Capítulo Final

936 62 5
                                    


Capítulo 10



María estaba convencida de que solo podía culparse a sí misma por la situación en la que se encontraba. Obviamente, todo era culpa suya; un argumento que su madre había utilizado con frecuencia cada vez que algo iba mal en la vida de María cuando era una niña.

Allí estaba, después de todo, la causante de su propia destrucción: embarazada y manteniendo una aventura con Esteban, inmersa en una relación que no tenía ni reglas ni frontera de seguridad. ¿Qué sensatez podía haber en eso?

A María siempre le había gustado saber qué lugar ocupaba, pero en ningún momento lo había sabido tratándose de Esteban.

Por eso le costaba tanto confiar en él, y más aún arriesgarse a aceptar su apoyo. Pronto no le quedaría ni siquiera un resto de respeto por sí misma, si llegaba a sentirse obligada a interrogarlo respecto a Ana Rosa.


El helicóptero llegó volando rápido y bajo, e inició el descenso. María no movió ni un músculo. Sí intentó cruzar las piernas con indiferencia bajo el vestido blanco de algodón, pero su enorme vientre se interponía en el camino y tuvo que renunciar a esa pose. Esteban bajó del helicóptero de un salto, y con el pelo negro revuelto por la brisa y el cuerpo tenso, cruzó la pradera para reunirse con ella, tras buscarla con la mirada. Como siempre, estaba guapísimo. María solo tuvo que mirar la tensión de su piel sobre la bien definida estructura ósea de su rostro para adivinar que sabía lo de la fotografía y que estaba comprensiblemente inquieto.

–Se te ve serena y bellísima ahí sentada, bajo la sombra, khriso mou –dijo Esteban con voz grave, mientras paseaba la mirada por el brillo dorado de su cabello y el resplandor de su delicada piel de rosa de té inglesa, que tanto contrastaba con sus ojos de un azul intenso.

–Las apariencias engañan –apuntó María.

–He volado de vuelta en cuanto he visto esa foto... Supongo que tú también la has visto ya, ¿no? –arqueó una ceja interrogativamente.

María asintió, impresionada por que hubiera ido directo al grano, sin intentar evitar el asunto o fingir una inocencia que ella nunca habría creído.

–Aparte del hecho de que Nessa estuvo conmigo toda la tarde, la foto fue una auténtica emboscada –se quejó Esteban con sarcasmo–. Probablemente, Ana Rosa lo planeó todo y pidió a alguno de sus amigos que sacara la foto. A ella le encanta captar la atención de la prensa y dar lugar a especulaciones.

María entreabrió los labios y apretó las manos, que tenía juntas bajo la mesa.

–Se te ve muy feliz de estar con ella –comentó con voz inexpresiva.

–Después de la forma en que se comportó Ana Rosa después de que rompiéramos, ni siquiera me cae bien –comentó Esteban con voz seca–. Pero siento demasiado respeto por su familia para negarle el saludo y hacerle el vacío en público; no veo razón para avergonzarme yo, ni para avergonzarla a ella, haciendo gala de nuestras diferencias. Si soy feliz ahora, es solo porque te tengo a ti en mi vida.

–Nunca habría adivinado que yo te importaba tanto –le confió María, incómoda. Seguía sentada, muy quieta y rígida. No acababa de creerse lo que le estaba diciendo.

–No creerías cuánto me aterroriza la idea de perderte otra vez –afirmó Esteban. Una sonrisa avergonzada curvó su sensual boca.

–No me lo creo –María parpadeó–. ¿Tú aterrorizado?

–Por completo –confirmó Esteban, mirándola desde arriba con expresión firme y seria–. Cuando desapareciste mientras estaba en Asia, me volví loco. No podía comer, no podía dormir, solo podía pensar en ti. Y cuando regresé a Londres me costó lo indecible creer que esa estúpida nota que dejaste fuera cuanto tenías que decirme.
–No pensaba que tuviera nada que decirte que tú pudieras estar interesado en oír –admitió María con desazón–. No iba a hacer el ridículo expresando lo que sentía después de que dijeras que lo único que podía haber entre nosotros era sexo.

–No quería decir eso... Me arrepiento muchísimo de haberlo dicho –le aseguró Esteban con voz ronca–. Pero si tengo que ser sincero, no me di cuenta de lo que significabas para mí hasta que desapareciste.

–¿Eh? –María estaba concentrada en cada palabra que salía de su boca, sin apenas atreverse a respirar mientras le escuchaba.

Esteban se apoyó en una de las columnas de piedra que sustentaban el tejado de la terraza, con la mirada velada y el cuerpo rígido de tensión.

–Me di cuenta de que, comparativamente, no había sentido absolutamente nada por Ana Rosa. Ahora lo sé. Jamás debí considerar casarme con ella cuando emocionalmente me dejaba frío; pero la verdad es que entonces creía que era la mejor manera de mantener una relación.

–Supongo que lo es, si eres un objeto inanimado en vez de una persona –comentó María con voz irónica.

–Pensaba que si no había sentimientos de por medio, vería la realidad con más claridad y elegiría esposa con mayor sabiduría –confesó Esteban. Frunció el ceño y sus cejas se unieron por encima de su nariz–. ¡Y ya sabemos lo bien que resultó eso! Es posible que ana me quisiera sobre todo por mi estatus y mi fortuna, pero incluso ella se merecía algo mejor que un prometido al que le importó bien poco que rompiera el compromiso e iniciara una aventura con otro hombre.

–Pero ella tenía que saber que era más... un matrimonio práctico que un encuentro de almas –comentó María, pensando que estaba siendo una hipócrita al no demostrar cuánto la había tranquilizado que a Esteban ni siquiera le cayese bien Ana. Era obvio que él ya no entendía qué virtudes podía haber visto en su exprometida.

–En realidad, nunca fui feliz con ella, y tampoco dejé de fijarme en otras mujeres –admitió Esteban a su pesar–. No hice nada al respecto, le fui fiel mientras estuve a su lado, pero supongo que antes o después habría dejado de serlo.

–Entonces no estabais hechos el uno para el otro –María suspiró–. ¿Qué sentido habría tenido que os casarais?

–Exacto –corroboró Esteban, ofreciéndole una sonrisa esplendorosa–. Contigo es completamente distinto. No me gusta que otros hombres te miren, y, desde luego, no tengo el menor interés en mirar a otras mujeres. Me resulta insoportable no saber dónde estás y qué estás haciendo. Quiero estar seguro de que contestarás al teléfono cuando te llamo. Quiero saber que vives en mi casa y que criarás a tus hijos conmigo. También quiero saber que eres totalmente mía.

–¿Tuya? –cuestionó María–. ¿En qué sentido quieres que sea tuya?

–En el sentido más básico en que un hombre y una mujer pueden pertenecerse el uno al otro –respondió Esteban. Metió la mano en el bolsillo, sacó algo, y extendió la mano hacia ella.

María parpadeó ante el enorme y espectacular diamante del solitario que le ofrecía.

–Oh... ¿qué es esto?

–Eres lo bastante lista para adivinarlo tú sola –bromeó Esteban –. Pero va a ser el compromiso más breve de la historia, porque pretendo poner una alianza en tu dedo lo antes posible.

María, tensa, lo miró con expresión de absoluta seriedad.
–No quiero que te sientas en la obligación de casarte conmigo porque eso es lo que tu familia espera de ti –le dijo claramente.

–Sé que meterían la zarpa en el asunto si pudieran, pero esto no tiene nada que ver con mi familia –declaró Esteban, levantando su delgada mano para ponerle la sortija en el dedo–. Esto solo tiene que ver contigo y conmigo, y con lo que siento por ti. No soporto que no estés a mi lado.

–Cabe la posibilidad de que, sencillamente, seas posesivo –comentó María.

–No puedo dormir cuando no estás a mi lado.
–Lo que echas de menos es el sexo –arguyó María, reacia a dejarse convencer por su transformación.

Esteban maldijo en voz baja y le alzó la barbilla para que lo mirara a los ojos.

–Deja de ser gruñona y difícil –ordenó–. Sin saber bien cómo, me enamoré locamente de ti, y te has convertido en una parte tan importante de mi vida que no me imagino viviéndola sin tenerte a mi lado. Y no tiene nada que ver con que estés embarazada, eso sencillamente es un maravilloso añadido a la ecuación.

–¿Un añadido? –repitió María, atónita.

–Te quiero –murmuró Esteban, sin apartar los ojos dorados de los suyos–. Y por fin he entendido cuánto enriquece mi vida ese sentimiento.

–Pero solo me contrataste como acompañante –protestó María–. Si no hubiera sido yo, habría sido cualquier otra mujer.

–No, tú nunca fuiste una señorita de compañía, nunca he estado con una y nunca lo estaré, khriso mou –afirmó Esteban con emoción–. Eres especial, te metiste en mi corazón y me enseñaste a sentir cosas que nunca había creído que pudiera llegar a sentir.

–¿Lo dices en serio? –una burbuja de felicidad se había instalado en el pecho de María, e iba agrandándose más y más, hasta el punto de dejarla sin respiración.

–Completamente en serio –confirmó Esteban

–El orgullo precede a la caída –lo pinchó María, con una sonrisa resplandeciente.

–Conejo rápido no llega lejos, tortuga llega segura –replicó Esteban, frotando la boca contra su cuello, hasta que María se estremeció entre sus brazos–. Pero siento haber sido tan lento en el aprendizaje.

–Te perdonaré porque yo también te quiero –susurró ella–. No me atreví a admitirlo hasta que casi fue demasiado tarde, porque me daba miedo involucrarme demasiado y acabar herida.

–Nunca te haré daño –le juró Esteban –. Mi ambición es casarme contigo y pasar el resto de mi vida garantizando tu felicidad y la de nuestros hijos.

María le rodeó el cuello con los brazos y lo miró con ojos de adoración y una sonrisa deslumbrante.

–No pienso quejarme de eso. Además, sé que vas a ser un padre fantástico –aseveró con cariñosa certeza.

–¿Aunque carezca de modales?

–¿Eso lo dice el tipo que me abre todas las puertas y me cede el paso?

–¿Así que te has dado cuenta de mi cambio de comportamiento? –protestó Esteban –. Entonces, ¿por qué no lo has mencionado?

–¡No quería darte motivos para que fueras aún más engreído! –María se rio, rebosante de excitación y felicidad.

–Tienes que fijarte para animarme, khriso mou –le dijo Esteban con voz entrecortada. Se apretó contra su cuerpo para asegurarse de que notaba, sin que cupiera duda posible, el efecto que tenía en él.

–¡Santo cielo, Esteban, lo último que necesitas de mí es que te anime! –María se rio de la idea. Rebosante de júbilo, lo rodeó con los brazos y se apoyó en él para ponerse en pie.



Epílogo



Cuatro años después, el día de su aniversario de boda, María bajó paseando hasta la playa, donde Esteban jugaba a la pelota con sus hijos, Héctor y Angel, Zahir, el marido de Saffy y su hijo, Karim. María llevaba en brazos a Estrella, su bebé de seis meses de edad. Era una niña preciosa, con el pelo de su madre y los ojos de su padre.

Para variar, la playa que había bajo la casa, usualmente vacía, estaba a rebosar. El abuelo de Esteban, Theron, compartía una mesa en la arena con Nessa, Leonides y la hija de ambos, Olympia. Para esa tarde había planificada una barbacoa familiar. Kat, Mikhail, sus gemelos y Topsy llegarían en el fabuloso yate de Mikhail antes del anochecer.

María sabía que sería una celebración fantástica y ruidosa, con niños corriendo como locos y las cuatro hermanas charlando sin parar para ponerse al día respecto a las últimas noticias. Lo estaba deseando.

–Dame a esa preciosa bebé –pidió Saffy, estirando los brazos hacia Estrella, que ofreció una desdentada sonrisa a su tía–. Típico de ti acertar así. Yo voy a tener otro niño, y eso que estaba convencida de que esta vez sería una niña –se lamentó, dándose una palmadita en el vientre redondeado.
–Quizás la próxima vez –dijo María con una sonrisa.

–Le he dicho a Zahir que no habrá una próxima vez.

–Le dijiste lo mismo después del nacimiento de Karim –le recordó María a su hermana, adorando lo unidas que volvían a estar tras largos años de distanciamiento.

–¿Lo dije? –Saffy suspiró–. A Zahir lo vuelven loco los críos, casi tanto como a Esteban.

Esteban, que llegaba con un niño de pelo negro removiéndose bajo cada musculoso brazo, dejó a los gemelos en el suelo y sacó algo para beber de la nevera portátil.

Después, cruzó la arena para quitarle a su hija a Saffy y alzarla en el aire. La niña se rio encantada, agitando las piernecitas y los brazos regordetes con excitación. Era una bebé muy risueña, de risa contagiosa, mientras que sus hermanos eran revoltosos e incansables, y no daban a sus padres un momento de respiro.

A veces, a María le costaba creer que habían pasado años desde su discreta boda en la isla, a la que solo había asistido la familia. Después de la ceremonia habían celebrado una gran fiesta; exactamente seis semanas más tarde, habían nacido los gemelos, prematuros. Una de las niñeras se hizo cargo de Estrella y Esteban cruzó la arena para reunirse con María. Una vez a su lado, le puso un brazo sobre los hombros.

–Feliz aniversario, pethi mou –le dijo, frotando la sensual boca contra su sien.

María tocó con aprecio las perfectas perlas que brillaban en su cuello, regalo de Esteban por tan señalada ocasión. Su regalo de boda había sido un extravagante y lujoso collar de zafiros; Esteban le había confesado que el día de la boda de Nessa, cuando la había visto descender por la escalera de la casa de la isla, se la había imaginado luciendo zafiros a juego con sus ojos. La generosidad de su marido le había llevado a contar con una colección de joyas y un vestuario de lo más especial.

María nunca podría volver a utilizar la excusa de que no tenía nada que ponerse, porque tenía a su disposición una maravillosa selección de ropa. De hecho, cualquier cosa que quería, Esteban se aseguraba de proporcionársela; a María le encantaba sentirse mimada y valorada por primera vez en su vida.

–Feliz aniversario, mi amor –le contestó, alzando la mirada hacia su guapo y moreno marido, resplandeciente de felicidad–. ¿Ha estado el matrimonio a la altura de tus expectativas hasta el momento?

–La vida contigo ha superado todas mis expectativas –replicó Esteban, apretándola contra su cuerpo, caldeado por el sol.

–Sé que hasta que aparecí nunca soñaste con que disfrutarías teniendo tres pequeñajos correteando a tus pies –bromeó María con cariño. Observó con aprobación cómo Zahir abrazaba a Saffy, en un claro ejemplo de la confianza existente entre una pareja muy unida. María nunca había soñado que enamorarse pudiera llegar a proporcionarle tanta felicidad.

–Cuantos más, mejor –dijo Esteban, acariciando su rostro con sus ojos dorados y cargados de sensualidad y pasión–. Podríamos volver a la casa para ver cómo va la organización del catering.

Ella se sonrojó bajo la luz del sol, correspondiendo con hambre a su intensa mirada de deseo y excitación, que el paso del tiempo no había empezado siquiera a atemperar.

–Haré lo que gustes –le dijo con voz temblorosa.

–Oh, lo que yo guste, lo que me gusta muchísimo eres tú –gruñó Esteban en respuesta, afirmando el brazo con el que la rodeaba y conduciéndola de vuelta hacia la casa.

El deseo de su marido por ella nunca dejaba de hacer que María se sintiera como la mujer más excitante del mundo; ya ni recordaba lo que era sentirse como una segundona. Esbozó una sonrisa rebosante de amor y pasión, feliz, relajada y agradecida por la seguridad y continuidad que le ofrecía su unido círculo familiar.

Bajo el solDonde viven las historias. Descúbrelo ahora