su cuerpo. Se ruborizó, molesta por cuánto la afectaba incluso cuando hacía gala de sus peores defectos.
Por otra parte, pensó que si ella cedía un poco, él lo haría también; en el fondo sabía que con gemelos en camino no era nada inteligente estar peleada con él.
Al fin y al cabo, su actitud podía tener efectos negativos en la futura relación del padre con sus hijos. Estaba segura de que para ella eso sería una gran carga que llevar sobre los hombros, sobre todo sabiendo como sabía cuánto le había dolido la indiferencia de su padre hacia ella.
No quería que sus hijos tuvieran que sufrir el mismo rechazo parental que ella, porque había instigado una relación problemática con Esteban.
Tras la ruptura, el divorcio de sus padres había sido tan increíblemente amargo que había envenenado para siempre la actitud de su padre hacia sus hijas. Le había resultado más fácil alejarse de todas ellas, no solo de su ex esposa.
–De acuerdo, iré a Grecia –accedió María de repente, tras esa última y deprimente reflexión–. Te enseñaré tu habitación.
«Tu habitación», no la de ella. Esteban observó la curva de las caderas de María subiendo las escaleras y, a su pesar, tuvo que admitir que su esperanza de derrumbar todas las barreras de inmediato había sido demasiado optimista.
Ella quería que se esforzara en solventar los problemas de la relación, y Esteban nunca había hecho eso en toda su vida. Las mujeres siempre se habían esforzado en complacerlo a él, no al revés.
Apretó los dientes al pensar en lo que ya parecía un recuerdo del pasado lejano, porque veía claramente que complacerlo ni siquiera figuraba en la agenda de María.
Lo molestaba no saber qué era lo que quería de él. Estaba esforzándose tanto como podía, pero aún no se había anotado ni un punto a su favor. Esa reflexión lo irritó.
Ella no había percibido ni una de las cosas positivas que había hecho, así que ni siquiera sabía por qué seguía molestándose en intentarlo. La respuesta a ese interrogante llegó rápidamente: no sabía el porqué, solo sabía que no podía dejarla en paz.
María condujo a Esteban a una de las habitaciones que su hermana Kat siempre tenía listas por si llegaba algún huésped.
A través de las pestañas, estudió su perfil, pensando que, encima de todo, iba a tener que darle de cenar. Se preguntó por qué conseguía sacar lo peor de ella; en realidad no quería hacerle pasar hambre. Al fin y al cabo, Esteban no tenía la culpa de que se hubiera enamorado locamente de él.
Eso era algo que ocurría o no. Y, a diferencia de su padre, Esteban tenía el empeño de esforzarse por actuar como un buen padre desde el principio, incluso desde antes de que nacieran los gemelos.
–Hay agua caliente, si quieres darte una ducha –le dijo María, preguntándose si estaba intentando alcanzar el título de anfitriona del año un poco demasiado tarde–. Puedes bajar a cenar conmigo dentro de una hora. Será agradable tener compañía para variar. Mi hermana pequeña solo viene en las vacaciones escolares. Durante el curso, pasa los fines de semana en Londres, en casa de Kat y Mikhail.
Esteban supuso que le estaba ofreciendo una especie de rama de olivo y recordó, de repente, la disculpa que le había presentado escrita en el dorso de la mano cuando acababan de conocerse.
Estuvo a punto de sonreír, pero el nerviosismo que veía en los brillantes ojos azules consiguió ponerlo tenso a él también.
–¿Qué les has dicho? –le preguntó María a Esteban con un susurro nervioso. Le ardían las mejillas cuando él terminó de dirigirse al personal doméstico de la casa, que se había reunido en el gran vestíbulo de entrada para darles la bienvenida. La larga fila de recibimiento oficial, recordó a María el estilo de las grandes mansiones de la época eduardiana, y la había intimidado bastante. Pensó, infelizmente, que ya era lo bastante vergonzoso regresar a la isla del brazo de Esteban, llevando por delante un vientre descomunal, pero era aún peor que todo el mundo hiciera lo posible por evitar dirigir la mirada en esa dirección.
–¿Por qué? –inquirió Esteban, mientras la guiaba escalera arriba con una mano firme apoyada en su espalda. María se preguntó si temía que su enorme vientre fuera a desequilibrarla y hacerla caer de espaldas como una ballena embarrancada en la playa. Un instante después, María se exasperó por ser tan crítica consigo misma. «Estás embarazada de gemelos, deja de pensar idioteces», se recriminó.
–Siento curiosidad –admitió María.
–Les he dicho que a partir de ahora estás al mando aquí.
–Les has dicho... ¿qué? –exclamó María atónita, deteniéndose de golpe.
–No quería que nadie hiciera cábalas sobre cuál era tu posición en esta casa, y quiero que recibas el mejor trato posible de todo el personal.
–Pero no soy la señora de la casa, ni tu esposa, ¡ni nada de eso! –arguyó María.
–¿Acaso es necesario ponerte una etiqueta? A todos los efectos y en todos los sentidos, eres la mujer más importante que ha habido en mi vida –le contestó Esteban –. Esperas a mis hijos.
–Es imposible que sea la mujer más importante de... Es decir, ¿qué hay de tu madre?
–Dejando de lado que tendría un problema bastante serio si mi madre siguiera siendo la mujer más importante de mi vida a esta edad –ironizó Esteban –, ¿qué pasa con ella?
–¿Sigue viva?
–Sí. Vive en Italia y solo la veo cuando quiere dinero.
–Eso es muy triste, Esteban –María arrugó el entrecejo–. ¿Estás seguro de que no la juzgas con demasiada dureza?
–Acuérdate de lo que tu madre estuvo dispuesta a hacerte en aras del beneficio económico –comentó Esteban con patente cinismo–. Como hijo de una mujer aún más mercenaria que Odette, sé de lo que estoy hablando.
Ese recordatorio sobre la avaricia de Odette, María lo miró con preocupación, consternada por su perspectiva.
–¿Por qué crees que tu madre es así?
Esteban suspiró mientras abría la puerta del dormitorio que María había ocupado en su anterior visita a la casa.
–¿Por qué te interesa eso?
–Tu madre será la abuela de mis hijos –dijo, tras devanarse los sesos a toda prisa, buscando una razón desprovista de sentimentalismo que ocultara su anhelo por conocer cada detalle sobre Esteban y su pasado.
–Pero Cinzia nunca visitará a tus hijos. Incluso cuando yo era muy pequeño, pensaba que ser vista con un niño «la envejecía demasiado» –rezongó él con voz seca–. Es muy vanidosa y nunca aceptará convertirse en abuela. Era estrella de cine cuando mi padre la conoció, pero estaba empezando a ganar menos dinero por el paso de los años. Se casó con él porque quería seguridad financiera, y cuando se cansó, se divorció en un largo proceso que consiguió despojarlo de la mitad de toda su fortuna.
–Qué desagradable –dijo María haciendo una mueca. En ese momento, llegó un sirviente que dejó sus maletas en el suelo del bonito dormitorio y volvió a retirarse.
–Con el ego destrozado, mi padre encontró consuelo en los brazos de su secretaria –siguió Esteban con sequedad aún mayor–. La secretaria se quedó embarazada y se casó con ella a las pocas semanas de obtener el divorcio de mi madre.
–Oh, cielos –comentó María algo intranquila. Se preguntó si él veía un peligroso paralelismo entre ese asunto del pasado y el presente: su padre se había casado con una mujer porque la había dejado embarazada, y parecía obvio que eso no había funcionado.
–Era la madre de Nessa, y la única mujer decente con la que se casó mi padre –añadió Esteban con sarcasmo–. Pero como no estaba «enamorado» de ella... –el desdén tiñó su voz cuando pronunció la palabra «enamorado»– le pareció aceptable iniciar una aventura con la mujer que se convirtió en su tercera esposa.
–Entonces –aventuró María –, ¿su matrimonio con la madre de Nessa no duró mucho tiempo?
–Dos años.
María recordó que Nessa le había dicho que su madre había sido la única madrastra que había tratado bien a Esteban y, considerando que su propia madre había distado de ser un ejemplo de afecto maternal, la entristeció que el matrimonio de su padre con la madre de Nessa hubiera sido tan breve.
–¿Y la esposa número tres?
–Ella tenía una aventura tras otra. Mi padre se dio a la bebida con vehemencia antes de librarse de ella.
–Suena como si fuera un hombre...
–¿Imbécil? –ironizó Esteban.
–Iba a decir vulnerable. Me refiero a que siguió intentando encontrar una relación feliz.
–Pero la hierba siempre le parecía más verde al otro lado de la valla, y era incapaz de conformarse –puntualizó Esteban –. La esposa número cuatro pasó la mayor parte del tiempo intentando meterme en su cama, porque la excitaban los hombres jóvenes.
–Eso tiene que haber sido horrible –María se había sonrojado intensamente al oír esa última explicación.
–Mientras duró ese matrimonio, pasé mucho tiempo en casa de mi abuelo, yo solo tenía dieciocho años –admitió Esteban mirando por la ventana, con los hombros rígidos–.Trágicamente, el cuarto matrimonio de mi padre acabó literalmente con él. Regresó a casa inesperadamente y oyó a su esposa intentando seducirme. Volvió a subir al coche y se estrelló contra un árbol a pocos kilómetros de aquí. La feliz viuda se quedó con lo que quedaba de la fortuna de mi padre, que no era mucho. Sus matrimonios lo habían llevado virtualmente a la bancarrota.
–Con unos antecedentes familiares de ese tipo, me sorprende que llegaras a plantearte el matrimonio –comentó María con absoluta sinceridad.
Esteban se apartó de la ventana, alto, guapo e intensamente carismático. Sus ojos brillaban como lingotes de oro a la luz del sol.
–A diferencia de mi padre, yo no tenía la estúpida noción de que el amor tuviera nada que ver con el matrimonio.
Para María fue un alivio saber que Esteban no había estado enamorado de Ana Rosa, pero sus palabras y su actitud no le ofrecían mucha esperanza de que pudiera llegar a sentir amor por ella en el futuro.
–¿Has estado enamorado alguna vez? –le preguntó directamente, sabía que utilizar sutilezas era una pérdida de tiempo con Esteban
–En estado de lujuria, muchas veces –bromeó Esteban–. Enamorado... nunca. Probablemente sea demasiado práctico para eso.
María asumió que eso significaba que, al menos, había sentido lujuria por Ana Rosa. No podía culparlo por ello porque su ex prometida era exquisita.
–Yo me enamoré cuando estaba en la universidad –se oyó admitir.
Esteban, que no estaba acostumbrado a mantener conversaciones tan personales con las mujeres, la miró con desconcierto.
–Pero resultó que Toby solo estaba conmigo porque tenía un póster de mi hermana, la supermodelo, colgado en la pared de su dormitorio. Ella era su fantasía y yo era lo más que podía acercarse a tenerla –explicó María, apretando los deliciosos labios.
–Menudo idiota, considerando que tú eres aún más bella –murmuró Esteban.
–Yo no soy más guapa que Saffy –protestó María
–Yo creo que sí –admitió Esteban, escrutando su lindo rostro–. Eres más natural, no todo maquillaje y artificio, como tu hermana.
De repente, y por primera vez en su vida, María se descubrió riéndose por una comparación que no la había hecho sentirse inadecuada.
–Bueno, es cierto que no me arreglo tanto como mi hermana –concedió con una sonrisa–. Ella siempre está perfecta.
Esteban colocó las manos morenas sobre sus finos hombros y la miró con los ojos ardientes de pasión.
–No quiero ni necesito perfección, khriso mou.
María se tensó, preguntándose qué ocurriría a continuación, lo deseaba con cada célula de su traicionero cuerpo, pero era consciente de que la intimidad la hundiría aún más en una relación que no tenía límites seguros que la protegieran de sufrir.
– Esteban..., eh...
Los largos dedos de Esteban rozaron su mejilla en una caricia despreocupada y la besó con hambrienta premura. El corazón de ella latía tan rápido que temió que le saltara del pecho. El intenso cúmulo de emociones que solo él podía proporcionarle la esperaba en alas de una terrible tentación, derrumbando su convicción de que podía resistirse a él. Durante un instante, deseó tanto a Esteban que se sintió aterrorizada, y su cuerpo se encendió como astillas tocadas por una llama; sus sentidos se despertaron con la fuerza de un volcán. Sus senos se tensaron bajo la ropa, hinchados y anhelantes de sus caricias. Un pinchazo atravesó su pelvis, dejando un intenso vacío al desvanecerse.
–Debería deshacer el equipaje –dijo ella jadeante, haciendo acopio de toda su autodisciplina para retroceder. Su mirada se encontró con la puerta que comunicaba su dormitorio con el de Esteban y se preguntó cuánto tiempo sería capaz de mantener las distancias entre ellos.
Con una fuerza insólita en un hombre atenazado por una fiera excitación, Esteban retrocedió varios pasos, con el rostro tenso y enrojecido. María estaba en Grecia, en la isla de Treikos, segura bajo su techo; y tendría que conformarse con eso de momento. Por primera vez en su vida, tenía miedo de dar un paso en falso con una mujer.
Consciente de la tensión del ambiente, María se ruborizó y se dio la vuelta para ocuparse de su equipaje. Le temblaban las piernas y su cuerpo rugía de deseo. La avergonzaba su debilidad. No se le había ocurrido pensar que Esteban podría provocar un deseo sexual tan fuerte en ella estando embarazada de varios meses. En todo lo referente a él, le habría ido bien contar con un interruptor de desconexión.
Cuatro días después, Nessa llegó a pasar el fin de semana con ellos y no tardó ni un segundo en avergonzar a María.
–Decidme, ¿cuándo es la boda? –preguntó directamente, en cuanto los vio en la terraza, donde María y Esteban estaban almorzando.
–¿Qué boda? –preguntó Esteban con el ceño fruncido, mientras se levantaba para apartar una silla para su hermana.
–Vuestra boda, por supuesto –Nessa sonrió y los observó con ojos risueños.
–No vamos a casarnos –declaró María, con las mejillas rojas como amapolas.
Nessa enarcó una ceja como si esa fuera una respuesta increíble y extraordinaria.
–Pues el abuelo va a sentir una enorme decepción.
María, que al principio había sentido un gran alivio por la visita de Nessa, ya que la presencia de una tercera persona serviría para disminuir el nivel de tensión sexual que Esteban encendía en ella, se quedó anonadada por la falta de tacto de la joven.
–Yo creo que no –la contradijo Esteban con calma, sin el menor rastro de vergüenza en el semblante. Eso relajó un poco a María.
–Créeme –Nessa sonrió de oreja a oreja–. El abuelo pretende oír campanas de boda, solo espera que hagas el anuncio oficial. No digas luego que no te lo advertí.
–Disculpadme –dijo María, poniéndose en pie.
–¿Adónde vas? –inquirió Esteban, como si tuviera derecho a ser informado de cada uno de sus movimientos.
–Hace calor y estoy un poco cansada, he pensado que me iría bien echarme un rato –dijo María, aprovechando la excusa que le proporcionaba el embarazo para huir de la, a su modo de ver, humillante conversación que estaban manteniendo Esteban y su hermana.
Una vez arriba, se tumbó en la cama, pensando en la agradable compañía que había sido Esteban desde su llegada. Habían ido de picnic a la playa, paseado entre los olivares y comido en la taberna que había junto al puerto, donde María había sospechado que el resto de los clientes no le quitaba la vista de encima.
A pesar de todo eso, aparte del beso del primer día, Esteban no había vuelto a tocarla. Frustrada, se dijo que nunca conseguiría entender a ese hombre.
¿Por qué la había besado si no tenía ninguna intención de ir más allá? ¿Y por qué, sabiendo como sabía que la intimidad volvería a empantanarlos en un terreno muy peligroso, se hacía esas preguntas?
Su teléfono móvil la avisó de la recepción de un mensaje de texto. Miró la pantalla y la sorprendió ver que era de Saffy, que rara vez se ponía en contacto con ella.
Ya soy parte del club de las futuras mamás. María dejó escapar un gritito al leer el mensaje de texto de Saffy y, antes de plantearse lo que iba a hacer, se descubrió telefoneando a su gemela. Le parecía extraordinario que ambas hubieran acabado estando embarazadas al mismo tiempo.
Saffy pareció claramente desconcertada al escuchar la voz de María al teléfono, pero la calidez de su respuesta palió toda la incomodidad que su gemela podría haber sentido. Cuando Saffy admitió con desparpajo que había concebido a su bebé antes de casarse con Zahir, María quedó cautivada por su sinceridad. Las barreras que había habido entre ellas se derrumbaron cuando María le contó la historia de su relación con Esteban.
En un momento dado de la narración, Saffy interrumpió a su gemela.
–Odette te mintió. ¡Ella no pagó tu operación, fue Kat!
–¿Estás segura? Pero ¿de dónde sacó Kat tanto dinero? –cuestionó María atónita.
–Kat pidió un préstamo para cubrir los costes. Nuestra madre es una mentirosa imperdonable –gruñó Saffy–. En cuanto a ese tema de la agencia de acompañantes, tendremos que prevenir a Topsy para que no la visite, ¡o ella será la siguiente a quien intente atrapar! Topsy es muy confiada, y apuesto a que Odette le ha sacado toda la información útil que ha podido sobre nosotras.
–Es probable –concedió María, aún impactada por la noticia de que su madre la había engañado, y al mismo tiempo asombrada por estar manteniendo una conversación tan amistosa con su gemela, de la que llevaba tanto tiempo alejada–. Siento no haber asistido a tu boda, Saffy. No es excusa, pero me sentía bastante baja de moral y no tenía fuerzas para enfrentarme a algo así.
–Te perdonaré si prometes... seguir en contacto conmigo –respondió su hermana tras un leve titubeo.
María, quitándose un gran peso de encima con esa respuesta, accedió de inmediato.
–Has dicho que estás en Grecia, ¿qué está ocurriendo entre Esteban y tú en la actualidad? –se atrevió a preguntar Saffy poco después.
–Creo que, en aras del futuro, estamos intentando hacernos amigos –dijo María con voz inexpresiva.
–¿Y tú quieres más que eso? –inquirió Saffy, perceptiva–. Yo sentía lo mismo respecto a Zahir. No quería que siguiera conmigo solo porque estaba embarazada.
A María le ardieron los ojos al captar la profunda comprensión de su gemela. Parpadeó para librarse de las lágrimas y, tras unos minutos, esa primera conversación concluyó con la promesa de Saffy de que la llamaría al día siguiente.
Después, María se quedó sentada, apabullada por el descubrimiento de que podía volver a hablar con su gemela con toda tranquilidad. Dio gracias al cielo por que ninguna de ellas se hubiera atrevido a tocar ningún tema que pudiera dar lugar a la controversia.
El que ambas estuvieran embarazadas al mismo tiempo, sin duda había servido de puente para salvar las diferencias del pasado.
Además, María no podía negar que Esteban había conseguido aumentar su seguridad en sí misma, y ya no se sentía como una mala y decepcionante copia de su glamurosa y vivaz hermana.
–Tendrías que invitar a Saffy y a su esposo a venir de visita –sugirió Esteban, cuando le comentó, mientras cenaban, que volvía a hablarse con su hermana. Estaban solos porque Nessa había ido a visitar a su familia política, que vivía en el pueblo.
–Eres muy amable al sugerirlo, pero no sé cuánto tiempo me quedaré aquí, en tu casa –dijo María, tensándose levemente.
Esteban enarcó una ceja negra como el ébano, y sus ojos destellaron como brillantes.
–Al menos hasta que nazcan los gemelos –apuntó sin el menor rastro de duda–. Quiero que te quedes, y cuando vuelva a Londres a trabajar, también querré que vengas conmigo.
Impactada por esa declaración, María escrutó su rostro con los ojos azules cargados de incertidumbre.
–No tenía ni idea de que eso era lo que planeabas. Creí que solo estaba aquí para hacer una visita breve.
–Naturalmente, eres libre para hacer lo que quieras y vivir donde consideres conveniente – Esteban la miró fijamente dese el otro lado de la mesa–. Pero, si hablo por mí, quiero que te quedes conmigo.
A María la emocionaron sus palabras, aunque no estaba segura de lo que quería decir en realidad con ellas. Tal vez pensara que estar embarazada era algo tan peligroso como para sentirse obligado a vigilarla y estar pendiente de ella. O tal vez se sintiera culpable por haberla dejado embarazada accidentalmente.
También cabía la posibilidad de que su empeño en cuidarla se basara en algún sentimiento más personal. Cuando se inclinó hacia el delicioso postre, fue muy consciente de cómo la vista de él se clavaba en el escote de su blusa.
Alzó los ojos rápidamente y comprobó que miraba sus senos con deseo. «Sí, sin duda es algo personal», pensó, enrojeciendo.
–¿Esa invitación tuya incluye el que compartamos cama? –inquirió María con desparpajo.
–Soy tuyo en el momento en que me quieras –una súbita sonrisa iluminó el rostro de Esteban –. Yo no me hago el difícil.
María no supo hacia dónde mirar, porque al encontrarse con sus ojos después de que dijera eso, se sintió embriagada, como si se le fuera la cabeza. Incapaz de pensar a derechas, saboreó el dulce postre, sacando la punta de la lengua para recoger una gota de mousse de chocolate de su carnoso labio inferior.
Esteban, que seguía el proceso con atención, embobado con su boca rosada, dejó escapar un gruñido.
–Me estás matando –dijo.
María se quedó helada. En su estado le parecía imposible sentirse seductora en sentido alguno, pero cuando miró al otro lado de la mesa y captó la mirada de oro fundido de Esteban, su corazón se saltó un latido. Él apartó su silla y se puso en pie de un salto. Fue hacia ella y estiró el brazo para agarrar su mano y hacer que se levantara.
–¿ Esteban...? –musitó ella con inseguridad.
–Te deseo muchísimo –farfulló él–. He estado haciendo uso de todo mi autocontrol para no tocarte.
María solo había sido consciente de su propia tensión, y ni siquiera se había planteado que él también estuviera teniendo que controlarse.
–¿Me encuentras atractiva en este estado? –murmuró, desconcertada.
–En realidad, no lo entiendo –contestó Esteban, recorriéndola con la mirada–. Pero tu embarazo me parece lo más erótico del mundo.
–Vale –se maravilló María, asintiendo con la cabeza. El hambre de ella que veía dibujada en su rostro y el temblor de sus manos cuando las posó en sus mejillas, la encandilaron por completo.
Y después no hubo más que decir. La última barrera que se alzaba entre ellos se derrumbó cuando la besó hasta quitarle el aliento. La condujo arriba y la tumbó en su cama, donde le hizo el amor de forma lenta y sensual, hasta hacerle gritar su placer y su deleite.
Mucho tiempo después, tumbada a su lado y envuelta en sus brazos, una gloriosa sensación de paz se asentó sobre María.
Adoraba que la abrazara, y deseaba lanzarse sobre su largo y poderoso cuerpo como un enjambre de abejas en busca de polen.
Sin embargo, la autodisciplina la mantuvo quieta y comedida, porque la aterraba demostrar demasiada emoción o entusiasmo. Esteban le había dicho que el sexo solo era sexo, y no quería engañarse pensando que podía ser algo más.
Pero, ya que vivían juntos, tampoco tenía nada de malo que compartieran la cama. No necesitaba una relación formal tallada en piedra para ser feliz, ¿o sí?
Tal vez lo mejor fuera disfrutar de la felicidad que sentía en el presente y dejar que el futuro se ocupara de sí mismo.
–Mañana por la tarde tengo que asistir a un baile benéfico en Atenas –le dijo Esteban cuando estaba ya casi dormida–. Serás bienvenida si quieres acompañarme.
–No tengo nada que ponerme, ¡absolutamente nada! –exclamó María, abriendo los ojos en la oscuridad–. Gracias por invitarme, pero... aparecer en público contigo en un estado de gestación tan avanzado sería como hacer una declaración pública a voz en grito, ¿no crees?
–Lo sería –corroboró Esteban, con voz curiosamente inexpresiva–. Tal vez tengas razón y sea demasiado pronto para eso.
María ni había dicho ni había pretendido decir eso, pero prefirió no discutir; razonó que, si realmente le importara su presencia, habría insistido más para convencerla. Treinta y seis horas después, esos pensamientos volvieron para asolarla con la fuerza de un huracán.
La mañana siguiente al baile de Atenas, Esteban aún no había regresado a la isla. María estaba desayunando tranquilamente en la terraza con vistas a la playa cuando le llevaron los periódicos matinales y los pusieron en una mesita auxiliar. María se levantó para echarles un vistazo rutinario. De repente, sus dedos se quedaron paralizados y todo su cuerpo se tensó al ver la foto que adornaba la portada de uno de los ejemplares de la prensa amarilla local.
Era una foto de Esteban y Ana Rosa bebiendo champán y riéndose juntos. Ana Rosa aparecía diminuta y deslumbrante, luciendo un romántico vestido de gasa rosa, mientras Esteban le sonreía.
Parecían una pareja amistosa y compenetrada, que estuviera manteniendo una conversación íntima. El amargo pinchazo de los celos atravesó el corazón de María.
De hecho, se sintió como si acabara de recibir un puñetazo en el estómago, porque recordó de inmediato que Esteban no se había esforzado mucho para persuadirla de que lo acompañara a Atenas.
Se preguntó si la razón era que había sabido que Ana Rosa asistiría al mismo evento. No era nada extraño que la prensa estuviera especulando con la posibilidad de que la ex pareja se hubiera reconciliado.
Temblorosa, asustada y enfadada consigo misma por sentirse amenazada, María volvió a hundirse en la silla que había ocupado antes, mirando, sin ver, la bella vista que había admirado tan solo unos minutos antes. Se preguntó si Esteban seguía sintiéndose atraído por Ana Rosa.
Si era justa, tenía que reconocer que cualquier hombre lo estaría. Lo que no sabía, si ese era el caso, era qué podría hacer ella al respecto. Pensó, abrumada y dolorida, que retirarse con dignidad, cuando prácticamente estaba conviviendo con Esteban, supondría todo un reto.
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Bajo el sol
RomanceLa irresistible atracción que sentía por su jefe hizo que se dejara seducir por él ¿Qué hacía la foto de su becaria en la página web de una agencia de señoritas de compañía? Esteban no sabía qué le sorprendía más, si su doble vida o su impresionante...